En el centro de la esfera estaba la Sala del Sacrilegio, aunque en realidad no era una sala, sino más bien un pequeño castillo donde se guardaban las reliquias. Cualquier mortal que intentara acceder a los artefactos mágicos no sólo tendría que saber nadar, sino encontrar la forma de eludir al guardián y a otros habitantes de las profundidades. La hembra de dragón no toleraba el jaleo, de modo que sólo admitía en su esfera a aquellas criaturas que fueran silenciosas y esquivas, como las medusas y las pastinacas. Los tiburones eran estúpidos y groseros, pero le proporcionaban unos sabrosos tentempiés además de entretenerla cuando luchaban con los calamares gigantes. A los erizos de mar, con su constante cháchara, no se les permitía entrar allí. En resumen, era una forma agradable de pasar los años del ocaso de una vida.
Midori dormitaba con la cabeza medio metida y medio escondida en la concha, anullada tranquilamente con los ondulantes movimientos de las medusas, cuando oyó abrirse la puerta que conducía a la cámara bajo el agua. Entró una persona.
Creyendo que se trataba del semielfo para pedirle más sangre, Midori decidió que no quería que la molestara en ese momento. Estaba a punto de decirle que se desangrara él y que, si no podía, ella le haría ese favor, cuando de repente se dio cuenta de que no era Caele. Aquella persona era una intrusa.
Midori se metió en la concha y se quedó muy quieta, semejando una vasta formación coralina. Los peces nadaban tranquilamente a su alrededor. Las plantas marinas que le crecían en la espalda se mecían atrás y adelante con las corrientes que giraban en la esfera. Sólo un observador perspicaz que la hubiera observado con detenimiento habría reparado en los ojos amarillos que brillaban en las oscuras profundidades de la concha.
Lo que vio Midori la sorprendió más que todo cuanto había visto en varios milenios.
Salió para investigar más a fondo.
Mina contempló a la dragona presa de un terror que parecía paralizarla. La criatura abrió las fauces. En la espectral luz verdosa del sol brillaron los dientes cuando Midori aspiró e hizo que centenares de indefensos peces le desaparecieran gaznate abajo.
Las fauces de la dragona se cerraron con un seco chasquido. Dos inmensas patas palmeadas impulsaron la voluminosa concha hacia arriba desde el fondo cubierto de algas. La cola del dragón se sacudió en el agua y levantó nubes de sedimento, tras lo cual las patas palmeadas impulsaron a la bestia a través del agua. Con la cabeza erguida y el cuello estirado, la dragona se lanzó directamente hacia Mina.
La joven temió que la bestia tuviera intención de romper la pared de cristal y pasar a través de ella, así que corrió hacia la puerta y la empujó, frenética.
No se abrió. Mina miró hacia atrás. La dragona casi estaba encima de ella. Sus ojos eran enormes, con negras pupilas verticales rodeadas de un llameante iris verde dorado. Era como si sólo los ojos pudieran engullirla. Midori abrió las fauces.
Mina apretó la espalda contra la puerta, con una plegaria a Chemosh a punto de salir de sus labios.
La dragona llegó a la pared de cristal, dio un brusco giro siguiendo la curva de la esfera, y se quedó allí, flotando. Entonces habló y de sus fauces salieron palabras y peces.
—¿Quién eres? ¿De dónde sales?
Mina había esperado una muerte violenta, no una pregunta absurda. Le faltaba el aire para responder.
—¿Y bien? —demandó con impaciencia el dragón.
—Yo... de... la torre... —Mina señaló con un débil gesto la puerta que tenía detrás.
—No me refiero a eso —espetó la hembra de dragón, iracunda—. Quiero decir que quién eres tú, de dónde vienes tú.
Mina había oído decir que a los dragones les gustaba jugar con sus víctimas —por ejemplo, les planteaban adivinanzas— antes de matarlas. Sin embargo, parecía que esta dragona hablaba muy en serio.
«Obviamente no soy hechicera, pero estoy en esta torre. El guardián debe de pensar que he venido invitada por Nuitari. Por eso no me ha matado. Quizá pueda aprovecharme de ese equívoco.»
