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—Me disculparás —dijo—, pero soy vieja y toda esta excitación me agota. Por favor, no te demores en tu tarea por mi causa.

Los tiburones nadaban alrededor de Mina mientras que las medusas flotaban a una distancia incómoda por su cercanía. Los ojos del calamar se abrieron. Todas las criaturas marinas la observaban, pero ninguna se le acercó.

Mina empezó a nadar en dirección al castillo de arena, sin perder de vista a sus enemigos.

Moviéndose perezosamente en círculos, los tiburones la acompañaron; el calamar se propulsó por el agua, aunque mantuvo las distancias.

Perpleja hasta lo indecible, Mina siguió nadando. Las criaturas marinas la siguieron, observándola, al igual que hacía Midori, cuyos ojos de color dorado verdoso brillaban con lo que quizá fuera regocijo.

Pues claro, habría trampas en el castillo.

Al acercarse a la estructura, Mina nadó a su alrededor hasta llegar a la parte delantera y allí se quedó flotando, mecida suavemente por las corrientes, y la contempló con desconcierto. No había sido una ilusión óptica creada por el agua. El Solio Febalas era un castillo de juguete de un niño, hecho con arena, que daba la impresión de que se desmoronaría en cuanto se lo tocara.

Tendría que ponerse a gatas para cruzar la puerta, e incluso con su esbelta figura le costaría pasar a través.

«¡No hay artefactos! Esto es una broma de mal gusto perpetrada por Nuitari, mas ¿por qué? ¿Por qué tomarse tantas molestias? Desde luego —reflexionó Mina— los actos de los dioses escapan a la comprensión humana. Mi señor se sentirá muy defraudado.»

Mina se volvió a mirar a la dragona, que parecía disfrutar con su desconcierto. La joven se preguntó si debería seguir investigando o si sería mejor renunciar y volver nadando por donde había venido.

«Al menos, debería mirar dentro —decidió—. Mi señor ya se sentirá de sobra contrariado tal como están las cosas. Tendría que darle más detalles.»

Mina se acercó al castillo de arena con precaución, atenta a cualquier trampa y casi temiendo echar abajo la estructura si chocaba contra ella. La parte alta de los muros le llegaba a los hombros.

Alargó la mano para tocar cautelosamente la estructura. Era arena que se había fusionado en un bloque duro como el mármol. No ocurrió nada cuando tocó el muro y de nuevo volvió la vista hacia la hembra de dragón y luego al exterior de la esfera, temerosa de que Nuitari apareciese en cualquier momento.

Fuera no había nadie y el guardián no se había movido.

Mina nadó de nuevo alrededor de la parte frontal del castillo y encontró la entrada, una puerta de unos noventa centímetros de altura y construida con un millar de perlas que brillaban con un lustre púrpura rosáceo. Había un solitario símbolo rallado en una gran esmeralda encastrada en el centro. La joven pasó las yemas de los dedos por la esmeralda.

El signo emitió un cegador destello verde y la puerta de perlas se abrió con una fuerza explosiva. Demasiado tarde, Mina comprendió la trampa. El castillo estaba cerrado herméticamente, estanco al aire para que no entrase el agua, y al abrirse la puerta el cierre hermético había saltado. El agua entraba a raudales y arrastró a Mina. El impulso de la corriente cesó cuando la puerta se cerró y dejó de nuevo al castillo estanco al aire.

Y dejó de nuevo a Mina encerrada en una prisión.

No era de extrañar que la hembra de dragón pareciera divertida.

La fuerza del agua había arrastrado a la joven y la había llevado dando tumbos. Ahora yacía boca abajo en el agua, que le llegaba a la barbilla, aunque el nivel bajaba con rapidez. Tenía que haber un desagüe en el suelo, porque Mina oía el gorgoteo del agua a medida que se iba por el sumidero.

Mina no veía nada en medio de la oscuridad total y se puso de pie despacio, con miedo a golpearse la cabeza contra el techo bajo. No sintió nada, así que alzó la mano, pero siguió sin tocar nada. Lo intentó poniéndose totalmente erguida.

