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Rhys esperó pacientemente a que el kender terminara sus divagaciones metafísicas. Cuando Beleño se hartó de hablar y se dispuso a jugar a «roca, paño y cuchillo» con Atta, el monje dijo:

—Puedes sacar las manos de los grilletes estrujándolas un poco, ¿verdad?

—El paño cubre la roca. Has perdido otra vez, Atta. —El kender fingió no haberlo oído.

—Beleño... —insistió Rhys.

—No nos interrumpas, Rhys. Este juego es muy serio. —Beleño, sé que... —lo intentó de nuevo el monje.

—¡No, no lo sabes! —gritó el kender, que asestó una mirada furiosa a su amigo. Se centró de nuevo en el juego y dio un manotazo a la perra en la pata—. Eso es trampa. ¡Has cambiado de parecer a la mitad! Dijiste «roca» la primera vez...

Rhys guardó silencio.

Beleño siguió echándole miradas ceñudas de reojo al tiempo que rebullía, incómodo. Siguió jugando, pero olvidó qué había elegido, si roca, paño o cuchillo, y eso creó confusión en el juego.

—¡Vale, está bien! —gritó de repente—. Es posible que los grilletes de las muñecas estén un poco holgados. —Bajó la vista a los pies y la expresión le cambió a otra alegre.

«¡Pero jamás podría sacar los pies de los grilletes que tengo en los tobillos!

—Claro que podrías —lo contradijo Rhys— Si te untas un poco de grasa del cerdo salado, sí.

—Me estropearía las botas —objetó el kender, que frunció los labios con gesto de fastidio.

Rhys le miró las botas. Dos sonrosados dedos del pie le asomaban por sendos agujeros en las suelas.

—Cuando oscurezca, te sueltas de los grilletes, coges a Atta y os marcháis —dijo.

—Sin ti, no. —El kender hizo hincapié sacudiendo la cabeza—. Usaremos la grasa para sacarte las manos y...

—Los grilletes me ciñen las muñecas muy justos y aún más justos me están en los tobillos. No puedo escaparme, pero tú y Atta sí.

—¡No me obligues a marcharme! —suplicó Beleño.

Rhys rodeó los hombros del kender con el brazo.

—Eres un amigo bueno y leal, Beleño, el mejor amigo que he tenido en mi vida. Tu sabiduría me hizo volver con mi dios. Mírame.

Beleño alzó la cara. Las lágrimas le mojaban las mejillas.

—Yo puedo soportar el dolor —dijo el monje—. No le temo a la muerte, porque Majere me espera para recibirme. Lo que no podría soportar sería veros sufrir a vosotros dos. Morir me será mucho más fácil sabiendo que tú y Atta estáis a salvo. ¿Querrás hacer este último sacrificio por mí, Beleño?

El kender tuvo que tragar saliva varias veces para poder hablar.

—Sí, Rhys —dijo con aire desdichado.

Atta miraba a su amo, y fue una suerte que no entendiera lo que Rhys decía, porque se habría negado en redondo a obedecer.

—Estupendo. Ahora creo que deberías comer y beber algo, y luego dormir un rato.

—No tengo hambre —masculló Beleño.

—Yo sí —manifestó el monje—. Y sé que Atta también.

Al mencionar la comida, la perra se lamió el hocico y se puso de pie al tiempo que movía la cola.

—Creo que quizá tú también tengas hambre —añadió Rhys, sonriente.

Bueno, un poco —admitió el kender que, con un suspiro apesadumbrado, sacó las manos de los grilletes y se acercó, acompañado por el ruido metálico de las cadenas, a la bolsa donde estaba el cerdo salado.

5

El océano borbotaba al paso majestuoso de Zeboim, que abordó el barco minotauro rodeada por espuma. El capitán le hizo una profunda reverencia, y los tripulantes se llevaron la mano a la peluda frente.

—¿Dónde os dirigís, oh, Gloria de Glorias? —preguntó sumisamente el capitán.

—Al templo de Majere —dijo la diosa.

El capitán se frotó el hocico y la miró con aire de disculpa.

—Me temo que no sé...

—Está en alguna montaña en algún sitio —dijo Zeboim al tiempo que agitaba la mano—. Se me ha olvidado el nombre. Yo os guiaré. Y daos prisa.

