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Mina aferró el collar de perlas, lo rompió de un tirón y lo arrojó al mar. Apaciguado su corazón, regresó al castillo, se puso un bonito atuendo y fue en busca de Chemosh.

Encontró al Señor de la Muerte en su estudio jugando al khas con Krell.

Mina y el Caballero de la Muerte intercambiaron una mirada que expresaba claramente el aborrecimiento que se profesaban y después Krell enfocó de nuevo la atención en el tablero. Mina lo observó con más detenimiento. Parecía el mismo bruto cruel y grosero de siempre, pero había en él una especie de suficiencia enmascarada que era nueva y preocupante. También le resultaba inquietante que él y su señor parecieran estar muy cómodos juntos. De hecho, Chemosh reía por algo que decía Krell cuando ella entró en el estudio.

Mina iba a hablar, pero Chemosh se le adelantó.

—¿Disfrutaste del baño, señora? —preguntó con una mirada apática.

El corazón le tembló. El tono de Chemosh era gélido y sus palabras parecían un insulto. ¡Señora! Como si le estuviera hablando a una desconocida.

—Sí —contestó, y siguió hablando rápidamente, antes de perder los nervios—. Mi señor, tengo que hablar contigo. —Dirigió una fugaz mirada a Krell—. En privado.

—Estoy en mitad de una partida —repuso lánguidamente el dios—. Parece que Krell tiene posibilidad de ganarme. ¿Tú qué dices, Krell?

—Te estás batiendo en retirada, mi señor —contestó el Caballero de la Muerte, sin entusiasmo.

—Entonces ¿después de la partida, mi señor? —preguntó Mina, que tragó saliva con esfuerzo.

—Me temo que no. —Chemosh alargó la mano y desplazó a un caballero por todo el tablero; lo usó para tirar al suelo a uno de los peones de Krell—. Sé todo sobre tu amante, Mina, así que no hace falta que me sigas mintiendo.

—¿Amante? —repitió ella, estupefacta—. No sé de qué hablas, mi señor. No tengo ningún amante.

—¿Y qué hay del hombre que se oculta en la gruta? —inquirió Chemosh, que se giró en la silla para mirarla directamente a la cara.

Mina tembló. Pensó en diez cosas distintas que alegar en su defensa, pero ninguna sonaba verosímil. Abrió la boca, pero no emitió ninguna palabra. La sangre se le agolpó en las mejillas y supo que su silencio y su enrojecimiento señalaban su culpabilidad.

—Mi señor —arguyó con desesperación, cuando recuperó la voz—. Puedo explicar...

—No me interesan tus explicaciones —la interrumpió fríamente Chemosh, que volvió de nuevo a la partida—. Podría matarte por tu traición, señora, pero entonces tu lastimero fantasma me estaría incomodando toda la eternidad. Además, tu muerte sería la pérdida de una mercancía valiosa.

No la miró mientras hablaba, sino que sopesó el siguiente movimiento en el tablero.

—Te pondrás al mando de los Predilectos, señora. Te escuchan y te obedecen. Tienes experiencia en campos de batalla. En consecuencia, eres la comandante adecuada para convertirlos en un ejército y prepararlos para el asalto a la torre de Nuitari. Organizarás a los Predilectos y los conducirás a un campamento que he establecido en un lugar lejos de aquí.

El cuarto se oscureció, el suelo se ladeó y las paredes se movieron. Mina tuvo que asirse a una mesa para mantener de pie.

—¿Me estás desterrando de tu presencia, mi señor? —preguntó débilmente, apenas capaz de encontrar aliento para hacer la pregunta.

El dios no se dignó contestar.

—Podría instruirlos aquí —dijo la joven.

—No sería de mi agrado. Me he dado cuenta de que me aburre verlos. Y verte a ti.

Mina caminó como sonámbula por un suelo que parecía sacudirse y alabear bajo sus pies. Al llegar ante Chemosh cayó de hinojos a su lado y lo asió del brazo.

—¡Mi señor, déjame que te lo explique! ¡Te lo suplico!

—Te he dicho, Mina, que estoy en mitad de una partida...

—¡Me he desprendido de las perlas! —gritó—. Sé que te desagradaban. Tengo que decirte...

