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El abad lo asió del brazo y lo detuvo.

—Perdóname, reverendísimo, llego tarde —explicó Rhys cortésmente, pero con firmeza.

Realizó un rápido y ágil movimiento para soltarse de la mano del abad. Por desgracia, el abad también estaba entrenado en el arte de la «disciplina benévola» y ejecutó un diestro contrataque con el que lo mantuvo asido. Atta, a los pies de Rhys, emitió un gruñido amenazador.

El abad dirigió a la perra una mirada y alzó la mano en un gesto imperioso. Atta se tumbó en el suelo con la cabeza entre las patas delanteras. Dejó de gruñir y empezó a mover débilmente la cola.

El abad puso de nuevo su atención en Rhys.

—¿Huyes de mí, hermano? —inquirió en un tono que era más apenado que reprobatorio.

—Perdona, reverendísimo —dijo de nuevo Rhys—. Tengo prisa, es un asunto de vida o muerte. Suéltame, por favor.

—El alma inmortal es más importante que el cuerpo, hermano Rhys. Esta vida es fugaz, pero el alma es eterna. He recibido informes de que tu alma está en peligro. —El abad le asía con firmeza el brazo—. Regresa con nosotros a nuestro templo. Hablaremos contigo y hallaremos un modo de hacer que la oveja descarriada vuelva al rebaño.

—Es lo que más me gustaría hacer, reverendísimo —contestó muy seriamente—, y te prometo que iré a vuestro templo más avanzada la noche. Ahora, como ya he dicho, se me necesita urgentemente en otro lugar. La vida que corre peligro no es la mía...

—Disculpa si no confío en ti, hermano Rhys —arguyó el abad. Los sacerdotes de Majere lo rodearon y asintieron con la encapuchada cabeza.

—Miembros de nuestro Orden te han estado buscando por Ansalon y ahora que te hemos encontrado no estamos dispuestos a dejarte marchar. Vamos, camina con nosotros, hermano.

—¡No puedo, reverendísimo! —Rhys empezaba a enfadarse—. ¡Venid conmigo si no me crees! Voy al templo de Mishakal. Sus clérigos y yo perseguimos a uno de los Predilectos que intenta arrebatarle la vida a esa joven viuda.

—¿Es que eres el alguacil de esta ciudad, hermano? —inquirió el abad—. ¿Es responsabilidad tuya prender a los criminales? —¡En este caso, sí! —replicó Rhys.

El cielo estaba oscuro ya y las estrellas habían aparecido. La joven viuda habría acostado a sus pequeños y estaría atenta a la llegada de Lleu.

—El Predilecto es, era, mi desdichado hermano. Yo soy quien puede identificarlo.

—Beleño lo conoce —argumentó el abad, imperturbable—. El kender se lo podrá señalar a los guardias.

Rhys se quedó desconcertado. Por lo visto el abad sabía todo lo referente a él.

—El kender conoce a Lleu pero no sabe dónde vive esa joven. No se lo dije a él ni a los clérigos de Mishakal.

—¿Por qué no? —quiso saber el abad—. Podrías haberles indicado la ubicación de la casa de la joven viuda a los clérigos.

Rhys titubeó al buscar una respuesta.

—Todas las casas se parecen, habría sido difícil...

—Miente a los demás si tienes que hacerlo, hermano Rhys, pero jamás te mientas a ti mismo. Quieres estar allí, quieres destruir con tus propias manos al monstruo que otrora era tu hermano. Has hecho de esto algo personal, Rhys Alarife, te consume el odio y el deseo de venganza. Y, sin embargo —añadió el abad, dulcificado el tono—, Majere sigue amándote.

Rozó con aire reverente el bastón que Rhys sostenía en la mano.

Como si un relámpago hubiese alumbrado la oscuridad tornando la noche en día, Rhys se vio a sí mismo con absoluta claridad. El abad tenía razón. Podría haber dado a Patricio las indicaciones necesarias para que localizara la casa de la joven viuda, pero había retenido la información a propósito porque quería estar allí. Quería enfrentarse a su hermano y había estado dispuesto a sacrificar la vida de la joven en pro de su odiosa necesidad.

Rhys anhelaba echarse al suelo a los pies del abad, anhelaba escupir el veneno que lo estaba devorando por dentro, anhelaba suplicar clemencia, pedir perdón.

