De la pared colgaban cadenas sujetas a argollas de hierro que acababan de clavar en el muro de piedra. Trabajando con la escasa luz que penetraba en la gruta, los minotauros encadenaron a Rhys y a Beleño, dejaron en el suelo una bolsa con algo de comida y un cubo de agua, y se marcharon sin decir palabra ni responder a las preguntas de Rhys.
Las cadenas terminaban en pesados grilletes que se ceñían a los tobillos y las muñecas, y eran lo bastante largas para permitir a Rhys y a Beleño ciertos movimientos, como tenderse en el suelo de piedra o ponerse de pie y caminar cuatro o cinco pasos.
Traumatizada por los acontecimientos ocurridos a bordo del barco, Atta estaba tan temblorosa que no podía incorporarse. Se tumbó sobre el costado y yació, jadeante, en el suelo de la caverna. Exhausto, Rhys tomó a la aterrada perra en sus brazos e hizo todo lo posible para tranquilizarla. Beleño tenía las ropas empapadas y en la gruta hacía frío, por lo que se había acurrucado en un lastimoso ovillo y se daba palmadas en los brazos en un intento de entrar en calor.
—Esos minotauros no eran fantasmas, Rhys —dijo el kender—. Al principio pensé que tal vez lo eran, pero no. Eran tremendamente reales. Demasiado, diría yo. —Se frotó el hombro que le había pellizcado uno de los minotauros—. Lo voy a tener negro y morado durante un mes.
No tuvo respuesta y Beleño vio que Rhys se había quedado dormido, sentado y con la espalda recostada en la pared de piedra.
—Supongo que aparte de dormir poco más se puede hacer —se dijo Beleño, que cerró los ojos con la esperanza de que al despertarse todo aquello resultara ser un sueño y que se encontraría en la posada El Ultimo Hogar el día que había buñuelos de pollo de menú...
Rhys se despertó de repente, sacado de su sueño por un intenso rayo de sol que le daba directamente en la cara. La luz iluminaba la gruta y pudo ver al fondo, a unos pasos de distancia, un altar excavado en la roca. El altar se hallaba cubierto de polvo y aparentemente llevaba mucho tiempo abandonado. Las paredes rocosas aparecían adornadas con frescos, pero los colores estaban tan desvaídos que era imposible discernir qué habían representado. Una enorme caracola adornaba el altar.
Beleño yacía en el suelo, a su lado, y Atta se había enroscado entre sus piernas. Y contra una de las paredes se encontraba apoyado el bastón, a cierta distancia. Siguiendo órdenes de su capitán, los minotauros habían llevado el cayado envuelto en un trozo grande de cuero. Se lo habían dejado allí, pero fuera de su alcance.
La gruta en la que estaban prisioneros era de forma circular, de unos veinte pasos de diámetro. El techo era lo bastante alto para que los minotauros hubieran estado de pie sin necesidad de inclinarse, aunque Rhys recordaba que las corpulentas bestias habían tenido dificultades para entrar por el angosto acceso que desembocaba en esa cámara.
El aire fresco penetraba en la gruta por un respiradero. Rhys no recordaba haber visto otros pasadizos, pero reconocía que había estado exhausto para prestar mucha atención a lo que lo rodeaba.
Atta se despertó reanimada, se incorporó de un salto y miró a Rhys con expectación, moviendo la cola, lista para que el monje dijera que iban a salir de allí camino de la calzada. Rhys se puso de pie con movimientos agarrotados y en medio del tintineo de las cadenas. El ruido asustó a la perra, que se apartó de un brinco cuando las cadenas se arrastraron por el suelo de piedra. Luego, cautelosamente, avanzó a rastras para olisquear las cadenas y observó, sorprendida y desconcertada, que Rhys cruzaba el suelo de piedra, entumecido, hacia el cubo de agua.
Los minotauros habían dejado una taza de hojalata para coger agua del cubo y beber. Rhys le dio agua a la perra y después bebió él. Tenía cierto regusto salobre, pero le quitó la sed. Echó un vistazo a la bolsa de comida, pero olía a rancio y decidió que no tenía apetito. Regresó a su sitio caminando con dificultad y se sentó recostado en la pared rocosa.
Atta seguía de pie y lo miraba fijamente. Lo empujó con el hocico.