Chemosh libró el brazo de los dedos de la joven y se arregló el puño de encaje, que se había arrugado.

—Partirás mañana por la mañana y hoy permanecerás encerrada en tus aposentos, bajo guardia. Me propongo visitar a tu amante esta noche y no quiero que te escabullas e intentes prevenirlo.

Mina estaba a punto de desmoronarse. Las piernas no la sostenían y las manos le temblaban. Un sudor frío la cubría de pies a cabeza. Entonces Krell hizo un ruido. Se reía, una risa baja y profunda. La joven miró los ojos ardientes, porcinos, del Caballero de la Muerte, y vio el triunfo en ellos. Ahora sabía quién la había espiado.

Su odio por Krell le dio fuerzas para ponerse de pie, hacer que se evaporaran sus lágrimas y prestarle coraje para hablar.

—Como ordenes, mi señor.

—Tienes permiso para retirarte. —El dios movió otra pieza. Mina salió del estudio, aunque no tenía ni idea de cómo lo había hecho. No veía nada, no sentía nada, estaba completamente insensibilizada. Caminó a trompicones hasta donde fue capaz y se las ingenió para llegar a sus aposentos antes de desmayarse y desplomarse en el suelo, donde yació tendida como algo muerto.

Después de que la chica se hubo marchado, Krell bajó la vista al tablero y, para su sorpresa, comprendió que había ganado.

El Caballero de la Muerte movió un peón, se apoderó de la reina negra y la apartó del tablero.

—Tu rey está atrapado, mi señor —manifestó, exultante—. No tiene dónde ir. La partida es mía.

Chemosh lo miró y Krell tragó saliva con esfuerzo.

—O tal vez no. Ese último movimiento... Me he equivocado. Era un movimiento ilegal. —Volvió a colocar rápidamente a la reina negra en su casilla—. Te pido disculpas, mi señor, no sé en qué estaría pensando...

Chemosh asió el tablero de khas y se lo arrojó a Krell a la cara.

—Si me necesitas, estaré en la Sala del Tránsito de Almas. ¡No pierdas de vista a Mina! Y recoge esas piezas —añadió Chemosh mientras se marchaba.

—Sí, mi señor —masculló Ausric Krell.

7

El frío del suelo de piedra sacó a Mina del desvanecimiento. Tiritaba de tal modo que se sostuvo erguida a duras penas. Arrastrando los pies, se envolvió en una manta de la cama y fue hacia la ventana.

Soplaba una brisa moderada y el Mar Sangriento estaba en calma. Las olas rompían en las rocas de la orilla sin apenas salpicar. Los pelícanos, volando en formación como un Ala de Dragones Azules, andaban de pesca. El cuerpo brillante de un delfín rompió la superficie del agua y se sumergió de nuevo.

Tenía que hablar con Chemosh, tenía que conseguir que la escuchara. Todo aquello era una equivocación o, más bien, una mala pasada.

Mina caminó hacia la puerta de la habitación y descubrió que no estaba cerrada como había temido. La abrió de golpe.

Ausric Krell se encontraba ante ella.

Mina le asestó una mirada cáustica y dio un paso con intención de sobrepasarlo.

Krell se desplazó para cerrarle el camino.

—Quítate de en medio —increpó, obligada a enfrentarse a él.

—Tengo órdenes —se regodeó el Caballero de la Muerte—. Tienes que quedarte en tus aposentos. Si quieres ocupar el tiempo te sugiero que empieces a preparar el equipaje para tu marcha mañana. Quizá quieras llevarte todo lo que posees, porque no volverás.

Mina lo miró con fría rabia.

—Sabes que el hombre que está en la cueva no es mi amante. —Yo no sé nada de eso —replicó Krell.

—Una mujer no encadena a su amante a una pared y lo amenaza de muerte —manifestó mordazmente la joven—. ¿Y qué pasa con el kender? ¿También él es mi amante?

La gente tiene sus rarezas—comentó, magnánimo, Krell—. Cuando estaba vivo me gustaba que mis mujeres se resistieran, que chillaran un poco, así que no soy el más indicado para juzgar a nadie.

—Mi señor no es estúpido. Cuando vaya a la cueva esta noche y se encuentre con un monje demacrado y a un pequeño kender lloroso encadenados a una pared comprenderá que le has mentido.