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Hirviendo en cólera, Zeboim le asestó una mirada fulminante. Se revolvía y se debatía pero no había manera de escapar de la red que con tanta firmeza la tenía atrapada. Si afirmaba que sabía que estaba construyendo la torre, entonces ¿por qué no se lo había impedido si con ello la ofendía? Admitir que no se había enterado de lo que hacía era tanto como admitir que ignoraba lo que sucedía en su reino.

—He estado ocupada con otros asuntos más importantes —arguyó con aire magnánimo—. Pero ahora que lo sé has de ofrecer compensación como desagravio.

—¿Y qué quieres? —preguntó suavemente Nuitari—. Estaré encantado de acceder a tus demandas, querida hermana. Siempre y cuando sean razonables, por supuesto.

Daba por sentado que había descubierto no sólo lo de la torre sino también lo de la Sala del Sacrilegio e imaginaba que le pediría que le devolviera sus reliquias sagradas a cambio de su permiso para conservar la torre. Nuitari estaba dispuesto a entregar uno o incluso dos artefactos si su hermana insistía en sus amenazas contra sus hechiceros. La respuesta de Zeboim fue completamente inesperada.

—Quiero a Mina —declaró.

—¿Mina? —repitió Nuitari, sorprendido. Primero Takhisis. Después Chemosh. Ahora Zeboim. ¿Es que todos los dioses del universo querían a esa chica?

—La tienes prisionera. Me la traerás y, a cambio, podrás conservar tu torre —ofreció Zeboim, magnánima—. No te obligaré a derribarla.

—Qué amable de tu parte, hermana —repuso Nuitari en un timbre melifluo, malévolo—. ¿Por qué quieres a esa chica, si no te importa que te pregunte?

Zeboim alzó la mirada hacia la superficie del océano bañada por el sol.

—¿Cuántos de tus Túnicas Negras crees que navegan por alta mar en este momento, hermano? —preguntó—. Que yo sepa, hay seis ahora mismo.

Alzó las manos y al agua empezó a hervir y a burbujear a su alrededor. La luz del sol se apagó, oculta por nubes tormentosas. Nuitari tuvo visiones de sus hechiceros, que rodaban por las cubiertas zarandeadas y salían arrojados por las bordas.

—¡De acuerdo! ¡La tendrás! —cedió, enfadado—. Aunque no sé para qué la quieres. Le pertenece a Chemosh en cuerpo y alma.

Zeboim esbozó una sonrisa enterada, y Nuitari dedujo de inmediato que ella y Chemosh habían llegado a alguna clase de acuerdo.

—He ahí la razón de que no viniera él a reclamar a su ramera —masculló Nuitari entre dientes—. Has hecho un pacto con Zeboim. Me pregunto con qué fin. Mi torre no, espero.

Miró a su hermana, que le sostuvo la mirada.

—Voy a buscarla —dijo finalmente el dios de la magia.

—Hazlo, y no tardes. Me aburro en seguida —repuso Zeboim.

Le dio a la torre otra pequeña sacudida, de propina.

Nada más entrar en la Torre del Mar Sangriento, Nuitari llamó a sus hechiceros.

No acudieron.

Eso le pareció ominoso. Caele siempre estaba a mano por lo general, desviviéndose para ser siempre el primero en celebrar el regreso de su señor, y Basalto, formal y cumplidor, normalmente lo estaría esperando para lanzarse a enumerar sus quejas contra el semielfo.

Ninguno de los dos apareció en respuesta a la llamada de su señor.

Nuitari volvió a convocarlos, esta vez en tono grave.

No hubo respuesta.

Nuitari se dirigió al laboratorio con la idea de que los hallaría allí. Se encontró con un desorden atroz, con el suelo inundado de pociones derramadas y cristales rotos, un pequeño fuego ardiendo en una esquina y varios diablillos escapados que deambulaban libremente por el laboratorio. Nuitari apagó el fuego con un soplido irritado, atrapó a los diablillos y volvió a encerrarlos en sus jaulas y después siguió buscando a los desaparecidos hechiceros. Presentía que sabía dónde tenía que buscarlos.

Llegó a los aposentos de Mina y encontró la puerta abierta de par en par. Entró en la estancia.

Dos féretros de piedra y ni rastro de Mina.

