—Se trae algo entre manos y he de descubrir qué es. Vigílala, Krell, día y noche —encomendó Chemosh—. Quiero saber todo lo que hace, quiero oír cada palabra que pronuncia.
—Tendrás la información, mi señor.
—No ha de sospechar que la estamos espiando —advirtió el dios—, así que no puedes ir arrastrándote por ahí, repicando y haciendo ruido como un ingenio gnomo movido por vapor. ¿Podrás hacerlo, Krell?
—Sí, mi señor —le aseguró el Caballero de la Muerte.
Chemosh advirtió el brillo de apasionado odio que ardía en las cuencas vacías, y sus dudas se disiparon. Krell no había olvidado que Mina lo había pillado por sorpresa y lo había vencido en su propia torre, que había estado casi a punto de destruirlo. Tampoco olvidaría que los Predilectos habían obedecido sumisamente las órdenes de la chica mientras que hacían mofa de las suyas.
—Puedes confiar en mí, mi señor.
—Estupendo.
Mina estaba sentada enfrente de un espejo, en su cuarto, y se cepillaba el largo cabello rojizo. Vestía un atuendo de fina seda que su señor le había regalado. El corazón le latía de prisa, expectante ante el contacto con él, alegre con la certeza de que Chemosh aún la amaba.
Quería estar hermosa para él y fue entonces cuando se fijó en un collar de perlas negras que reposaba en la mesilla. Pensando en su señor, Mina alzó las perlas. Sin embargo fue la voz de Zeboim la que oyó, y se encontró con que la diosa estaba a su espalda.
—Es un collar encantado —dijo la diosa del mar—. Hará realidad el anhelo de tu corazón.
Mina se sintió incómoda.
—Majestad, gracias, pero tengo todo cuanto deseo. No hay nada que... Se interrumpió sin acabar la frase. Acababa de recordar que había algo que deseaba. Que ansiaba fervientemente.
—Las perlas re conducirán a una gruta. Dentro hallarás lo que anhelas. No tienes que darme las gracias, pequeña —añadió la diosa—. Disfruto haciendo felices a los mortales.
Zeboim hizo muchos aspavientos con el collar y lo colocó en el esbelto cuello de Mina de forma que las perlas lucieran en todo su esplendor.
—Recuerda quién hizo esto por ti, pequeña —le dijo Zeboim mientras desaparecía, dejando tras de sí un persistente olor a aire de mar fresco y vigorizante.
Chemosh entró en la habitación y encontró a Mina cepillándose el cabello.
—¿Qué...? —Se quedó mirándola fijamente—. ¿De dónde has sacado ese collar?
—Me lo ha dado Zeboim, mi señor —contestó ella, que no apartó la vista de su reflejo en el espejo mientras se cepillaba el pelo—. Nunca había visto perlas negras e irradian un brillo precioso, ¿verdad? Como un arco iris azabache. Me parecen preciosas.
—Pues a mí me parecen cagadas de conejo ensartadas en un hilo —dijo fríamente Chemosh—. Quítatelas.
—Me parece que estás celoso, mi señor.
—¡He dicho que te las quites! —ordenó el dios.
Mina suspiró y alzó las manos hacia el broche, de mala gana. Hurgó y forcejeó, pero fue incapaz de soltarlo. —Mi señor, si quisieras ayudarme...
Chemosh iba a arrancarle las perlas de un tirón, pero entonces se detuvo.
«¿Desde cuándo la Arpía del Mar hace regalos a los mortales? —se preguntó—. ¿Desde cuándo esa zorra egoísta hace regalos a nadie, ya puestos? ¿Por qué iba a traerle a Mina unas perlas? Aquí hay algo más de lo que parece a simple vista. Traman algo contra mí. Me he equivocado al hacer objeciones. He de actuar como si fuera el estúpido que obviamente creen que soy.»
Chemosh alzó el frondoso cabello de la joven y lo apartó a un lado. Rozó las perlas con las yemas de los dedos.
—Esto tiene magia —dijo en tono acusador—. Magia divina.
El reflejo de Mina en el espejo lo miró. En los ambarinos ojos brillaban lágrimas contenidas.
—Las perlas están encantadas, mi señor. Zeboim me dijo que harían realidad lo que ansia mi corazón. —La joven tomó su mano y se la besó.
»Sé que he perdido tu estima y haría cualquier cosa por conquistar de nuevo tu consideración. Cualquier cosa por recobrar lo que compartimos en otto tiempo. Tú eres lo que anhela mi corazón. ¡Me puse las perlas para complacerte, para recuperarte, mi señor!