—Sí, Gloria de Glorias. —El capitán hizo otra reverencia y luego empezó a impartir órdenes a voces, y la tripulación corrió a trepar por las jarcias.

Zeboim alzó las manos, invocó al viento y las velas se hincharon.

—Norte —indicó, y las olas crecieron bajo la proa cuando el viento impulsó al barco por encima del agua y a las nubes.

Los vientos de la voluntad de la diosa condujeron su barco a través del éter espumeante bajo la quilla y la llevaron a un reino remoto que no aparecía en ningún mapa de Krynn porque pocos mortales lo habían visto jamás o sabían de su existencia. Los que sí lo conocían no necesitaban hacer un mapa porque sabían dónde estaba.

Era una tierra de elevadas montañas y profundos valles. En las altísimas montañas no crecía nada y los valles eran tajos abiertos en la roca con un puñado de herbosos montículos dispersos y alguno que otro pino raquítico o abeto torcido por el viento. Los nómadas que habitaban esta desolada región vagaban por las montañas con sus hatos de cabras y llevaban una vida dura.

A medida que la diosa se acercaba a su punto de destino, envolvió el barco en nubes por miedo a que Majere, que era un dios solitario y huraño, descubriera que llegaba y se fuera antes de que hubiese podido hablar con él.

—Clemente señora, esto es una locura —dijo el capitán minotauro, que echó una mirada angustiada por encima de la proa. Cada vez que las nubes se abrían un poco, veía que su barco flotaba peligrosamente cerca de picos dentados y cubiertos de nieve—. ¡Nos estrellaremos contra una montaña y ése será nuestro fin!

—Ancla aquí —ordenó Zeboim—. Estamos cerca de mi destino y lo que queda de viaje lo haré sola.

El capitán obedeció más que contento, puso el barco al pairo y flotaron entre las nubes.

Envolviéndose en una bruma gris que se ciñó a su alrededor como un manto de seda, Zeboim descendió a la ladera de la montaña y buscó la morada de Majere. Hacía eones que no iba allí y había olvidado el punto exacto de su emplazamiento. Llegó a una meseta que abarcaba la distancia entre dos picos y le pareció que el sitio le era familiar, por lo que alzó el velo de niebla con las dos manos y escudriñó en derredor. Entonces esbozó una sonrisa de satisfacción.

Una sencilla casa construida con la esencia del tiempo y de líneas austeras y elegantes se alzaba en la meseta. Además de la casa había un patio pavimentado y un jardín, todo ello rodeado por un muro que el dueño había levantado piedra a piedra con sus propias manos. Esas mismas manos habían construido la casa y se ocupaban del jardín.

—Dioses, me volvería loca como un pez globo si estuviera atrapada aquí sola —masculló Zeboim—. Nadie que te escuche cuando hablas. Nadie que obedezca tus órdenes. Ninguna vida mortal que enredar y manejar. Excepto... que eso no es totalmente cierto, ¿verdad, amigo mío? —Zeboim esbozó una mueca cruel, sarcástica, aunque luego sufrió un escalofrío.

»Pero ¿te das cuenta? ¡Llevo aquí sólo unos segundos y ya estoy hablando sola! Lo siguiente será ponerme a cantar y a pavonearme de aquí para allí mientras sacudo las manos y hago sonar campanillas. Ah, ahí estás.

Encontró a su presa sola en el patio, donde realizaba lo que parecía ser algún tipo de ejercicio o quizá una lenta y sinuosa danza. A despecho del intenso frío, que hacía dar diente con diente a la diosa del mar, Majere llevaba el torso al aire e iba descalzo, y sólo se cubría con unos pantalones holgados atados a la cintura con un ceñidor de tela. El cabello, de color gris acerado, lo llevaba tejido en una trenza que le llegaba a la cintura. Tenía la mirada ensimismada, cuerpo y mente fundidos en uno mientras se movía con la música de las esferas.

Zeboim se lanzó en picado como un cormorán que se zambulle en el agua y aterrizó justo delante de él.

La diosa del mar supo que Majere era consciente de su presencia por el levísimo parpadeo de sus ojos. Quizá estaba al tanto de su aparición desde hacía rato, pero tampoco lo podía asegurar porque él no se dio por enterado de su llegada, ni siquiera cuando dijo su nombre.