No divisó nada, pero ahora tenía la seguridad de ir por buen camino, de modo que continuó. Su convencimiento se afirmó al descubrir señales en el suelo de que alguien más había pasado recientemente por allí. Vio una huella muy grande en un rodal de arena.
Mina empezó a pensar que debería haber llevado un arma. Siguió caminando, ahora con más cautela, aguzando oído y vista.
La gruta resultó estar tan bien disimulada que pasó ante la entrada sin darse cuenta. Únicamente cuando el siguiente paso le produjo la desalentadora sensación de que se había perdido cayó en la cuenta de que se le había pasado por alto alguna señal. Se volvió y escudriñó atentamente la pared del acantilado, pero siguió sin verla.
Finalmente, se aventuró alrededor de un amontonamiento de rocas y allí estaba la boca de la gruta, medio enterrada por el desprendimiento. Al acercarse se percató de que la gruta tenía que haber estado totalmente taponada en cierto momento. Se notaba que se habían retirado cascotes y se habían apilado a uno y otro lado. Por las apariencias, el trabajo se había realizado recientemente, pues el terreno despejado del desprendimiento de rocas todavía seguía húmedo.
Se detuvo delante la gruta. Ahora que había llegado allí dudaba si entrar o no. Era el sitio ideal para una emboscada al no estar visible desde las murallas del castillo. Si necesitaba ayuda nadie la vería ni la oiría. Recordó la huella de la bota grande, tres veces mayor que su propio pie.
Mina posó la mano sobre las perlas y notó su tranquilizadora calidez. Se había arriesgado a despertar la ira de su señor para ir hasta allí y ahora no podía echarse atrás.
La abertura era lo bastante amplia para que entraran juntos dos hombres corpulentos, pero el techo era bajo y tuvo que inclinar la cabeza y los hombros para pasar. Estaba en esa postura inclinada cuando, en alguna parte del interior, se oyó el ladrido de un perro.
El corazón le latió más de prisa por la excitación. El miedo se desvaneció. Había tenido presente al monje desde que se conocieron. Conservaba claro el recuerdo de su rostro; tanto que habría sido capaz de dibujarlo. Podía ver su cara delgada, de rasgos cincelados; los ojos grandes y tranquilos como agua oscura; la túnica anaranjada, del color sagrado de Majere y decorada con el símbolo de la rosa, le colgaba de los delgados y musculosos hombros y se le ceñía a la esbelta cintura con un cinturón. Todos y cada uno de sus movimientos, cada palabra pronunciada, eran controlados y disciplinados.
Y la perra negra y blanca, que contemplaba al monje como a su amo.
—Gracias, majestad —musitó Mina, que se llevó las perlas a los labios y las besó.
Entonces entró en la gruta.
Ausric Krell, con movimientos silenciosos y sigilosos, seguía a Mina a una distancia prudencial. Sorprendentemente, Krell era capaz de moverse en silencio y con sigilo cuando quería hacerlo. Al Caballero de la Muerte no le hacía gracia actuar furtivamente como un asqueroso ladrón arrabalero. Le gustaba hacer ruido con su armadura; el tableteo metálico significaba la muerte, infundía pavor en aquellos que lo oían llegar. Pero sabía cómo moverse con sigilo cuando era necesario. Al igual que su «vida», la armadura también era producto de la infausta magia, y aunque estaba vinculado para siempre a ella, podía hacer ruido con ella o no, a su antojo.
Krell habría sacrificado mucho más con tal de derribar a Mina de la posición privilegiada que ocupaba y desde la que lo contemplaba con sorna.
Mina nunca había ocultado que lo despreciaba por su traición a lord Ariakan. Y no sólo eso, sino que lo había vencido en combate y lo había humillado delante del Señor de la Muerte. Los Predilectos no le tenían respeto a él, ni siquiera cuando los cortaba en pedazos, pero Mina sólo tenía que mover el meñique y ellos la adulaban y clamaban su nombre.
Krell la habría matado en el acto, pero sabía que nunca saldría impune de eso. Chemosh estaría encolerizado con ella y la maldeciría, pero todavía se metía en su cama todas las noches. Por si fuera poco, Zeboim, su archienemiga, colmaba de regalos a esa chica. La diosa podría ofenderse si mataba a su favorita y, en consecuencia, no le quedaba más remedio que refrenarse, actuar con sutileza. Una tarea nada fácil, pero el odio podía mover montañas.
