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—Tendrás que preguntárselo a ella, mi señor —dijo Rhys.

Habló con serenidad, aunque le costó esfuerzo. Asiendo firmemente el trozo de madera de su cayado, el monje le pidió en silencio a Majere que le diera valor. Su espíritu aceptaría la infalibilidad de la muerte, pero su carne mortal se estremecía y el estómago se le acalambraba.

—¿Por qué le eres leal? —demandó Chemosh, irritado—. ¿Por qué todo el mundo le es leal? ¡Juro por el Dios Supremo que nos creó y por Caos que nos destruirá que no lo entiendo!

Su ira se desató en la caverna como un viento tórrido. Sudoroso, Rhys se hincó la afilada punta de la astilla en la palma de la mano y se valió del dolor para evitar desmayarse.

—Te encadena a una pared y te atormenta... Veo la marca de su cólera en tu mejilla. O te ha abandonado aquí para que mueras de hambre o...

Chemosh hizo una pausa y miró al monje de hito en hito.

—Tiene pensado regresar. Para torturarte. ¿Por qué? Tienes algo que quiere, por eso lo hace. ¿Qué es, Rhys Alarife? Ha de tener un gran valor...

Rhys habría podido explicárselo, pero hacerlo iba en contra de sus convicciones. El alma de una persona era de su exclusiva propiedad, enseñaba Majere. Revelar o no sus misterios era decisión de cada cual. Mina, fuera por la razón que fuera, había decidido mantener su secreto, no se lo había contado a Chemosh. Aunque tuviera el alma negra por sus crímenes, le pertenecía a ella y a nadie más. Y revelar su secreto era cosa de ella.

Rhys guardó silencio. Un hilillo de sangre resbalaba por la palma de su mano y entre los dedos.

—Tu carne podrá desafiarme, pero tu espíritu no —dijo Chemosh con un timbre tan gélido como el aire de una tumba—. Los muertos no me pueden mentir. Cuanto tu espíritu se encuentre ante mí en la Sala del Tránsito de Almas me contarás todo lo que sabes.

«Y entonces os llevaréis una gran decepción, mi señor —pensó tristemente el monje—. Porque, a decir verdad, yo no sé nada.»

Chemosh se acercó más con la mano extendida hacia él.

—Te mataré rápidamente. No sufrirás, como te habría ocurrido en manos de Mina.

Rhys se dio por enterado con un leve asentimiento de cabeza. El corazón le latía de prisa y tenía la boca seca. Ya no podía hablar. Respiró hondo, sin duda lo que sería su última inhalación, y se preparó para lo que vendría a continuación. Cerró los ojos para no contemplar el horror del temible dios y encomendó su espíritu a Majere.

Sintió la bendición del dios fluir a través de él, y con su bendición llegó una serenidad sublime y un ladrido.

El ladrido de un perro. Justo fuera de la cueva. Y junto al ladrido de Atta sonó la voz aguda de Beleño.

—¡Rhys! ¡Hemos vuelto! ¡Eh, he conocido a tu dios! Me dio su bendición...

Rhys abrió los ojos, perdida por completo la serenidad. Chemosh se volvió a medias y miró hacia la boca de la gruta. —¿Qué es esto? ¿Un kender y un perro?

—Mis compañeros de viaje —contestó el monje—. Dejad que se vayan, señor. Son inocentes que se han visto envueltos en todo esto por casualidad.

—El kender afirma que ha conocido a tu dios... —Chemosh miraba a Beleño, intrigado.

—Es un kender, mi señor —adujo Rhys a la desesperada.

En ese inoportuno momento Beleño gritó...

—¡Eh, Rhys, he venido a negociar con esa tal Mina! —La voz y las pisadas del hombrecillo resonaron en la gruta—. ¡Atta, no tan rápido!

—¿Negociar con Mina? —repitió Chemosh—. No parece tan inocente. Me parece que ahora tendré dos almas a las que interrogar...

—¡Beleño, no entres aquí! —gritó Rhys—. ¡Huye! ¡Llévate Atta y...!

—Cállate, monje —ordenó el Chemosh, que le puso la mano sobre la boca.

El frío de la muerte penetró en los miembros del monje. El terrible frío era como agujas de hielo en el riego sanguíneo. Un dolor desgarrador, gélido, atormentó su cuerpo. Gimió y forcejeó.