—Soy amiga del dios —contestó. Eso, al menos, era cierto, ya que no había mencionado de qué dios era amiga—. Cuando esos temblores sacudieron la tone me envió para comprobar que las reliquias no habían sufrido daños.
Los ojos de la hembra de dragón se entrecerraron; estaba molesta.
—¿Te niegas a responder a mi pregunta?
Mina se sintió desconcertada.
—No, simplemente es que... no creí que estuvieses interesada. No tengo inconveniente alguno en contestar. En cuanto a quién soy, me llamo Mina. Soy una huérfana que no guarda recuerdos de la infancia. Y, en respuesta a la pregunta de dónde vengo, he recorrido casi todo Ansalon. Tardaría mucho en explicarte mi historia y tengo que revisar las reliquias...
—Me estás haciendo perder el tiempo. Entra y comprueba los artefactos, pues. Nadie te lo impide —gruñó la hembra de dragón, irascible.
Mina se dio cuenta de que la bestia debía de pensar que Nuitari le había revelado el secreto para acceder al interior de la esfera.
Irritada, Mina pensó que había sido una estúpida al mencionar eso. ¿Qué iba a decir ahora? ¿Que había olvidado lo que le había dicho el dios? ¡Ni siquiera un enano gully se creería algo así!
—Bueno ¿a qué esperas? —espetó la dragona, que la fulminaba con la mirada—. En cuanto a ese galimatías que me has contado sobre que eres huérfana...
La hembra de dragón hizo una pausa y entonces abrió mucho los ojos, repentinamente, mientras adelantaba la cabeza con tal brusquedad que chocó contra el cristal.
—Por mis dientes y mis amígdalas —exclamó—. Por mis pulmones y mi hígado. ¡Por mi corazón y mi estómago y mi colmillo y mi garra del dedo gordo de la zarpa! ¡No lo sabes!
Mina no entendía a qué venía todo eso.
—¿Qué es lo que no sé? —le preguntó a la hembra de dragón.
Pero la bestia seguía mascullando entre dientes sin prestarle atención ya.
Mina captó unas pocas palabras sueltas entre el despotricar de la criatura.
—¿Qué es lo que no sé? —volvió a preguntar. Algo se retorcía en su interior. Tenía la sensación de que aquello era terriblemente importante.
—No sabes... —la hembra de dragón hizo una pausa muy breve antes de continuar—... cómo entrar aquí, ¿verdad?
No era eso lo que la bestia había querido decir. Ahora le estaba tomando el pelo, se burlaba de ella. Los ojos le relucían y los verdes labios se curvaron en una mueca de desprecio.
—En realidad no tiene truco. Sólo hay que cruzar a través de la pared de cristal, simplemente. En cuanto a respirar bajo el agua, no tendrás problema alguno. Todo es parte de la magia, ¿verdad?
«La dragona intenta engatusarme para que entre —razonó Mina—. Podría quedarme aquí y estar a salvo de ella, pero eso significaría fallarle a mi señor.»
—¡Que Chemosh sea conmigo! —rezó un instante antes de dirigirse hacia la esfera.
Plantó las dos manos en el cristal y recorrió con los dedos los bordes afilados de los signos grabados en la superficie. Se concentró en su punto de destino, el castillo de arena en el centro de la esfera, y, fija la mirada en él y evitando desviarla hacia la dragona, Mina respiró hondo, cerró los ojos y echó a andar.
El vidrio se derritió como hielo a su contacto, y la joven se encontró dentro de la esfera.
Experimentó una extraña sensación. No se movía torpemente ni se ahogaba ni boqueaba para respirar. Era como si su cuerpo hubiese perdido la consistencia sólida. Más que respirar el agua parecía ser una con ella; ahora era agua, no carne. La sensación resultaba maravillosa, liberadora y aterradora, todo a la vez, pero no tenía tiempo para analizar lo que había ocurrido. Se puso en tensión y se giró hacia Midori, convencida de que ahora la criatura atacaría.
Los labios de la hembra de dragón se extendieron en una sonrisa que dejó a la vista los dientes. Pata sorpresa de Mina, la bestia se volteó pesadamente con un movimiento de las aletas y nadó hacia el fondo de la esfera, donde se acomodó sobre la arena.