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—Que tu barco no zarpa —repitió Beleño—. Bueno, sí, seguramente lo haga, pero ya no hace falta que tú viajes en él. Lleu ha muerto, Rhys. Ya no tienes que perseguirlo más. Eso ha terminado ya. —El kender asió la mano de Rhys y añadió en voz queda...

«Podemos volver a casa tú, yo y Atta. Podemos volver a casa.

6

Rhys se quedó mirando a Beleño en la oscuridad. Sentía el tacto de la mano del kender, oía sus palabras, palabras que para una parte de su ser tenían sentido. Otra parte aún pensaba que tenía que partir en ese barco, que tenía que seguir a su hermano. Tenía que impedir que matara a alguien más. Tenía que... Tenía que... —Se acabó —dijo—. Lleu ha muerto.

Rhys no sentía pena por la muerte de su hermano, ya que su hermano llevaba muerto mucho tiempo. Ese monstruo no era Lleu, aunque siguiera llamándolo así.

—Sí, Rhys —afirmó Beleño. No le gustaba el aspecto que tenía su amigo, como si se sintiera perdido y aturdido, y el kender continuó asido fuertemente a su mano.

El monje miró la calle arriba y abajo y, de repente, se dio cuenta de que esa calle y las demás ya no eran caminos hacia la sombría desesperanza. Todas conducían a un lugar. Como Beleño había dicho, llevaban a casa. Asió el bastón con más fuerza. Anhelaba regresar a casa, pero no estaba preparado para que lo recibieran allí. No podía presentarse en la puerta con unas ropas sucias y descoloridas, manchadas con la sangre de inocentes y con las negras cenizas de la muerte. Tenía que apartarse del mundo, purificar cuerpo y alma. Desnudo como un recién nacido, escarmentado y humillado, se presentaría ante su dios y le pediría perdón. Entonces regresaría a casa.

—Gracias, Beleño —dijo. Se agachó y besó al kender en la frente—. Eres un amigo de verdad.

Beleño se pasó la mano por los ojos y se limpió disimuladamente la nariz con la manga.

Asiendo firmemente el bastón, Rhys echó una mirada penetrante en derredor. Una multitud se había apiñado en la calle. El relato de lo que había ocurrido se propalaba rápidamente y se iba haciendo cada vez más descabellado conforme pasaba de boca en boca. El alguacil ordenó repetidamente a la muchedumbre que se dispersara y volviera a casa, pero nadie le hacía caso y el gentío aumentaba y se hacía más ingobernable. Varios jóvenes granujas decidieron que querían ver personalmente el macabro espectáculo e intentaron llegar a la casucha de una carrera, con lo que provocaron un enfrentamiento con la guardia.

El alguacil, imaginando que la muchedumbre crecería más y más una vez que saliera el sol, decidió que la mejor forma de poner fin a la situación era echar abajo la casucha y dejar a los curiosos sin nada que mirar salvo un montón de escombros. Mandó hombres a buscar herramientas; algunos guardias fueron incapaces de esperar a que volvieran y se pusieron a desbaratar la casucha arrancando trozos con las propias manos mientras que los otros mantenían a raya al gentío. A Patricio y Galena no se los veía por ninguna parte.

—Les dije que se llevaran a esa pobre mujer y a sus niños al templo —le explicó a Rhys el alguacil—. Ya han sufrido de sobra con todo esto. —Lanzó una mirada furibunda a la muchedumbre plantada en la calle, que estiraba el cuello, propinaba empujones y daba codazos para tener una vista mejor.

«Gracias por ayudar en esto, hermano —añadió el alguacil—. Lástima que no llegásemos un poco antes, pero lo hecho, hecho está y al menos nos hemos librado de uno de esos monstruos. —Se volvió para ocuparse de la tarea que tenía entre manos.

Rhys se mantuvo silencioso y pensativo de camino al templo, como también iba callado Beleño, que miraba a su amigo con frecuencia y luego soltaba un suspiro. Atta iba detrás, al trote, y los miraba a uno y a otro alternativamente, sin entender qué pasaba.

Entraron en el templo, que tenía un fuerte olor a encalado reciente. El interior era un remanso de silencio y paz en comparación con la barahúnda de la calle.

—¿Cómo se encuentra la joven? —se interesó Rhys.

—Galena la ha llevado a la cocina y le está insistiendo para que coma algo. Por si fuera poco, la pobre mujer está, además, medio muerta de hambre. Se sentirá mejor una vez que haya ingerido algo de alimento.