—Lo siento, chica —dijo el monje mientras le rascaba las orejas. Luego le enseñó las manos encadenas por los grilletes a pesar de saber que el animal no entendería—. Me temo que...
Despertando con un aterrado jipido, Beleño se incorporó bruscamente y miró a su alrededor.
—¡Nos hundimos! —chilló—. ¡Nos vamos a pique!
—Beleño —llamó Rhys con firmeza—, estás a salvo, ya no nos encontramos en el barco.
A Beleño le costó unos segundos asimilar aquello. Volvió a mirar en derredor y contempló la gruta, perplejo, antes de bajar la vista a las manos. Sintió el peso de los grilletes y oyó el tintineo de las cadenas; entonces soltó un suspiro de contento.
—¡Vaya, una prisión! ¡Qué alivio!
—¿Por qué te parece un alivio que sea una prisión? —preguntó el monje, que no pudo evitar sonreír.
—Porque es un lugar seguro y está sobre suelo sólido —repuso Beleño mientras palmeaba el piso rocoso con gesto agradecido—. ¿Dónde hemos venido a parar?
Rhys hizo una pausa para pensar cómo decírselo, pero decidió que sería mejor no andarse por las ramas.
—Creo que estamos en la costa del Mar Sangriento.
—El Mar Sangriento. —Beleño lo miró boquiabierto.
—Eso creo. Aunque no puedo afirmarlo rotundamente, claro.
—El Mar Sangriento —repitió el kender—. ¿El que hay al otro lado del continente? —Dio énfasis a las palabras «al otro lado».
—¿Es que hay más de un Mar Sangriento? —preguntó Rhys.
—Quién sabe, podría ser. Agua rojiza, del color de la sangre, y...
—...y el sol saliendo sobre ella —concluyó Rhys—. Todo lo cual me llevó a la conclusión de que estamos en la costa este de Ansalon.
—Bueno, así me convierta en un sucio perro amarillo —musitó Beleño—. Sin ánimo de ofender —añadió al tiempo que palmeaba a Atta. Dejó pasar unos segundos mientras asumía todo aquello y después, olisqueando el aire, localizó la bolsa y se animó su expresión—. Al menos no van a dejar que nos muramos de hambre. Veamos qué hay de desayuno.
Se puso de pie y, de golpe e inadvertidamente, volvió a sentarse.
—¡Cómo pesan! —gruñó, refiriéndose a los grilletes.
Volvió a intentarlo, esta vez levantándose despacio, y luego arrastró los pies y tiró con los brazos para mover las cadenas. Consiguió llegar a la bolsa, pero le costó lo suyo el esfuerzo y tuvo que parar allí para descansar. Abrió la bolsa y miró dentro.
—Cerdo salado. —Torció el gesto y añadió con tristeza-: Espero que no fuera mi vecino de jaula, el que tenía al lado. Puede decirse que él, Atta y yo nos hicimos amigos, más o menos. —Hizo intención de meter la mano en la bolsa—. Con todo, convertirse en panceta es el destino de un cerdo, supongo. ¿Tienes hambre, Rhys?
Antes de que el monje tuviera tiempo de responder, Atta se puso a ladrar.
—Hay alguien ahí fuera —previno Rhys—. Quizá deberías sentarte. —Pero nos dejaron alimento para comer —arguyó Beleño—. A lo mejor se molestan si no lo probamos. —Beleño, por favor...
—Oh, está bien. —El kender desanduvo el camino hacia su sitio junto al muro y se acuclilló.
—¡Atta, calla! —ordenó el monje—. ¡Ven aquí!
La perra se tragó los ladridos y volvió a su lado para tumbarse, si bien permaneció alerta, tiesas las orejas y el cuerpo en tensión, presta para saltar. Mina entró en la cueva.
Rhys ignoraba qué había esperado ver —a Zeboim, al capitán minotauro o a uno de los Predilectos— pero no a ella. La miró sin salir de su asombro.
La joven, por su parte, también lo miró de hito en hito. La luz en el interior de la pequeña cámara había aumentado considerablemente a medida que el sol ascendía en el cielo, pero a pesar de todo Mina tardó unos segundos hasta que los ojos se le acostumbraron a la penumbra de la gruta.