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—Es un kender —reiteró su compañero con asco—. Chemosh no quiere kenders.

—Tiene razón, ¿sabes? —le aseguró Beleño al del cuchillo—. Es como ponen en las posadas, lo de «no servimos a kenders». No se admiten kenders en el Abismo.» He visto los letreros, los hay por todas partes.

Miró a su alrededor con inquietud, pero no había ayuda a la vista, sólo la calzada vacía. Continuó retrocediendo poco a poco.

—A Chemosh le da igual —insistió el Predilecto—. Para él, un muerto es un muerto, y matar hace que el dolor desaparezca. —Esgrimiendo el cuchillo, avanzó hacia Beleño. El kender reparó en unas manchas oscuras que tenía la hoja.

«Asesiné a una mujer anoche —añadió el Predilecto en tono coloquial—. Destripé a la zorra. No logré que jurara entregarse a Chemosh, pero el dolor cesó. Inténtalo tú. Ayúdame a matar a este renacuajo.

Encogiéndose de hombros, el otro Predilecto recogió un trozo de madera para usarlo como garrote y los dos se dirigieron hacia Beleño.

Los Predilectos ya no asesinaban para obtener conversos para Chemosh, comprendió el kender con consternación. ¡Ahora mataban por matar!

Estaba a punto de señalar a los Predilectos con el dedo, dispuesto a derrumbarlos como había hecho con el minotauro, cuando recordó de repente que su magia no funcionaría con ellos. El corazón, que se le había caído a los pies, le subió de repente por las entrañas para finalmente aferrado por la garganta y sacudirlo.

Beleño había perdido un tiempo precioso para huir con su amago de lanzar un hechizo. Lo compensó al girar sobre sus talones rápidamente y salir como alma que lleva un diablo... o dos.

—¡Atta!, corre! —dijo jadeante, y la perra salió disparada detrás de él.

Beleño era bueno en carreras cortas de velocidad; había practicado mucho a fuerza de superar a alguaciles, amas de casas enfadadas, granjeros furiosos y mercaderes iracundos. El repentino despliegue de velocidad pilló desprevenidos a los Predilectos y puso distancia entre él y sus perseguidores durante un poco de tiempo, pero ya estaba cansado por el esfuerzo de atravesar las dunas y trepar por peñascos afilados. Le faltaba energía para mantener la velocidad inicial y las fuerzas empezaron a flaquearle. Las rodadas en la calzada y alguno que otro parche de tierra y hierbas secas, así como las botas untadas con grasa de cerdo, no lo ayudaban precisamente.

Entretanto, los Predilectos habían aumentado su velocidad. Al estar muertos podían correr un mes seguido si querían, mientras que él imaginó que aguantaría sólo unos segundos más. No se molestó en mirar atrás, pero tampoco hacía falta ya que oía la respiración fuerte y las pisadas, y sabía que lo estaban alcanzando.

Atta ladraba con ferocidad, medio corriendo en pos de Beleño y medio girándose para amenazar a los Predilectos.

El kender respiraba ya con resuellos ásperos y dolorosos, tropezaba en el terreno irregular. Estaba a punto de caer rendido.

Uno de los Predilectos lo aferró por la punta de la camisa que ondeaba al viento, y Beleño pegó un tirón en un intento de soltarse, pero tropezó en un enorme parche de hierbas secas y se fue de bruces al suelo. Dispuesto a vender cara su vida, rodó sobre sí mismo y de repente se encontró en medio de lo que sólo podía describirse como una explosión de saltamontes.

Nubes de aquellos insectos saltadores y voladores zumbaron en el aire. Habían estado metidos entre las malas hierbas y se habían enfurecido al verse molestados tan bruscamente. Los saltamontes se le metían a Beleño en los ojos, por la nariz, se le colaban por el cuello de la camisa y por los pantalones. Rodó para quitarse del parche de hierba al tiempo que se daba palmetazos, cachetes y se retorcía. Atta corría en círculos mientras lanzabas dentelladas y mordiscos a los insectos. Beleño se quitó varios de los ojos y entonces vio, con gran asombro, que los saltamontes se habían lanzado al ataque contra los Predilectos.

