Zeboim esperó al tiempo que se frotaba los brazos y pateaba el suelo.
Majere seguía con movimientos con los que se deslizaba sobre las heladas losas del pavimento, el semblante inexpresivo, inescrutable.
—¡Guarda tu secreto, pues! —gritó Zeboim en tono desapacible—. No tendrás ningún problema para conseguirlo porque tu pobre monje preferirá morir antes que revelarlo. ¡Huy, se me olvidaba! —Dio una palmada—. ¡No puede desvelarlo porque no lo sabe! Será torturado para sacarle una información que no tiene, así que no podrá decirlo. Qué broma tan maravillosa a costa del pobre tipo. ¡Eso le enseñará de qué vale poner su fe en un dios como tú!
Dejando tras de sí una estela de niebla y bruma, Zeboim se marchó ofendida. Regresó al barco y ordenó a los minotauros que zarparan rápidamente y pusieran rumbo a climas más cálidos.
En el patio, Majere intentó proseguir con el ritual, pero le fue imposible. La mente tenía que estar serena para meditar, y la suya se hallaba sumida en el caos.
—Paladine —musitó—, tu cuerpo mortal no puedo oírme, pero quizá tu alma sí. Te he fallado y te pido perdón. Trataré de rectificar. «Aunque me temo que ya es demasiado tarde.
6
Chemosh se encontraba en las almenas del Castillo Predilecto (estaba considerando seriamente cambiarle el nombre) y observaba a Mina que corría por la playa. Se volvió y casi tropezó con Ausric Krell. Chemosh maldijo y retrocedió. —¿Qué te propones al acercarte a mí con tanto sigilo? —Fuiste tú quien me ordenó que fuese discreto —replicó malhumorado Krell.
—¡Al seguir a Mina, olla sopera andante! Cuando estés cerca de mí puedes tintinear y meter tanto ruido como quieras. ¿Y bien? —añadió tras una pausa—. ¿Qué nuevas traes?
—Tenías razón, mi señor-contestó Krell, exultante—. ¡Fue a reunirse con Zeboim!
—¿No con un amante? —inquirió Chemosh, estupefacto.
El Caballero de la Muerte comprendió que había cometido un error.
—Eso también —agregó con premura—. Mina fue a reunirse con la Arpía del Mar y con un amante. —Se encogió de hombros—. Probablemente algún sacerdote de Zeboim.
—¿Probablemente? —repitió Chemosh, ceñudo—. ¿Es que no lo sabes? ¿No lo viste?
Krell se puso nervioso.
—Yo... eh... Difícilmente podía hacer tal cosa, mi señor. Zeboim se encontraba allí y... Imagino que no querrías que supiera que estábamos espiando...
—Lo que quieres decir es que no querías que ella supiera que debajo de toda esa armadura de acero se esconde un redomado cobarde. —El dios echó a andar hacia la torre de la escalera—. Ven. Me enseñarás dónde se halla ese amante. Tendré mucho gusto en conocerlo.
Krell se encontraba en un dilema. Su historia era verosímil... de momento. Pero no había metido al kender y al perro que, cuanto más pensaba en ello, menos veía que pudieran respaldar su cuento sobre amantes y citas clandestinas. Luego estaba la libertad que se había tomado en la sucesión de los hechos; Zeboim había llegado, pero lo había hecho después de que Mina se hubiera marchado, algo que sonaba raro entre dos supuestos conspiradores.
—¡Espera, mi señor! —llamó con urgencia.
—¿A qué? —Chemosh se volvió a mirarlo con impaciencia.
—A... la caída de la noche —contestó Krell, salvado por la inspiración—. Oí a Mina decirle a ese hombre que regresaría a su lado por la noche. Podríamos pillarlos in fraganti —añadió, seguro de que eso sería del agrado de su señor.
Chemosh se había puesto muy pálido y abría y cerraba las manos debajo del andrajoso encaje de los puños. El viento le enredaba el cabello desgreñado.
—Tienes razón —dijo con una voz carente de matices.
Krell soltó un enorme suspiro de alivio, aunque lo hizo para sus adentros. Saludó a su señor y giró sobre sus talones. Regresaría a la cueva para asegurarse de que cuando Chemosh llegara allí encontrara lo que le había dicho.
