—Mira, Beleño. —El monje señaló los grilletes que se ajustaban muy prietos a sus tobillos huesudos, luego alzó los que le ceñían las muñecas, tan ajustados que le habían excoriado la piel.
Beleño miró y el labio inferior le tembló.
—Es culpa mía.
—Pues claro que no es culpa ruya, Beleño —arguyó Rhys, sorprendido—. ¿Por qué dices eso?
—¡Si fuera un kender como es debido no estarías atascado aquí para que te mataran! —gritó Beleño—. Tendría ganzúas, ¿sabes?, y abriría esos cierres así. —Chasqueó los dedos, o lo intentó, porque debido a la grasa el chasquido no sonó muy allá—. Mi padre me dio un juego de ganzúas cuando cumplí los doce e intentó enseñarme a utilizarlas. No se me daba nada bien. Una vez se me cayeron y, ¡zas!, el ruido despertó a toda la casa. Otra vez la ganzúa se coló del todo por la cerradura, aún no entiendo cómo, y acabó al otro lado de la puerta, y ésa la perdí...
»¡No me iré! —El kender se cruzó de brazos—. ¡No puedes obligarme!
—Beleño, tienes que irte —dijo Rhys con firmeza.
—No, no tengo que hacerlo.
—Es la única forma de salvarme —indicó el monje en tono solemne. Beleño levantó la cabeza.
—He estado pensado —prosiguió el monje—. Estamos en el Mar Sangriento, así que debemos de encontrarnos en algún lugar cercano a Flotsam. Hay un templo de Majere en Flotsam...
—¿Lo hay? ¡Eso es maravilloso! —gritó Beleño, entusiasmado—. ¡Puedo ir corriendo a Flotsam y encontrar el templo, reunir a los monjes, traerlos aquí para que repartan leña y te rescataremos!
—Es un plan excelente.
—¡Me marcho ahora mismo! —Beleño se incorporó precipitadamente. —Llévate a Atta —dijo Rhys—. Como protección. Flotsam es una ciudad sin ley o eso he oído decir.
—¡Vale! ¡Vamos, Atta!. —El kender silbó.
La perra se levantó, pero no lo siguió y miró a Rhys. Notaba que algo no iba bien.
—Atta, vigila-dijo el monje, que señaló al kender.
A menudo le daba la orden de «vigilar» algo, lo que significaba que tenía que proteger lo que fuera, no dejar que se acercara nadie. La había dejado guardando ovejas enfermas mientras él iba a buscar ayuda y a menudo le había encomendado guardar a Beleño.
En este caso, sin embargo, Rhys no se marchaba, sino que se quedaba, y el sujeto al que supuestamente tenía que guardar, se marchaba. Rhys ignoraba si el animal entendería y obedecería. Sin embargo, la perra estaba acostumbrada a cuidar del kender y Rhys confiaba en que ahora se avendría a esto igual que había hecho en el pasado. Había pensado en intentar hacer una correa para ella, pero la perra jamás había estado atada, por lo que Rhys imaginaba que se resistiría contra la correa y no había tiempo para eso. La noche avanzaba a pasos agigantados.
—Atta, aquí.
La perra se acercó a él y el monje la tomó por la cabeza con las manos y miró los ojos marrones.
—Ve con Beleño —le dijo—. Cuida de él. Vigila.
Rhys la acercó hacia sí y la besó suavemente en la frente. Luego la soltó.
—Llámala otra vez.
—Atta, ven —repitió Beleño.
La perra miró a Rhys, que gesticuló en dirección al kender. —Sal ahora —le ordenó Rhys a Beleño—. De prisa.
El kender obedeció y se encaminó hacia la boca de la gruta. Tras mirar de nuevo a Rhys, Atta fue en pos de Beleño obedientemente. Rhys soltó un suave suspiro. Beleño se paró un instante.
—Volveremos pronto, Rhys. No... no te muevas de aquí.
—Sé prudente, amigo mío —contestó el monje—. Tú y Atta cuidad uno del otro.
—Lo haremos. —Beleño vaciló un instante pero luego salió disparado de la cueva. La perra corrió tras él, igual que había hecho tantas veces antes.
