Lleu soltó un chillido horrendo. La carne se le ennegreció y se le arrugó. Los globos oculares se le secaron y cayeron de las cuencas. Los labios se le tensaron sobre los dientes en un rictus que remedaba una sonrisa. Las manos que sujetaban a Camila eran las manos putrefactas de un cadáver. El repugnante hedor a muerte impregnaba la pequeña habitación, pero Lleu no moría. Su cadáver seguía sujetándola, la calavera la miraba con malevolencia, la boca no dejaba de moverse.
—¡Di que te entregas a Chemosh!
Camila estaba loca de terror, chillaba histéricamente y se sacudía llevada por el pánico con el propósito de quitarse de encima el cadáver.
El niño, tras un instante de quedarse paralizado por la impresión, asió al muerto viviente para apartarlo de su madre. A su contacto, Lleu estalló en llamas y el fuego consumió el cuerpo en un instante. Cenizas y hollín grasientos flotaron horriblemente por la habitación, cayeron sobre el pequeño y le cubrieron el cabello y la piel.
El chiquillo no emitió sonido alguno. Empezó a temblar y luego los ojos se le pusieron en blanco. Se quedó rígido.
—¡Jeremías! —sollozó Camila, que intentó arrastrarse hacia su hijo, pero todo se volvió oscuro y se desmayó.
Rhys presenció el atroz final del Predilecto con la mente y el alma consumidas por el terror mientras el cadáver de su hermano se consumía en el fuego contranatural. Sintió a Patricio, plantado en la puerta detrás de él, soltar un respingo y oyó que uno de los guardias vomitaba. Beleño tenía la mirada clavada en la nada, sobrecogido. El niño estaba como petrificado en el sitio y la mujer yacía en un montón de cenizas negras. Nada parecía moverse en la habitación salvo el hollín que flotaba todavía en el aire.
El pequeño se desplomó en el suelo entonces; las extremidades se le sacudían y se le retorcían mientras la lengua le salía de la boca.
—¡Tiene un ataque! Rhys, ¿qué hacemos? —chilló Beleño, que se había acercado al niño.
—Quítate de en medio —ordenó Patricio, que apartó a Beleño empujándolo con el codo—. Yo me ocuparé de él.
El clérigo sujetó al pequeño por la cabeza, le forzó a abrir la boca y le metió un pañuelo, prietamente enrollado, para evitar que se mordiera la lengua. Después tomó en sus brazos el cuerpecillo agitado por los espasmos y musitó las palabras de una plegaria a Mishakal.
Al ver al pequeño en buenas manos, Rhys fue a ayudar a la madre inconsciente mientras Galena corría para tomar en brazos al bebé.
—¡Tenemos que sacarlos de este sitio horrible! —dijo Patricio en tono urgente, y Rhys estuvo completamente de acuerdo con él.
Le tendió el emmide a Beleño y luego tomó en brazos a la joven, tras lo cual salió a la calle. Patricio iba detrás con el niño y Galena cerraba la marcha con el bebé. Rhys dejó a la joven viuda al cuidado de los clérigos y después se obligó a regresar al interior de la casucha.
El alguacil de Nuevo Puerto, un canoso veterano de la última guerra, lo acompañó. Los dos se quedaron en el centro de la habitación y miraron en derredor; todo tenía una capa macabra de cenizas negras y grasientas.
—Jamás había visto cosa igual —comentó el alguacil, sobrecogido—. ¿Qué utilizaste para destruir a ese monstruo, hermano? ¿El bastón es mágico o tu imposición de manos es sagrada o qué?
—No fui yo —repuso el monje.
Justo en ese momento empezaba a asimilar lo que había visto y a atar cabos entre eso y lo que había descubierto, y la conclusión a la que había llegado lo asqueaba. Recordaba las palabras de Cam respecto a que el precio que tendrían que pagar para destruir a uno de los Predilectos sería más de lo que eran capaces de soportar.
Echó una ojeada hacia atrás, a la calle donde yacía tendido el pequeño, todavía sacudido por los espasmos, mientras Patricio rezaba por él.
—Fue el niño.