—Krell —llamó bruscamente Chemosh—, estoy aburrido, ven a jugar al khas conmigo. Así me quitará algunas cosas de la cabeza.
El Caballero de la Muerte encorvó los hombros. Detestaba jugar al khas con Chemosh. Para empezar, el dios siempre ganaba, cosa nada difícil cuando uno puede ver de golpe todos los movimientos posibles y todos los resultados posibles. En segundo lugar, tenía cosas urgentes de las que ocuparse en la gruta, como un kender y un perro a los que despachar.
—Me encantaría disputar una partida contigo, mi señor, pero he de entrenar a los Predilectos. ¿Por qué no retozas un poco con Mina? No estaría de más sacarle provecho a tu dinero...
Krell comprendió mientras hablaba que había metido la pata. Se habría tragado las palabras y, de paso, a sí mismo, pero ya era demasiado tarde para eso. Los oscuros ojos de Chemosh tenían una expresión que hizo que el Caballero de la Muerte deseara reptar dentro de la armadura y no volver a salir jamás.
Se produjo un terrible silencio y después Chemosh habló fríamente. —De ahora en adelante Mina entrenará a los Predilectos y tú jugarás al khas.
—Sí, señor —farfulló Krell.
El Caballero de la Muerte siguió con pasos pesados a Chemosh por la escalera hasta el salón. Puede que él hubiera caído en desgracia, pero tenía un consuelo: ahora no querría estar en las botas de Mina ni por todo lo que el cielo o el Abismo pudieran ofrecerle.
Mina se dio un baño en el océano aunque no fue de forma intencionada. Las olas que la ira de Zeboim había levantado cubrieron la franja de arena que se extendía desde el espigón rocoso hasta el acantilado donde se alzaba el castillo. El agua no era profunda y la fuerza de las olas se rompía en las rocas. Mina era buena nadadora y disfrutó con el ejercicio, que le calentó los músculos y le liberó la mente, obligándola a reconocer la desagradable verdad.
Creía al monje. Él no mentía. Conocía a los hombres y ése era de los que no sabían mentir. Le recordaba en cierto modo a Galdar, su oficial y leal amigo. También Galdar había sido incapaz de decir una mentira ni siquiera sabiendo que ella la habría preferido a la verdad. Con una punzada de remordimiento, se preguntó qué sería de Galdar. Esperaba que todo le fuera bien. De repente sintió el deseo de verlo. Durante un instante quiso que estuviera allí y le dijera que todo saldría bien.
Saliendo del mar, se escurrió el agua del cabello y de la empapada ropa y dejó de desear lo imposible. Tenía que decidir qué hacer con el monje. Ahora no la conocía, pero la había conocido cuando se habían encontrado la primera vez. En sus ojos había visto que la reconocía, lo que ocurría era que se había olvidado o había sucedido algo que lo había hecho olvidar.
Una forma de recuperar la memoria era a través del dolor. Ella había ordenado utilizar la tortura con sus prisioneros, y los caballeros negros eran expertos en esos menesteres. Había presenciado el sufrimiento de los hombres y a veces los había visto morir, convencida de que actuaba correctamente, al servicio de una causa loable: la causa del Dios Único.
Ahora la convicción había sido sustituida por la incertidumbre. Empezaba a dudar. Esa mañana se había sentido tan furiosa que habría azotado al monje hasta despellejarlo vivo sin el menor remordimiento. Pensándolo bien se preguntó si sería capaz de torturar a sangre fría y, de hacerlo, si podría fiarse de la información obtenida bajo coacción.
Galdar siempre había dudado de la efectividad de la tortura como medio para obtener información.
—Un hombre dirá cualquier cosa con tal de que cese el dolor —le había advertido el minotauro en una ocasión.
Mina sabía que eso era cierto porque estaba padeciendo un tormento y haría lo que fuera para acabar con el dolor.
I labia otra forma. La muerte no tenía secretos, no para el Señor de la Muerte. Podía contarle todo a Chemosh, desnudarle su alma. El la ayudaría a arrancarle la verdad al monje.