Retiró las losas que tapaban los sarcófagos. Caele, boqueando para respirar, se aferró a los costados del féretro y se impulsó hacia arriba. El semielfo parecía medio muerto. Intentó ponerse de pie pero las piernas no lo sostenían. Se sentó en el sarcófago y se estremeció. Como los enanos estaban acostumbrados a vivir en lugares oscuros, Basalto se había tomado con calma el confinamiento. Le preocupaba mucho más tener que afrontar la ira de su dios y mantuvo gacha la cabeza, con la capucha echada, mientras procuraba por todos los medios eludir la mirada torva de Nuitari

—Eh... si me disculpas, señor, he de ir a limpiar... —empezó a la par que intentaba abandonar furtivamente la estancia

—¿Dónde está Mina? —demandó el dios.

Basalto echó una mirada en derredor a hurtadillas con la esperanza de que la chica estuviera escondida debajo del sofá. Al no verla, volvió la vista hacia el señor y casi de inmediato la apartó.

—Fue culpa de Caele —masculló el enano en voz baja—. Intentó matarla, peto hizo una chapuza, como siempre, y ella le arrebató el cuchillo...

—¡Víbora! —escupió el semielfo, que salió del féretro casi a rastras y alzó la mano debilitada contra el enano.

—¡Basta ya, los dos! —ordenó Nuitari—. ¿Dónde está Mina?

—Todo ocurrió al mismo tiempo, señor —gimoteó Caele—. Zeboim empezó a zarandear la torre y cuando quise darme cuenta Mina tenía el cuchillo en la mano y amenazaba con matarme...

—Eso es verdad, señor —dijo Basalto—. Mina amenazó con matar al pobre Caele si yo hacía algo para detenerla y, naturalmente, no quise poner en peligro su vida. Entonces apareció Chemosh y nos obligó a meternos dentro de los sarcófagos...

—Mientes —lo interrumpió calmosamente Nuitari— El Señor de la Muerte no puede entrar en mi torre. Ya no.

—Oí su voz, señor —dijo Basalto sin aliento, acobardado—. Sonaba por todas partes. Le hablaba a Mina, le decía que la torre era de ella, salvo por el guardián...

—El guardián —repitió Nuitari, que en ese momento supo dónde había ido Mina: a la Sala del Sacrilegio. Se tranquilizó—. Midori se ocupará de ella, lo que significa que no quedará mucho. Tengo que discurrir algo para apaciguar a mi hermana. Meteré los restos de Mina en una bonita caja y que Zeboim la intercambie con Chemosh por lo que quiera que éste le haya prometido. Promesa, por otra parte, que no tendrá intención de cumplir de todos modos.

Volvió la vista hacia sus dos hechiceros, que se encogieron ante él, arredrados.

—Empezad a limpiar este desastre. —Echó un vistazo a los sarcófagos—. No os deshagáis de ésos. Podrían ser de utilidad en el futuro si osáis desobedecerme otra vez.

—No, señor —farfulló Basalto.

—Sí, señor. —Caele tragó saliva con esfuerzo.

Satisfecho, Nuitari salió para recuperar el cadáver de Mina.

Nuitari esperaba encontrar la esfera marina en gran desorden y confusión: sangre en el agua, la hembra de dragón con aspecto ahíto, los tiburones peleando por las sobras... En cambio, las medusas se mecían en el gigantesco acuario con una calma desquiciante y Midori dormía en el fondo arenoso.

Por lo visto se había preocupado sin motivo; después de todo, Mina no había ido allí. Envió un mensaje urgente a sus hechiceros para que registraran la torre en busca de la chica y se disponía a marcharse con el fin de ayudarlos cuando la hembra de dragón habló:

—Si buscas a la humana, está dentro de tu castillo de arena.

Nuitari se quedó estupefacto un momento y después se abalanzó a través de la pared de cristal para encararse con Midori. Ésta lo observaba desde las negras profundidades de su concha.

—¿Le permitiste entrar? —bramó el dios—. ¿Qué clase de guardián eres?

—Me dijo que la habías enviado tú —repuso la dragona; la concha se desplazó ligeramente—. Dijo que querías que comprobara que los artefactos sagrados no habían sufrido daño con los temblores.