—¿Y el niño?

Patricio negó con la cabeza.

—Rezaremos a Mishakal y dejaremos al chiquillo en las benditas manos de la diosa. ¿Qué piensas hacer tú, hermano, ahora que tu sombría misión ha terminado?

—He de dar muchas explicaciones —contestó Rhys con pesar—. Y he de rezar muchas oraciones de contrición y he de arrepentirme de mis pecados. ¿Me puedes indicar dónde se halla el templo de Majere?

—¿Te refieres al de Solace? —inquirió Patricio.

—No, Hijo Venerable, al de aquí, en Nuevo Puerto.

—En Nuevo Puerto no hay templo de Majere —dijo Patricio—. ¿No recuerdas nuestra conversación de ayer, hermano? Sólo hay dos templos dedicados a los dioses en Nuevo Puerto: el nuestro y el de Zeboim.

—Tienes que estar equivocado, Hijo Venerable —insistió seriamente el monje—. Esta noche me encontré con un grupo de sacerdotes de Majere, uno de los cuales era un abad. Se refirió a un templo aquí...

—Puedes preguntarle al alguacil si quieres, hermano, pero que yo sepa el templo de Majere más cercano es el de Solace. No he oído comentarios de la presencia de sacerdotes de Majere por los alrededores. Si los hubiera, a buen seguro que nos habrían buscado. ¿Dices que te encontraste con ellos esta noche?

—Sí. No fue un encuentro cordial precisamente. Eso fue lo que me retrasó. El abad me conocía y sabía mi nombre.

—¿Y tú conocías a ese abad? —Patricio lo observaba de un modo extraño.

—No, nunca lo había visto. En aquel momento no lo pensé, estaba demasiado alterado; pero, ahora que recuerdo todo el episodio, me parece muy raro que supiera quién soy. ¿Cómo podía conocerme?

Beleño le dio tirones de la manga.

—Rhys —empezó el kender, pero entonces se calló.

—¿Qué pasa? —preguntó el monje con cierta impaciencia.

—Es sólo que... si no te hubieses retrasado, habríamos llegado a la casucha a tiempo de impedir que Lleu hiciera daño a la madre, entonces el niño no habría golpeado al Predilecto y éste no se habría prendido fuego.

Rhys se quedó callado, prieto el bastón entre los dedos.

—Los sacerdotes te retuvieron justo el tiempo suficiente, Rhys —persistió el kender—. Justo lo suficiente para que llegases tarde, pero no tanto como para que llegaras demasiado tarde. Ahora, aquí, el Hijo Venerable Patricio, nos dice que no hay sacerdotes de Majere en al menos ochenta kilómetros a la redonda y... bueno... No puedo evitar preguntarme si...

Beleño dejó de hablar. No le gustaba el gesto de su amigo.

—¿Preguntarte qué? —inquirió el monje con aspereza.

Beleño no sabía si continuar o no.

—Creo que esto debería esperar hasta mañana.

—Habla —insistió Rhys.

—Que a lo mejor esos sacerdotes no eran reales —sugirió tímidamente el kender.

—¿Crees que he mentido sobre eso? —demandó Rhys.

—No, no, no es eso, Rhys. —Beleño se trabucaba en su prisa por hablar—. Creo que tú crees que los sacerdotes eran de verdad. Es sólo que... —No sabía cómo explicarse y miró a Patricio en busca de ayuda.

—Lo que intenta decir es que los sacerdotes son reales, hermano. Tan reales como los hizo Majere —intervino Patricio.

Rhys se sentía en paz dentro del templo de Mishakal y podía pensar en los horrendos acontecimientos de esa noche, pero de repente se puso terriblemente furioso.

—¿Qué quieren los dioses de mí? —gritó.

Patricio adoptó un gesto serio mientras que Atta se encogía por el tono de voz y Beleño retrocedía un paso.

—Están jugando con mi vida y con la vida de otros —prosiguió el monje, iracundo—. Ese pobre niño y su madre. ¿Era necesario hacerlos sufrir así? Están condenados a evocar el espantoso recuerdo de esta noche durante el resto de sus vidas. Si Majere quería indicarme cómo destruir a esos Predilectos, ¿por qué no se me apareció y me lo dijo, simplemente? ¿Por qué Zeboim me trajo a Mina y después se la llevó?