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Fue entonces cuando Chemosh comprendió la máxima mortal de «No se valora lo que se tiene hasta que se pierde».

Y también que se juraba que no se volvería a perder.

Chemosh observó a las almas que se presentaban ante él y escuchó sus historias, hizo negocios sucios y dictó sentencias; atrapó unas cuantas y dejó ir a otras pocas, y esperó sentir el cálido placer de la satisfacción.

Ese día no lo experimentó. Se sentía claramente descontento. Lo que se suponía que debería ir bien marchaba rematadamente mal. Había perdido el control y no tenía ni idea de cómo se le había escapado. Era como si estuviese maldito...

Esa palabra le hizo comprender de repente la razón de que se hubiese sentido atraído hacia allí, comprender qué buscaba.

Se hallaba en la Sala del Tránsito de Almas y volvió a ver a la primera que se había presentado ante él cuando el mundo se recuperó: el alma mortal de Takhisis. Todos los dioses habían presenciado su muerte. Volvió a oír sus palabras, en parte una desesperada súplica y en parte un gruñido desafiante.

—¡Estáis cometiendo un error! —les había gritado—. Lo que he hecho no se puede deshacer. La maldición está entre vosotros. Destruidme, y os destruiréis a vosotros mismos.

Chemosh no podía juzgarla. Ninguno de los dioses podía hacer eso. Había sido uno de ellos, después de todo. El Dios Supremo acudió a reclamar el alma de su hija perdida, y el reino de Takhisis, Reina de la Oscuridad, terminó y el tiempo y el universo continuaron.

En aquel entonces el Señor de la Muerte no había dado importancia a su predicción. Despotriques, desvaríos, amenazas... Takhisis había escupido ese veneno durante eones. Ahora pensó en ello sin poder evitarlo, pensó en ello y se preguntó con inquietud qué habría querido decir la difunta y no llorada Reina Oscura.

Había una persona que quizá lo supiera, una persona que había estado más cerca de ella que cualquier otro ser en la historia. La persona a la que había desterrado de su presencia. Mina.

9

Beleño abandonó la gruta con el corazón triste; una tristeza tan agobiante que el corazón no podía sostenerse como era debido en el pecho y se le hundió hasta la boca del estómago, donde se trastornó con el cerdo salado y le provocó retortijones. Desde allí, el corazón se hundió todavía más y sumó su peso al de los pies, de forma que éstos se movieron cada vez más despacio hasta que le resultó un esfuerzo colosal moverlos ni mucho ni poco. El corazón le pesaba más y más a medida que avanzaba.

El cerebro le decía al kender que estaba en una misión urgente para salvar a Rhys, pero el problema era que el corazón no lo creía, de forma que el corazón no sólo se le había caído a los pies, confundiéndolos, sino que además discutía con el cerebro, por no hablar del cerdo salado.

Beleño no le hizo caso al corazón y obedeció al cerebro. La mente era lógica y a los humanos les impresionaba la lógica hasta el punto de hacer siempre hincapié en lo importante que era actuar lógicamente. La lógica le dictaba a Beleño que tendría más oportunidades de rescatar a Rhys si volvía con ayuda en la forma de monjes de Majere, que si él —un simple kender-se quedaba con Rhys en la gruta. Era la lógica de la argumentación de Rhys la que lo había persuadido para que se fuera, y esa misma lógica lo hacía seguir adelante cuando el corazón lo instaba a dar media vuelta y regresar a todo correr.

Atta iba pisándole los talones, como le habían ordenado que hiciera. También a ella el corazón debía de estar incordiándola porque no dejaba de pararse, con lo que se ganaba miradas severas de reproche por parte del kender.

—¡Atta!¡Aquí, chica! ¡Tienes que mantener el ritmo! —la reprendió Beleño—. No tenemos tiempo para haraganear.

La perra trotaba tras él porque eso era lo que le habían dicho que hiciera, pero no estaba contenta, como tampoco lo estaba Beleño.

