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Él se había levantado del lecho compartido, se había ido y no había regresado.

Ahora creía que le mentía, que le ocultaba cosas. Peor aún, estaba celoso de Zeboim, que había hecho todo cuanto estaba a su alcance para propiciar esos celos, aunque Mina no había sido consciente de ello.

—Disculpa que no te haya traído a esta encantadora joven de inmediato —había dicho Zeboim a su regreso—. Hicimos un pequeño viaje adicional. Quería que conociera a mi monje, Rhys Alarife, ¿recuerdas? Me lo cambiaste por Krell. Resultó ser una experiencia interesante.

Chemosh se habría arrojado en brazos de Caos antes que dar a Zeboim la satisfacción de preguntarle qué había ocurrido. Había preguntado a Mina sobre el monje, pero ella se había mostrado vaga y evasiva, con lo que se avivaron más sus sospechas.

Mina no había querido hablar de la fugaz y perturbadora visita. No podía quitarse de la cabeza el rostro del monje. Incluso en ese momento, en su estado de amargura, desdicha y congoja, Mina seguía viendo los ojos del hombre. No amaba al monje; no pensaba en él de ese modo en absoluto. Lo había mirado a los ojos y había visto que la conocía. Igual que la hembra de dragón.

«Estoy guardando secretos a mi señor —reconoció para sus adentros, consumida por la culpa—. No los secretos de los que me acusa, pero ¿acaso importa eso? Quizá debería contarle la verdad, decirle la razón por la que no puedo volver a la torre. Decirle que es la hembra de dragón la que me asusta. Ella y sus terribles enigmas.

Terribles porque no era capaz de resolverlos.

Pero el monje sí podía.

Chemosh no lo entendería. Se mofaría de ella o, lo que era peor, no le creería. Mina, que había matado a la poderosa Malys, ¿se asustaba de una vieja y prácticamente desdentada dragona del mar? Pero tenía miedo. El estómago se le encogía cada vez que evocaba la voz del reptil preguntando «¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes?».

Chemosh salió al gran salón y encontró a Krell que entraba en ese momento. Varios Predilectos deambulaban de aquí para allí sin propósito, algunos pidiendo cerveza y otros, comida. Unos pocos alzaron los ojos hacia el Señor de la Muerte, pero apartaron la mirada con desinterés. No prestaban la menor atención a Krell, que los maldecía y los amenazaba con el puño cerrado. Tampoco hacían caso los unos de los otros, y eso era lo más extraño.

—Daría igual si reúnes un ejército de gullys, mi señor —gruñó el Caballero de la Muerte—. Estos zopencos que has creado...

—Cállate —ordenó Chemosh porque, en ese momento, Mina bajaba la escalera.

Estaba muy pálida y era evidente que había llorado porque tenía los ojos enrojecidos y quedaba el rastro de las lágrimas en sus mejillas. Chemosh sintió un atisbo de remordimiento; sabía que había sido injusto con ella.

No creía realmente que hubiera robado artefactos sagrados y que se los estuviera ocultando. Había dicho eso para herirla. Necesitaba descargar su ira, hacerle daño a alguien.

Nada le salía bien. Ninguno de sus grandes planes estaba resultando como había esperado. Nuitari se reía de él, Zeboim se mofaba. Sargonnas, que era actualmente el dios más poderoso del panteón oscuro, lo comandaba por encima de él. La Sanadora, Mishakal, había ido a verlo recientemente hecha una furia y le exigió que destruyera a los Predilectos o se atuviera a las consecuencias. Él la había zaherido, naturalmente, y Mishakal se marchó tras advertirle que sus clérigos les habían declarado la guerra abierta a sus seguidores y que ella tenía intención de borrar de la faz de Krynn a todos sus discípulos.

No podría destruir fácilmente a sus Predilectos; ya se había ocupado él de que no resultara sencillo. Pero no tenía muchos seguidores vivos y ahora había empezado a darse cuenta de su valor.

Cavilaba sobre todo eso y sobre sus otros problemas, cuando Krell le dio un codazo de repente.

—Mi señor-susurró el caballero muerto—. ¡Fíjate en eso!

Los Predilectos, que sólo unos instantes antes deambulaban al tuntún por el salón hasta el punto de que algunos habían tropezado con el Señor de la Muerte y ni se habían dado cuenta, ahora se habían quedado inmóviles. Y callados. Tenían fija la atención en algo.

—¡Mina!

Algunos pronunciaron el nombre con tono reverente. —¡Mina!

Otros lo clamaron con angustia. —Mina...

Lo dijeran con admiración o en tono suplicante o con espanto, el nombre de la joven estaba en labios de todos los Predilectos.

Su nombre. No el de su dios, su señor. No el nombre de Chemosh.