Los dos hombres estaban literalmente cubiertos de insectos, con saltamontes prendidos por todas partes del cuerpo. Tenían dentro de la boca, se amontonaban sobre los ojos, se apelotonaban en los agujeros de la nariz. Los frenéticos insectos zumbaban al treparles por el cabello, los brazos, las piernas, y aún seguían saliendo más de las hierbas a todo lo largo del borde de la calzada.

Los Predilectos agitaban los brazos y saltaban mientras se esforzaban para espantar a los insectos pero, cuanto más se debatían, más parecía que los saltamontes se enfurecían y los atacaban con mayor ahínco.

Los saltamontes que habían molestado a Beleño parecieron darse cuenta de que se estaban perdiendo toda la diversión, porque se alejaron entre zumbidos para unirse a sus compañeros. En cuestión de segundos, a los Predilectos no se los veía, envueltos en una nube arremolinada de insectos.

—¡Cielos! —exclamó el kender sin salir de su asombro, y entonces añadió, dirigiéndose a. Atta-: Ahora es nuestra oportunidad. ¡Huyamos!

Le quedaba una pequeña reserva de energía, de modo que agachó la cabeza, propulsó los pies y salió por piernas calzada adelante.

Corrió, corrió, corrió sin mirar por dónde iba, y Atta jadeaba a su lado cuando chocó de cabeza contra algo: ¡cataplum!

El kender rebotó y cayó patas arriba en el suelo. Sacudiendo la cabeza, atontado, alzó la vista.

—Cielos —repitió.

—Lo siento, amigo —se disculpó el monje, que le tendió una mano solícita para ayudarlo a ponerse de pie—. Debería mirar por dónde voy.

El monje observó a Beleño y luego dirigió la vista carretera adelante, donde los Predilectos huían en dirección opuesta mientras trataban de librarse de los saltamontes, que seguían atacándolos. El monje esbozó una sonrisa y luego miró de nuevo al kender, preocupado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. ¿Te han hecho daño?

—N... no, hermano —tartamudeó Beleño—. Ha sido una gran suerte que esos saltamontes aparecieran...

El monje era enjuto, esbelto, todo músculo, como Beleño sabía con conocimiento de causa ya que topar con él había sido como chocar contra la falda de una montaña. Tenía el cabello de un color gris acerado y lo llevaba recogido en una sencilla trenza que le caía por la espalda. Vestía ropas sencillas, una especie de túnica de un tono anaranjado bruñido y decorada con un motivo de rosas en torno al repulgo y a las bocamangas. Tenía los pómulos altos, la mandíbula fuerte y ojos oscuros que ahora sonreían pero que seguramente podían ser muy fieros si el monje quería.

—¿Te ha enviado Majere, hermano? Pero qué preguntas hago. ¡Pues claro que te ha enviado, como también envió a esos saltamontes! —Beleño asió la mano del monje y tiró—. ¡Ven! ¡Te llevaré hasta Rhys!

—Busco a Mina —dijo el monje—. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

—¡Mina! ¿Y a quién le importa ella? —gritó Beleño. Asestó al monje una mirada severa.

»Lo has entendido todo mal, hermano. No buscas a Mina, en ningún momento le pedí a Majere nada sobre Mina. A quien buscas es a Rhys. Rhys Alarife, seguidor de Majere. Mina trabaja para Chemosh... otro dios distinto por completo.

—A pesar de todo, busco a Mina —dijo el monje— y he de encontrarla en seguida, antes de que sea demasiado tarde,

—¿Demasiado tarde para qué? ¡Oh, demasiado tarde para Rhys! ¡Por eso es por lo que hemos de darnos prisa! ¡Vamos, hermano, pongámonos en marcha!

El monje no se movió y dirigió una mirada ceñuda al cielo.

—Sí, un color peculiar, ¿verdad? —comentó el kender con el cuello doblado hacia atrás—. También yo me he dado cuenta. Tiene una especie de brillo ambarino muy extraño. Creo que debe de ser el «aura borelás» o como la llamen. —El kender se puso tremendamente serio.

«Vamos a ver, hermano monje, agradezco lo de los saltamontes y todo eso, ¡pero no tenemos tiempo para quedarnos aquí parados y cascar sobre el color raro del cielo nocturno! Rhys corre peligro. ¡Tenemos que irnos! ¡Ya!