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Rhys cayó en la cuenta de que el alguacil debía de haberle estado hablando todo ese tiempo.

—Perdona, Gerard, mis pensamientos tomaron un curso y no daba con el camino de vuelta. ¿Me decías algo?

—Te preguntaba si has vuelto a ver a esa lunática que aparentemente se cree con derecho a encerrarse en mi prisión o salir de ella cuando le apetece.

—¿Está allí ahora? —preguntó el monje, alarmado.

—No lo sé —replicó secamente Gerard—. No he mirado en los últimos cinco minutos. ¿Qué sabes sobre ella?

Rhys tomó una decisión. Aunque todavía había muchas cosas turbias, la señal del dios parecía muy clara. El alguacil era un hombre en el que podía confiar. ¡Y los dioses sabían que necesitaba confiar en alguien! No podía seguir cargando solo con esa responsabilidad.

—Te lo explicaré todo, Gerard. Al menos todo aquello que se puede explicar.

—Que no es mucho —masculló Beleño.

—En este momento, agradeceré cualquier aclaración por pequeña que sea —manifestó Gerard con el corazón en la mano.

La explicación quedó aplazada durante un rato. El agua salada que formaba una costra en su piel empezó a picarles, así que los dos, Rhys y Beleño, decidieron bañarse en el lago Crystalmir. La diosa del mar, habiendo recobrado a su hijo, se había dignado generosamente quitar la maldición que le había echado y el lago había recuperado su estado de cristalina pureza. Los peces muertos que sofocaban sus aguas se habían retirado en carros y se habían echado en los campos como nutrientes de las cosechas, si bien la pestilencia aún no había desaparecido del todo y los dos se lavaron lo más de prisa posible. Después de asearse, Rhys limpió la sangre y la sal de su túnica mientras Beleño restregaba sus ropas. Gerard les proporcionó indumentaria para que se pusieran mientras las suyas se secaban al sol.

Mientras se bañaban, el alguacil guisó un pollo en caldo condimentado con cebollas, zanahorias, patatas y algo que llamó su propio ingrediente especial secreto: clavo.

La casa de Gerard era pequeña pero cómoda. Estaba construida en el suelo, no en las ramas de uno de los famosos vallenwoods de Solace.

—Sin intención de ofender a los que moran en los árboles —aclaró el alguacil mientras repartía el pollo con un cucharón en platos y se los ofrecía a sus invitados—, me gusta vivir en un sitio donde si resulta que soy sonámbulo no me romperé el cuello.

Le dio a Atta un hueso de vaca y la perra se acomodó sobre los pies de Rhys para roerlo, satisfecha. El cayado del monje se encontraba en el rincón junto a la chimenea.

—Es tu... ¿Cómo lo has llamado? —preguntó Gerard.

—Emmide.

Rhys pasó la mano por la madera. Recordaba cada imperfección, cada bulto y cada nudo, cada muesca y cada corte que el emmide había ido recopilando a lo largo de más de quinientos años de proteger a los inocentes.

—El cayado es imperfecto, pero el dios lo ama —susurró—. Majere podría tener una vara del mismo metal mágico con el que se forjan las Dragonlances, pero su bastón es de madera, simple madera defectuosa. A pesar de esas imperfecciones, jamás se ha quebrado.

—Si estás diciendo algo importante, hermano, entonces habla en voz alta —dijo Gerard.

Rhys echó otra lenta mirada a la vara y después volvió a su silla.

—El bastón es mío —dijo—. Gracias por guardármelo.

—No es gran cosa por su aspecto —comentó Gerard—. Sin embargo, tú pareces darle importancia. —Esperó a que Rhys se tragara la cucharada de guiso y entonces añadió suavemente—: Bien, hermano, oigamos tu historia.

El kender sostenía un trozo de pan en una mano y una pata de pollo en la otra. Alternaba bocados a uno y a otro y los engullía atropelladamente, tanto que en cierto momento se atragantó.

—Despacio, kender. ¿Qué prisa tienes? —le dijo Gerard.

—Temo que no nos quedemos mucho tiempo aquí —masculló Beleño, al que le escurría salsa barbilla abajo.

—¿Y eso por qué?

—Porque no nos vas a creer. Te doy unos tres minutos para que nos saques de un empellón por la puerta.

El alguacil frunció el entrecejo y se volvió hacia Rhys. —¿Y bien, hermano? ¿Os voy a echar de aquí?

El monje guardó silencio un momento mientras se preguntaba por dónde empezar.