Mina contemplaba, estupefacta, a la horda de Predilectos que se apiñaban en torno al hueco de la escalera, alzaban las manos hacia ella y clamaban su nombre.

—No —les dijo, desconcertada—. No vengáis a mí. No soy vuestro señor... Sentía la presencia de Chemosh, la sentía atravesándola como una lanza arrojada. Alzó la cabeza, angustiada, para buscar su mirada. La sangre se le agolpó en la cara, el sonrojo de la culpabilidad. —Mina, Mina... —Los Predilectos entonaban su nombre. —¡Bésame otra vez! —gritaban algunos. —¡Destrúyeme! —plañían otros.

Chemosh contemplaba la escena, estupefacto. —¡Mi señor! —La voz desesperada de Mina se elevó por encima del creciente tumulto. La joven bajó corriendo la escalera e intentó acercarse a él, pero los Predilectos se apelotonaron a su alrededor, desesperados por tocarla mientras le suplicaban o la maldecían.

Chemosh recordó una conversación oída casualmente entre Mina y el minotauro Galdar, que había sido su fiel amigo.

Puse en marcha un ejército de muertos-había, dicho Mina—. Luché contra dos poderosos dragones y los maté. Conquisté a los elfos y los sometí. Conquisté a los solámnicos y los vi huir de mí como perros apaleados. Hice de los caballeros negros una fuerza a la que se temiera y se respetara.

Todo en nombre de Takhisis, había contestado Galdar.

Quería que fuera en mi nombre...

Quería que fuera en mi nombre.

—¡Silencio! —resonó la voz de Mina en el salón—. Apartaos. No me toquéis.

Los Predilectos obedecieron la orden dada.

—Chemosh es vuestro señor —continuó la joven, y su mirada rebosante de culpabilidad se desvió hacia él, erguido al otro lado del salón—. Es él quien os hizo el regalo de una vida perdurable y yo sólo soy la portadora de su don. No olvidéis eso jamás.

Ninguno de los Predilectos habló; se quedaron apartados para dejarla pasar.

—Se cree muy lista —resopló Krell, desdeñoso—. Déjala que comande tu lastimoso remedo de ejército, mi señor.

El Caballero de la Muerte ignoraba lo cerca que había estado de acabar partido en dos y arrojado al olvido eterno. Sin embargo, Chemosh refrenó la ira.

Pasando rápidamente entre la muchedumbre de Predilectos, Mina apretó el paso para cruzar el salón y al llegar ante él se postró de rodillas.

—¡Mi señor, no te enfades conmigo, por favor! No saben lo que dicen...

—No estoy enfadado, Mina. —Chemosh la tomó de las manos y la hizo ponerse de pie—. A decir verdad, soy yo quien debería pedirte perdón, amor mío. —Le besó las manos y después los labios.

»Estos días estoy de mal humor y he descargado la frustración y la rabia contigo. Lo lamento.

Los ambarinos ojos de Mina relucieron de placer y —advirtió Chemosh— alivio.

—Mi señor, te amo muchísimo —musitó la joven—. Cree eso aunque no creas nada más.

—Lo creo —le aseguró él mientras le acariciaba el rojizo cabello—. Ahora vuelve a tus aposentos y ponte preciosa para mí. En seguida me reuniré contigo.

—No tardes, mi señor —contestó Mina y, tras darle un prolongado beso, se marchó.

Chemosh dirigió una mirada irritada a los Predilectos, que ahora que Mina se había ido deambulaban de nuevo de aquí para allí al buen tuntún. Ceñudo, le hizo un gesto perentorio a Krell.

El Caballero de la Muerte olió a sangre y acudió con presteza a su llamada.

—¿Qué ordenas, mi señor?

—Se trae algo entre manos y he de descubrir qué es. Vigílala, Krell, día y noche —encomendó Chemosh—. Quiero saber todo lo que hace, quiero oír cada palabra que pronuncia.

—Tendrás la información, mi señor.

—No ha de sospechar que la estamos espiando —advirtió el dios—, así que no puedes ir arrastrándote por ahí, repicando y haciendo ruido como un ingenio gnomo movido por vapor. ¿Podrás hacerlo, Krell?

—Sí, mi señor —le aseguró el Caballero de la Muerte.

Chemosh advirtió el brillo de apasionado odio que ardía en las cuencas vacías, y sus dudas se disiparon. Krell no había olvidado que Mina lo había pillado por sorpresa y lo había vencido en su propia torre, que había estado casi a punto de destruirlo. Tampoco olvidaría que los Predilectos habían obedecido sumisamente las órdenes de la chica mientras que hacían mofa de las suyas.

—Puedes confiar en mí, mi señor.

—Estupendo.