Estaba tan hermosa, se mostraba tan contrita... Casi podía creer que de cía la verdad. Casi.
—Quédatelas —aceptó con aire magnánimo. Le quitó el cepillo y lo dejó un lado. La estrechó entre sus brazos—. Es un collar bonito, pero no tan be lio como tú, querida mía.
La besó y la muchacha se rindió a sus caricias. Y él se entregó al placer.
Podía permitirse el lujo de disfrutar de ella.
Ausric Krell observaba desde las sombras.
2
Mina durmió profundamente y pasó de un sueño a otro de forma ininterrumpida. Al despertar se encontró sola; Chemosh se había marchado en algún momento durante la noche, no estaba segura de cuándo.
Incapaz de volver a dormirse, Mina contempló cómo se colaba poco a poco la sombra gris del alba a través de la ventana mientras pensaba en Zeboim y el regalo de la diosa. El anhelo de su corazón.
No había mentido a Chemosh; él era lo que anhelaba su corazón, pero había algo más, otra cosa que deseaba tanto como el amor del dios. Algo que necesitaba y que quizá ansiaba más que su amor.
Apartó las mantas y se levantó de la cama. Dejó a un lado el vestido de seda y se puso otro de sencillo lino que había encontrado abandonado en las dependencias de la servidumbre, así como un par de zapatos de cuero. Confiaba en poder salir del castillo sin llamar la atención de Chemosh. Ya tenía preparada una disculpa por si se tropezaba con él. Sin embargo, no le gustaba mentir a su señor y confiaba en poder eludirlo, así como también a los Predilectos que, si la veían, empezarían con sus clamores de súplicas y lamentaciones.
Se echó por encima un grueso y cálido chal y se cubrió la cabeza. Salió del dormitorio y caminó sin hacer ruido por los pasillos, que seguían envueltos en la oscuridad.
Pensó en las mentiras dichas a su señor. Le había dicho la verdad cuando afirmó que lo amaba y que haría cualquier cosa por recobrar su afecto. Lo amaba más que a su vida. ¿Por qué mentirle por esto? ¿Por qué no contarle la verdad?
Porque un dios no lo entendería.
Mina ni siquiera estaba segura de que ella misma lo entendiera del todo. Goldmoon le había repetido hasta la saciedad que no importaba quiénes habían sido sus padres. Lo pasado, pasado estaba. Era el aquí y el ahora de su vida lo que importaba. ¿Qué más daba que su padre hubiese sido un pescadero y su madre la esposa de un pescadero?
—Pero ¿y si mi padre era un rey y mi madre una reina? —había discutido la pequeña Mina—. ¿Y si yo fuera una princesa? ¿También daría igual?
—Yo era princesa, Mina, y creía que eso importaba —había contestado Goldmoon con una sonrisa—. Cuando le abrí el corazón a Mishakal comprendí que los títulos carecen de sentido. Lo que somos a los ojos de los dioses es lo que realmente importa. O, más bien, lo que alberga nuestro corazón —había añadido con un suspiro porque, para entonces, hacía mucho tiempo que los dioses habían desaparecido.
Mina había intentado entenderlo, había procurado apartar de su mente toda idea sobre sus padres y lo había conseguido durante un tiempo. Después, naturalmente, le había preguntado al Dios Único, pero Takhisis le había dado la misma respuesta que Goldmoon, sólo que con mucha menos delicadeza. El Dios Único había considerado una debilidad ese anhelo de Mina, un cáncer que la devoraría a menos que se acabara con él rápida y brutalmente.
Tal vez era el espantoso recuerdo del castigo de Takhisis lo que hacía que Mina fuese reacia a hablar de ello con Chemosh. Era un dios. No podía entenderlo. Su secreto era muy pequeño. E inofensivo. Una vez que supiera la verdad se lo contaría y entonces, los dos, se reirían por el hecho de que fuera la hija de un pescadero.
Utilizando sólo escaleras secundarias y corredores ruinosos, Mina se encaminó hacia lo que anraño había sido la cocina y, desde allí, a una despensa donde los anteriores dueños del castillo almacenaban barriles de cerveza, barricas de vino, cestos de manzanas y de patatas, carnes ahumadas, bolsas de cebollas. Aún quedaba el rastro de buenos olores como si fueran fantasmas del pasado, pero eran tantos los fantasmas que revoloteaban por el palacio del Señor de la Muerte, que Mina apenas le prestó atención. Tenía hambre, pero no de comida.