—¿Recuerdas que hace unos cuantos días te planteé una pregunta hipotética? ¿Que qué dirías si te contaba que mi hermano era un asesino? ¿Te acuerdas de eso?

—¡Pues claro! —exclamó Gerard—. A punto estuve de encerrarte por no informar de un asesinato. Algo sobre tu hermano Lleu que había matado a una chica... Lucy Ruedero, ¿no es así? Hablabas como si lo dijeras en serio, hermano. Te habría creído si no hubiese visto a Lucy con mis propios ojos esa misma mañana, viva como tú. Y mucho más guapa.

—¿Has vuelto a verla desde entonces? —Rhys miró al alguacil con intensidad.

—No, qué va. Pero sí vi a su esposo. —Gerard puso un gesto sombrío—. O lo que quedaba de él. Troceado con un hacha y los pedazos metidos en un saco que apareció tirado en el bosque.

—¡Los dioses nos asistan! —exclamó Rhys, horrorizado.

—A lo mejor dijo que no quería servir a Chemosh —sugirió lúgubremente Beleño—. Como tus compañeros monjes.

—¿Qué monjes? —demandó Gerard.

—¿Dices que Lucy ha desaparecido? —preguntó a su vez Rhys.

—Aja. Le dijo a la gente que ella y su marido se iban de la ciudad para visitar un pueblo vecino, pero hice averiguaciones. Lucy no regresó, por supuesto, y ahora sabemos lo que le ocurrió a su esposo.

—¿Hiciste averiguaciones sobre ellos? —preguntó el monje, sorprendido—. Creía que no me habías tomado en serio.

—Al principio no lo hice —admitió Gerard, que se recostó cómodamente en la silla—. Pero después de que encontramos el cadáver de su marido me puse a pensar. Como te dije durante esa misma conversación, no eres muy hablador, hermano. Tenía que haber alguna razón para que dijeras lo que dijiste, de modo que, cuanto más pensaba en ello, menos me gustaba. Combatí en la Guerra de los Espíritus, luché contra un ejército de fantasmas. No me habría creído algo así si alguien me lo hubiera contado. Mandé a uno de mis hombres a ese pueblo para ver si podía encontrar a Lucy.

—Deduzco que no dio con ella.

—Nadie sabía nada de la chica en el pueblo. Al final resultó que ni se había acercado por allí, además de no ser la única que desapareció. Hemos tenido una racha de gente joven desaparecida. Dejan casa, familia y trabajos bien remunerados sin una palabra. Una pareja joven, Timoteo y Gerta Curtidor, abandonó a su bebé de tres meses, un niño al que ambos querían entrañablemente. —Echó una mirada de soslayo a Beleño—. Así que no tienes que embucharte la comida, kender. No voy a echaros a la calle.

—Es un alivio —contestó Beleño al tiempo que se limpiaba las migas caídas en la camisa prestada. Echó mano a una manzana.

—Y ya no digamos vuestra misteriosa desaparición de la celda de la cárcel —añadió el alguacil—. Pero empecemos por Lucy y Lleu, tu hermano. Afirmas que él la mató...

—Lo hizo —corroboró sosegadamente Rhys, que de repente se sentía muy aliviado, como si se hubiera quitado un gran peso de encima—. La asesinó en nombre de Chemosh, Señor de la Muerte.

Gerard se sentó derecho y se echó hacia adelante para mirar al monje a los ojos.

—Estaba viva cuando la vi, hermano.

—No, no lo estaba —replicó el monje—, y tampoco lo está mi hermano. Ambos estaban... están... muertos.

—Tan muertos como mi abuela —intervino Beleño, que dio un mordisco a la manzana con aire satisfecho. Se limpió el jugo con el envés de la mano—. Se nota en los ojos.

—Será mejor que empieces por el principio, hermano —pidió Gerard, que sacudió la cabeza, confuso.

—Ojalá pudiera—musitó Rhys.

4

Verás, alguacil, no sé dónde empieza la historia —explicó Rhys—. Es como si la historia me hubiese encontrado a mí cuando iba por la mitad. Eso ocurrió cuando mi hermano, Lleu, fue de visita al monasterio. Lo llevaron nuestros padres porque se estaba desmandando, se iba de juerga, frecuentaba malas compañías. No vi en ello nada más que el ímpetu y la irreflexión de la juventud. En realidad estaba ciego. El maestro de nuestra orden y Atta vieron claramente lo que yo no supe captar: que a Lleu le pasaba algo muy malo.