Rhys se recostó en la pared rocosa mientras las lágrimas acudían a sus ojos, si bien sonrió.
—Perdóname por mentir, señor —musitó.
En toda su larga historial los monjes de Majere jamás habían construido un templo en Flotsam.
Chemosh se encontraba siempre en la Sala del Tránsito de Almas aunque iba allí en contadas ocasiones, una contradicción que se explicaba por el hecho de que una de las facetas del Señor de la Muerte se hallaba siempre presente en la Sala, sentada en el oscuro trono mientras ponía a prueba a las almas de quienes habían dejado el cuerpo mortal atrás y se disponían a emprender la siguiente etapa del eterno viaje.
Rara vez ocupaba esa faceta de sí mismo. Aquel lugar estaba demasiado aislado, demasiado lejos del mundo de dioses y mortales. Los otros dioses tenían prohibido ir a la sala para que no influyeran de forma indebida en las almas sometidas a juicio.
Al Señor de la Muerte se le daba una última oportunidad de intentar inclinar a las almas hacia la causa del Mal, evitar que continuaran el viaje, hacerse con ellas y quedárselas. Las almas que habían aprendido las lecciones de la vida eludían fácilmente sus añagazas, al igual que las almas inocentes, como las de los niños.
Uno de los dioses del Bien o de la Neutralidad podía interceder a favor de un alma, pero únicamente si echaba una bendición a esa alma antes de que entrara en la sala. Justo en ese instante, un alma así se hallaba ante el trono de ónice y plata, un alma que estaba ennegrecida pero que aun así irradiaba luz azul. El hombre había cometido actos viles, pero había sacrificado la vida por salvar a unos niños atrapados en un incendio. El viaje de su alma no sería sencillo porque aún le quedaba mucho por aprender, pero Mishakal lo bendijo y el espíritu consiguió escabullirse de la mano huesuda y anhelante del Señor de la Muerte. Cuando Chemosh enredaba a un alma, la apresaba y la arrojaba al Abismo o la mandaba de vuelta al cuerpo muerto, que a partir de ese instante se convertía en su atroz prisión.
Los dioses de Mal también podían reclamar almas. Almas que ya se habían comprometido con Morgion o que llevaban la marca de Zeboim entraban en la sala cargadas de cadenas para que el Señor de la Muerte se las entregara a aquellos dioses a quienes habían jurado servir.
Chemosh sólo acudía a la sala en su forma «mortal» en los momentos en los que estaba profundamente conturbado. Le gustaba recordar su poder. No importaba a qué dios hubiese servido un mortal en vida, porque cuando esa vida acababa todas las almas pasaban ante él. Incluso las que negaban la existencia de los dioses se encontraban allí, lo que era una gran impresión para la mayoría. Se las juzgaba conforme al modo en que habían vivido, no porque hubiesen profesado fe a tal o cual deidad en vida. Una hechicera que hubiese ayudado a la gente durante su vida proseguía su camino, en tanto que el alma codiciosa, avara, que había engañado regularmente a sus clientes pero que nunca se perdía un servicio religioso, caía víctima de las lisonjas del Señor de la Muerte y acababa en el Abismo.
Algunas almas podrían haber proseguido viaje, pero decidían no hacerlo. Una madre era reacia a abandonar a sus pequeños; un esposo no quería separarse de su esposa. Estos espíritus permanecían atados a quienes amaban hasta que se los persuadía de que continuar era lo correcto y lo mejor para ellos, que los vivos habían de continuar con su vida y los muertos también debían seguir adelante.
Chemosh se encontraba en la sala observando la fila que formaban las almas, una hilera que teóricamente había de ser eterna, y recordó los tiempos horribles en los que la fila había acabado de un modo repentino e inesperado, esos tiempos en los que la última alma se había presentado ante él y había mirado esa alma y luego en derredor con una estupefacción sin límites. Montando en cólera, el Señor de la Muerte se había levantado del trono por primera vez desde que lo había ocupado al inicio de la creación, y había salido de la sala sólo para descubrir que Takhisis había robado el mundo y se había llevado las almas consigo.