No se golpeó la cabeza. Se quedó inmóvil, por miedo a moverse sin ver nada, hasta que los ojos se le fueron adaptando poco a poco a la penumbra. La estancia no estaba tan oscura como le había parecido al principio. No había luces, aunque algunos objetos de la estancia emitían un suave brillo, así que pudo distinguir su entorno.

Miró a su alrededor, miró arriba y miró abajo. Estaba sin respiración, y las lágrimas le escocieron en los ojos y tornaron borrosas las luces.

Se hallaba en una cámara inmensa, tanto que ni con cien pasos habría recorrido la mitad. El techo con el que había temido golpearse la cabeza era tan alto que apenas alcanzaba a distinguirlo.

Y a su alrededor estaban los dioses.

Cada uno de ellos tenía un nicho excavado en la pared y en cada nicho había un altar. Reliquias consagradas a cada dios se encontraban encima del altar o al pie de éste.

Algunos artefactos brillaban con una luz radiante, otros titilaban y algunos emitían un tenue fulgor. Algunos se hallaban a oscuras, mientras que otros parecían absorber la luz del resto.

Mina cayó de hinojos, temblorosa.

El poder sagrado de los dioses parecía aplastarla.

—Perdonadme, dioses —susurró—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

12

Cuando Nuitari regresó a la torre se la encontró bajo asedio. Al parecer, su hermana Zeboim, diosa de las profundidades, estaba decidida a echarla abajo en pedazos.

Aunque hermanos nacidos de Takhisis y de su consorte Sargonnas, el Señor de la Venganza, Nuitari y Zeboim eran tan diferentes como olas espumosas y luz de luna negra. Zeboim había heredado la naturaleza mudable y la fogosa ambición de su madre, pero carecía de la disciplina de su progenitora. Por el contrario, Nuitari había nacido con la astucia fría y calculadora de su madre, atemperada por su pasión por la magia. Zeboim estaba unida a su padre, Sargonnas, y a menudo colaboraba con él para favorecer la causa de sus amados minotauros, quienes se contaban entre los principales seguidores de la diosa del mar. Nuitari despreciaba a su padre y no lo guardaba en secreto. Tampoco sentía aprecio por los minotauros, razón por la cual había muy pocos hechiceros entre miembros de esa raza.

Nuitari supo de antemano que su hermana se molestaría por haber levantado la antigua Torre de la Alta Hechicería en su mar sin antes pedirle permiso. Conociéndola, sabía que habría sido muy capaz de negárselo llevada por un simple capricho. Temiendo también que aquello le dieta ideas, Nuitari había creído más aconsejable reconstruir la torre antes y pedirle disculpas a su hermana después.

Eso era justo lo que intentaba en ese momento, pero Zeboim se negaba a escucharlo.

—Te lo juro, hermano —dijo Zeboim, furiosa—, ¡que ninguno de tus Túnicas Negras ose poner un pie en el agua o afrontará mi ira! ¡Como uno de tus hechiceros intente darse un baño caliente, lo hundiré para que se ahogue! Cualquier barco que transporte a uno de tus hechiceros naufragará.

Las balsas que lleven a tus hechiceros a través de algún río, se hundirán. Si uno de tus hechiceros pisa un arroyo convertiré ese arroyo en un río embravecido. Si uno de tus hechiceros se atreve siquiera a beber un vaso de agua, se ahogará...

Continuó con lo mismo, vociferando enrabietada y pateando el suelo. Cada vez que soltaba un pisotón, el fondo del océano temblaba. Su ira hacía que la torre se sacudiera en sus cimientos, y Nuitari no quería imaginar siquiera los estragos que esos temblores estarían ocasionando dentro. Había perdido contacto con los dos hechiceros y eso le preocupaba.

—Lo siento, querida hermana, si te he molestado —dijo, contrito—. De verdad que no fue intencionadamente.

—¿Que levantar esta torre sin mi conocimiento no fue algo intencionado? —aulló Zeboim.

—¡Creía que lo sabías! —protestó Nuitari en una actitud que era la viva imagen de la inocencia—. ¡Pensé que estabas al corriente de todo lo que ocurría en tu océano! Si no es así y esto te pilla totalmente por sorpresa, ¿es acaso culpa mía?