Ahora lo único que tenía que hacer era pillar a Mina en un acto de traición. Sabía por propia y triste experiencia lo que pasaba cuando uno encolerizaba a un dios y, mientras la seguía, Krell se recreaba al imaginar con todo lujo de detalles el tormento que Mina tendría que soportar. Era sorprendente cuánto tiempo podía seguir viva una persona después de destaparla.
Cuando Krell vio que Mina entraba en la gruta llegó a la conclusión de que iba a reunirse con un amante. Se acercó con precaución y se sintió inmensamente complacido al oír la voz de un hombre. Lo desconcertó en cierta medida el timbre agudo de otra voz que sonaba sospechosamente como la de un kender. Claro que, como había sido siempre su lema: Si tienes un capricho, dátelo.
Se frotó las manos enguantadas con regocijo y se deslizó hacia la entrada con la esperanza de oír con más claridad. Para su desilusión, descubrió que los sonidos que salían de la gruta llegaban apagados e ininteligibles. Eso no le preocupó; daba igual lo que estuviera ocurriendo realmente allí dentro. Siempre podía inventarse algo. El celoso Chemosh se creería lo peor a pies juntillas. Krell se puso en cuclillas para esperar a que Mina saliera.
3
Rhys perdió la noción del tiempo a bordo del barco minotauro. La singladura a través de las azotadoras olas de la noche, arrojados a las tormentas de la magia, parecía interminable. Los vientos aullaban entre los aparejos, las velas se hinchaban a reventar, la nave escoraba de un modo precario. El capitán bramaba y la tripulación vitoreaba y gritaba al viento, desafiante.
En cuanto a él, se pasó la oscura noche rezando. Rhys había dado la espalda al dios, pero su dios se había negado a darle la espalda a él. Se arrodilló en cubierta, gacha la cabeza en un gesto contrito y avergonzado, húmedas las mejillas por las lágrimas, y le pidió perdón. Aunque la noche y el fantasmal viaje fueron horribles, él se sintió en paz.
Llegó el nuevo día y el barco navegó fuera del mar de magia para posarse sobre aguas calmas. El capitán minotauro sacó al tembloroso kender y a la desmadejada perra de las jaulas y se los entregó a sus tripulantes. Miró a Rhys, que seguía arrodillado en cubierta.
—Has estado rezando, imagino —dijo con un aprobador asentimiento de cabeza—. Bueno, hermano, tus plegarias han sido escuchadas. Saliste sano y salvo de la noche.
—Ciertamente, señor —repuso Rhys en tono quedo, y se puso de pie. Los minotauros los metieron en el bote sin contemplaciones y los llevaron hasta un lugar de desembarco desconocido. Rhys miró el agua de mar, que tenía el color de la sangre. Alzó la vista hacia un sol que salía sobre el mar y la comprensión le llegó como un impacto. A lo largo de la tumultuosa noche el barco había navegado a través del tiempo y el espacio y ahora se hallaban al otro lado del continente.
Divisó un castillo fortificado que se recortaba contra un cielo donde las estrellas se desvanecían, pero eso fue todo lo que alcanzó a ver antes de que los minotauros lo sacaran del bote y lo arrastraran por una playa húmeda y sobre unas dunas hasta la cara de un acantilado.
Una vez que llegaron al punto donde se había producido un desprendimiento de rocas, los minotauros tiraron a Rhys, al kender y a la perra al suelo y se pusieron a levantar enormes piedras y a arrojarlas a un lado. No entendía su lenguaje, pero oyó las palabras «gruta» y «Zeboim» y tuvo la impresión, a juzgar por su actitud silenciosa y reverente, que detrás del desprendimiento había algún tipo de santuario de la diosa del mar.
Finalmente, los minotauros despejaron parte del derrumbamiento y entraron en la gruta; a Rhys lo dejaron fuera con un guardia. El monje oyó golpes y martilleos y entrechocar de hierro. Los minotauros regresaron, levantaron a Rhys y lo echaron dentro, junto con Beleño y Atta.