El abad lo sujetaba por el brazo. Dejando caer el bastón, Rhys asió el brazo del abad con la mano libre y, con un tirón, hizo perder el equilibro al abad y lo arrojó al suelo.

—¡Atta, vigílalo! —ordenó Rhys.

La perra se incorporó velozmente. No atacó al abad, pero se puso sobre él y, enseñando los dientes, soltó un gruñido de advertencia. El abad le dijo algo, pero ahora Atta tenía órdenes directas de su amo y no estaba dispuesta a desobedecerle.

—Hermano Rhys... —empezó el abad.

—No te hará daño si no te mueves, reverendísimo —dijo fríamente Rhys mientras observaba a los otros sacerdotes que ahora lo rodeaban.

Levantó el bastón con el pie y lo lanzó hacia su mano. Se preguntó, inquieto, si el emmide seguiría luchando para él. Después de todo se estaba enfrentando a los servidores de Majere. Sostuvo el bastón ante sí, casi esperando que se resquebrajara y se partiera, pero la vara permaneció firme, cálida y reconfortante entre sus dedos.

—No quiero haceros daño a ninguno —les dijo a los sacerdotes—. Dejadme pasar.

—Tampoco nosotros queremos hacerte daño, hermano —dijo uno de ellos—, pero no estamos dispuestos a dejar que te vayas.

Iban a intentar reducirlo, a dejarlo indefenso. Rhys evocó la imagen de la joven viuda y el terrible destino que le aguardaba. Los cinco sacerdotes se abalanzaron sobre él con el propósito de arrastrarlo al suelo.

Rhys arremetió con el emmide; propinó un bastonazo en un lado de la cabeza a uno de los sacerdotes y lo derribó, dirigió la punta del cayado contra el diafragma de otro, que se dobló por la cintura, y golpeó a un tercero en la parte posterior de la cabeza, todo ello en una sucesión de movimientos relampagueantes que no le ocuparon más que unos segundos.

En seguida se dio cuenta de que los sacerdotes no estaban tan bien entrenados en el arte de la disciplina benévola como su abad, ya que los dos que quedaban de pie retrocedieron y lo observaron con cautela. El abad debió de intentar levantarse porque Rhys oyó ladrar a Atta y el chasquido de un mordisco. Echó una ojeada atrás y vio que el abad se apretaba una mano ensangrentada.

Deseando no haber ido por esa calle ni haber pisado jamás esa ciudad, Rhys plantó firmemente la punta del bastón en los adoquines y, asiéndolo con las dos manos, lo usó para impulsarse por el aire. Saltó por encima de las cabezas de los sorprendidos sacerdotes y aterrizó en el pavimento detrás de ellos. Llamando con un silbido a Atta, Rhys echó a correr calle adelante.

Se arriesgó a echar un vistazo atrás, convencido de que lo perseguirían, pero sólo vio a Atta lanzada a la carrera en pos de él. Dos de los sacerdotes daban asistencia a los que estaban caídos, mientras que el abad se sujetaba la mano herida y lo miraba con expresión pesarosa.

Rhys borró de su mente todos los pecados que había cometido y corrió.

Llegó al templo de Mishakal y encontró a Patricio, a su esposa y a Beleño, junto con la guardia de la ciudad, reunidos delante del edificio. El kender caminaba arriba y abajo y de vez en cuando echaba una ojeada a la calle.

—¡Hermano, llegas tarde! —gritó Patricio.

—¿Dónde has estado? —chillo Beleño, que se aferró a él—. ¡Hace mucho que anocheció!

—¡Seguidme! —jadeó Rhys, que se sacudió de encima al kender y siguió corriendo.

5

La joven madre se llamaba Camila. Hija única de un próspero mercader viudo que la había criado con excesiva complacencia, era testaruda y consentida. Cuando a los dieciséis años se enamoró de un marinero, hizo caso omiso de la orden de su padre y huyó para casarse con el marinero. Poco después ya habían tenido dos niños.

Su padre se había negado a tener nada que ver con ella e incluso llegó a cambiar el testamento para dejar su dinero a sus socios. Quizá el tiempo habría ablandado al anciano, que amaba profundamente a su hija, pero murió a la semana de haber realizado esos cambios. Poco después de la muerte de su padre, el esposo de Camila se cayó del aparejo del barco y se rompió el cuello.