—¿A qué te refieres con que fue el niño? ¿Estás diciendo que ese pequeño hizo... esto? —El alguacil señaló unos pocos huesos carbonizados que se mezclaban con las cenizas—. ¿Que un niño fue el causante de que esa cosa estallara en llamas?
—El contacto de la inocencia. Los Predilectos pueden destruirse, pero sólo a manos de un niño.
—¡Los dioses nos asistan! —musitó el alguacil—. Si lo que dices es cierto... Los dioses nos asistan. —Se puso en cuclillas para mirar fijamente la inmundicia ennegrecida que cubría el suelo.
Rhys regresó al exterior, al aire fresco. La joven madre volvió en sí con un grito y miró a su alrededor con expresión frenética mientras intentaba desasirse de Galena, que intentaba tranquilizarla. Cuando se dio cuenta de que sus pequeños y ella se encontraban a salvo, apretó al bebé contra su pecho y rompió a llorar incontrolablemente.
—¿Cómo está? —se interesó Rhys, acuclillado al lado de Patricio y del niño.
—Su cuerpo se ha sanado —respondió quedamente el clérigo a la par que acariciaba el cabello cubierto de ceniza del pequeño—. Ha sido obra de Mishakal, pero su mente... Ha presenciado tal horror que quizá nunca se recupere.
Galena miró a Rhys con expresión suplicante.
—He oído lo que le has dicho al alguacil, hermano. No puedo creerlo. Sin duda te has equivocado. Crees que sólo los niños tienen la capacidad de matar a esos Predilectos. Es algo demasiado horrible.
—Sé lo que vi —insistió Rhys—. En el momento en el que el niño lo golpeó, el Predilecto «murió».
—Yo también lo vi —anunció Beleño.
Bajo los negros churretes de ceniza se notaba que el kender estaba muy pálido. Tenía un brazo echado sobre el cuello de Atta y con la otra mano se frotaba las mejillas.
—El niño golpeó a Lleu en la pierna y... «¡pssssss!», Lleu se pudrió en un instante y después se prendió fuego. Fue horrible. —A Beleño le temblaba la voz—. Ojalá no lo hubiese visto; y me paso la vida cerca de gente muerta.
—La inocencia los destruye y, a la inversa, destruyen la inocencia —manifestó Rhys.
El alguacil salió de la casucha a la par que se limpiaba las manos en los pantalones.
—La única forma de probar esa teoría es volver a intentarlo. Galena se giró hacia él con gesto enfadado.
—¿Cómo se te puede ocurrir semejante cosa? ¿Harías pasar a tu propio hijo por lo que este niño ha pasado esta noche?
—Con todo mi respeto, señora —contestó el alguacil—, pero esa cosa tenía intención de asesinar a esta joven y tal vez a sus hijos, por añadidura. Los dioses saben a cuántas personas había matado hasta ahora ese Predilecto de ahí. Ahora hemos encontrado la forma de parar esto.
Rhys pensó en la señora Jenna. Seguramente sentiría lástima de tener que obligar a un niño a matar a uno de los Predilectos, pero no vacilaría en hacerlo.
—No podemos guardar para nosotros esta información vital —seguía diciendo el alguacil—. Aquí, Patricio, me dijo que el kender ha visto a diez de esos Predilectos sólo en el día de hoy. Bien, aun dando por sentado que probablemente el kender exagera...
—¡No exagero! —protesto Beleño, indignado.
—... eso nos deja con dos o tres al menos recorriendo mi ciudad y asesinando inocentes como esa pobre joven de ahí. Si hay un modo de impedírselo, tengo derecho a intentarlo, al igual que los representantes de la ley de otras ciudades y poblaciones.
—Creo que todos nosotros estamos demasiado conturbados para tomar cualquier decisión ahora mismo —intervino Patricio—. Reunámonos por la mañana, después de que el horror de esta terrible escena se haya desvanecido, y entonces podremos discutirlo. Entretanto, nosotros daremos cobijo a la madre y a los niños. Y tú también estás invitado a regresar con nosotros, hermano Rhys. Al igual que tú, Beleño.
—Te lo agradezco, pero debo partir esta noche —respondió Rhys—. Mi barco zarpa...
—No, qué va —lo interrumpió el kender.
Rhys miró desconcertado a su amigo, sin saber de qué hablaba.