El Señor de la Muerte lo sujetó firmemente, el tacto cruel le congelaba la sangre. Rhys cayó de rodillas.

Atta entró en la gruta a todo correr, vio a su amo arrodillado, obviamente atormentado por el dolor, y a un hombre inclinado sobre él. A Atta no le gustó ese hombre. Había en él algo cruel, algo que la asustaba. Para empezar, no tenía olor. Todas las cosas vivas y todas las cosas muertas tenían un olor, algunos agradables, y otros no tanto, pero ese hombre no, y eso la asustaba. En eso, el hombre era como esa mujer escandalosa y aborrecible del mar y como el monje que acababa de poner sobre ella las afables manos. Ninguno de los tres olía a nada, y para la perra eso era misterioso y aterrador.

Atta estaba asustada; el sencillo corazón se estremecía, el instinto la urgía a dar media vuelta y huir, pero ese hombre extraño le estaba haciendo daño a su amo y eso no podía permitirlo. La ira le hinchió el corazón y saltó para atacar. No se tiró a la garganta, porque el hombre estaba de espaldas a ella, inclinado sobre Rhys, así que en lugar de eso decidió lisiar a su enemigo. La sabiduría transmitida por su antiguo ancestro, el lobo, le indicó cómo derribar a un adversario más grande: tirarse a la pierna, romper el hueso o cortar un tendón.

La perra hincó los dientes en el tobillo de Chemosh.

La apariencia de un dios se formaba con la esencia de esa divinidad tejida en un avatar con aspecto mortal para las mentes humanas. Esa forma era visible para el ojo humano, era perceptible al tacto mortal. La imagen del dios podía hablarles a los mortales, oírlos y reaccionar ante ellos. Puesto que el avatar del dios estaba hecho de esencia inmortal no sentía el dolor ni el placer de la carne. A menudo el dios fingía que sí a fin de dar a los mortales una mayor impresión de estar vivo. En el caso de Chemosh y su amor por Mina, a veces el dios llegaba incluso a inducirse a sí mismo a creer esa mentira.

Era imposible que Chemosh hubiera sentido los afilados dientes de Atta hundirse en su pierna, pero los sintió. En realidad, los dientes que Chemosh notó no eran los de Atta, sino los de la ira de Majere. Así había sido como la Dragonlance de Huma, bendecida por todos los dioses del Bien, asestó un golpe al avatar de Takhisis que la diosa sintió y que la obligó a abandonar el mundo, escupiendo amenazas y desafíos. Los dioses tenían el poder de infligirse dolor unos a otros, aunque eran renuentes a hacerlo porque todos sabían las terribles consecuencias que podría tener semejante acción. Los dioses recurrían a medidas tan drásticas sólo cuando era evidente que el equilibrio estaba a punto de irse abajo, porque Caos se encontraba justo más allá y esperaba con ansia que la guerra estallara en los cielos. Si tal cosa ocurriera, los dioses se destruirían entre sí y darían a Caos la victoria largo tiempo pretendida: el fin de todas las cosas.

Un dios atacaba rara vez a otro dios de forma directa, y se circunscribía a actuar únicamente a través de los mortales. El ataque tenía un alcance limitado y no era probable que ocasionara a su avatar un daño grave, sólo lo suficiente para hacer que la otra deidad comprendiera que había cometido una transgresión, que había ido demasiado lejos, que había sobrepasado el límite.

La cólera de Majere mordió el tobillo de Chemosh con los dientes de Atta, y el Señor de la Muerte rugió de rabia. Le dio la espalda a Rhys y sacudió la pierna de forma que obligó a la perra a soltarlo. Alzando el pie sobre el animal, Chemosh iba a enseñarle a Majere lo que pensaba de él haciendo papilla a su chucho.

Rhys todavía sujetaba la astilla del bastón en la palma ensangrentada. Era su única arma y la clavó con todas sus fuerzas en la espalda del dios. La cólera de Majere hundió profundamente el afilado trozo de madera en el Señor de la Muerte. Chemosh dio un respingo; la pierna alzada para aplastar a la perra se sacudió violentamente, con descontrol. Atta se incorporó e interpuso el cuerpo entre él y Rhys. Enseñando los dientes, se enfrentó al dios, desafiante.