El hecho de caminar en sí era otro problema. Solinari y Lunitari resplandecían en el cielo esa noche, Solinari medio llena y Lunitari llena del todo, de modo que parecía que las lunas le estuvieran haciendo un guiño con ojos disparejos. Divisaba el perfil de la costa acantilada recortada contra el cielo y dedujo —lógicamente— que allí arriba encontraría una calzada que lo conduciría a Flotsam. Los acantilados no parecían estar muy lejos, sólo un salto, un brinco y un bore por encima de algunas dunas, seguido de gatear un poco entre peñascos.

Las dunas resultaron difíciles de cruzar, sin embargo. Salto, brinco y bote funcionaron rematadamente mal. La arena estaba suelta y sonaba como si pisara fango, como si las botas no estuvieran ya bastante resbaladizas con la grasa de cerdo. El kender envidiaba a Atta, que avanzaba sobre la arena con facilidad, y deseó tener cuatro patas. Beleño trastabilló por las dunas lo que le pareció una eternidad y se pasó más tiempo a cuatro patas que erguido. Le entró calor y se cansó, y cada vez que miraba al acantilado le parecía que se encontraba más lejos.

No obstante, todo llega a su fin, incluso las dunas. Y dieron paso a los peñascos. Beleño supuso que andar por los peñascos sería mejor que por las dunas y emprendió la escalada con alivio.

Un alivio que en seguida desapareció.

No sabía que los peñascos tuvieran un tamaño tan enorme ni aristas afiladas ni que trepar por ellos fuera tan difícil ni que las ratas que vivían entre los peñascos fuesen tan grandes y tan desagradables. Menos mal que Atta iba con él o, en caso contrario, quizá las ratas se lo habrían llevado ya que era obvio que no le tenían ningún miedo. La perra, en cambio, no les hizo gracia. Atta les ladró, ellas la miraron con los ojos rojos, le chillaron y después se escabulleron.

A poco de estar entre los peñascos, el kender tenía las manos cortadas y sangrantes, y le dolía un tobillo porque había resbalado y el pie se le había metido en una grieta. Tuvo que pararse una vez para vomitar, pero eso al menos acabó con el problema del cerdo salado.

Entonces, justo cuando creía que aquellos pedruscos no se acabarían nunca, llegó a lo alto del acantilado.

Beleño salió a la calzada que lo llevaría a Flotsam y a los monjes, y miró a un lado y a otro. Su primer pensamiento fue que la palabra «calzada» era un cumplido inmerecido para esa franja rocosa de rodaduras de carreta. La segunda idea que se le vino a la cabeza fue más sombría. La mal llamada calzada se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista en el horizonte.

No había ninguna ciudad ni a un extremo ni al otro.

Flotsam era inmensa. Había oído contar cosas sobre esa ciudad durante toda su vida. Flotsam era una urbe que jamás dormía. Era una ciudad de luces de antorchas, luces de tabernas, fogatas en la playa y fuegos de hogares brillando en las ventanas de las casas. Beleño había dado por supuesto que cuando llegase a la calzada divisaría las luces de Flotsam.

Las únicas luces que alcanzó a ver eran las de las pálidas estrellas y la del demencial guiño de ojos de las dos lunas.

—Bien, pues ¿dónde está? —Beleño se giró hacia un lado y después hacia el otro—. ¿En qué dirección voy?

Entonces la verdad se abrió paso en su mente. En su corazón. En la lógica.

—Da igual en qué dirección esté Flotsam —dijo con una certeza repentina, horrible—, porque, sea en una u otra dirección, está demasiado lejos. ¡Rhys lo sabía! Sabía que jamás volveríamos de Flotsam a tiempo. ¡Nos mandó irnos porque sabía que iba a morir!

Se sentó pesadamente en el suelo, rodeó el cuello de la perra con los brazos y la estrechó contra sí.

—¿Qué vamos a hacer, Atta!

En respuesta, la perra se soltó de su abrazo y regresó corriendo a los peñascos. Se detuvo y se volvió a mirarlo, anhelante, mientras movía la cola.

—Ya no servirá de nada regresar, Atta— dijo Beleño con tristeza—. Aun en el caso de que pudiera descender por esos estúpidos pedruscos sin romperme el cuello, algo que dudo que fuese capaz de hacer, ya daría igual.