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En ese momento Beleño entró corriendo en la gruta, prietos los puños.

—Rhys, aquí estoy... —El kender enmudeció y miró de hito en hito—. ¿Quién eres tú? ¡Espera! ¡Creo que te conozco! Me resultas muy familiar... ¡Oh, dioses! —Beleño se puso a temblar de pies a cabeza—. ¡Claro que te conozco! ¡Eres la muerte!

—Al menos, soy la tuya —repuso fríamente Chemosh, que alargó la mano parar estrangular al kender.

El suelo sufrió una repentina y violenta sacudida que tiró a Chemosh. Las paredes de la caverna se estremecieron y se resquebrajaron. Fragmentos de roca y polvo llovieron sobre ellos y entonces, con un ligero temblor, la tierra se asentó y volvió la tranquilidad.

Dios y mortales se miraron unos a otros. Chemosh estaba a gatas; Atta se había tumbado sobre la tripa y lloriqueaba.

El Señor de la Muerte se puso de pie y, haciendo caso omiso de mortales, alzó la vista hacia la oscuridad.

—¿Quién de vosotros sacude el mundo? —gritó, prietos los puños—. ¿Tú, Sargonnas? ¿Zeboim? ¿Tú, Majere?

Si hubo respuesta los mortales no la oyeron. Rhys estaba a punto de desmayarse, consumido por el dolor y apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Beleño tenía los ojos cerrados, esperando que a la siguiente sacudida el suelo se abriera y se lo tragara; mejor eso que tener la fría mirada de la muerte clavada en él.

—Nos veremos en el Abismo, monje —prometió Chemosh y desapareció.

—Uf, chico —dijo Beleño, tembloroso—, me alegro de que se haya ido. Pero ya podría habernos dejado un poco de luz. Esto está más negro que las tripas de un gobblin. Rhys...

La tierra volvió a sacudirse.

Tapándose con un brazo la cabeza y con el otro alrededor de Atta, Beleño se tiró aplastado contra el suelo.

Las grietas en las paredes de la gruta se ensancharon. Rocas, piedrecillas, pegotes de tierra y unos pocos escarabajos llovieron sobre el kender. Entonces se produjo un estruendo horroroso, chirridos y rozamientos, y Beleño apretó los ojos con fuerza y esperó el fin.

Los violentos zarandeos del suelo cesaron y, de nuevo, todo volvió I quedarse silencioso, tranquilo. Sin embargo el kender no se fiaba y mantuvo cenados los ojos. Atta empezó a retorcerse y a culebrear debajo del brazo con el que la ceñía prietamente. La soltó y la perra se zafó de él. Entonces Beleño sintió a uno de los escarabajos que le andaba por el pelo, y eso le hizo abrir los ojos. Atrapó al escarabajo y lo arrojó lejos.

Atta empezó a ladrar con fuerza y Beleño se limpió la arenilla de los párpados y miró a su alrededor; resultó que tanto daba si tenía los ojos abiertos o cerrados porque de una forma o de otra lo envolvía la oscuridad.

Atta seguía ladrando.

Al kender le daba miedo ponerse de pie por si se golpeaba la cabeza contra algo, así que fue tanteando con las manos y avanzó a gatas guiándose por los frenéticos ladridos de la perra.

—¿Atta?-Tendió la mano y tocó el cuerpo peludo del animal, que empujaba algo con la pata una y otra vez sin dejar de ladrar.

Beleño buscó a tientas y encontró los ojos y la nariz de su amigo; los ojos estaban cerrados, pero el antebrazo de Rhys tenía un tacto cálido. Respiraba, pero debía de estar inconsciente.

—¡Rhys! —exclamó el kender con alivio. La mano del kender tocó la cabeza de Rhys y notó algo cálido y suave.

La perra dejó de dar con la pata al monje y se puso a lamerle la mejilla.

—No creo que unos lametones le sirvan de mucho, Atta —comentó Beleño mientras la apartaba a un lado—. Tenemos que sacarlo de aquí.

Todavía percibía el aire con un leve olor a sal y confiaba en que eso significara que la gruta no se había derrumbado. Asió a su amigo por los hombros, dio un tirón de prueba y se animó al notar que el cuerpo del monje se deslizaba sobre el suelo. Le había preocupado que Rhys estuviera medio enterrado bajo cascotes.

Volvió a tirar y arrastró consigo a Rhys. El kender empezaba a pensar que conseguirían salir de allí vivos, cuando oyó un sonido que casi lo sumió en la desesperación.

Era el tintineo de las cadenas.

Beleño gimió. Se había olvidado de que Rhys estaba encadenado a la pared.

—A lo mejor el deslizamiento de rocas ha desencajado las argollas de hierro —musitó, esperanzado.

Tras encontrar el grillete que se cerraba en torno a la muñeca de Rhys, Beleño avanzó a lo largo de la cadena, de vuelta a donde estaba unida a la argolla de hierro, que seguía sujeta —y firmemente— a la pared.

Beleño masculló una palabrota y entonces se acordó. ¡Tenía la bendición de un dios!

—¡A lo mejor me ha dado la fuerza de diez dragones! —dijo muy excitado, y al aferrar la cadena hizo un gesto de dolor por las manos cortadas. Con la idea de que alguien con la fuerza de un dragón no debería desanimarse por un dolor punzante, plantó bien los pies en el suelo, ahuyentó a la perra para que se quitara de en medio, y tiró de la cadena con todas sus fuerzas.

Los eslabones le resbalaron en las manos y él acabó de culo en el suelo.

Volvió a repetir la palabrota. Se puso de pie, lo intentó de nuevo y, esta vez, no soltó la cadena.

La anilla de hierro no cedió.

Beleño se dio por vencido y, siguiendo la cadena, regresó junto a Rhys, se arrodilló junto a su amigo y retiró de la cara inerte el pelo apelmazado por la sangre. Atta se tumbó a su lado y empezó de nuevo a lamerle la mejilla sin parar.

—No nos vamos, Rhys —dijo Beleño—. ¿Verdad, Atta?. ¿Has visto, Rhys? Dice que no. Esta vez no nos marchamos. —Intentó dar un tono animado a la voz—. ¡A lo mejor, la próxima vez que el suelo tiemble la pared se raja y se sueltan esas argollas!

«Claro que si la pared se raja —se dijo para sus adentros— el techo se desplomará sobre nosotros y nos enterrará vivos, pero eso no lo mencionaré.»

—Estoy aquí, Rhys. —Beleño tomó la mano inerte de su amigo entre las suyas y la apretó con fuerza—. Y también está Atta.

El suelo empezó a temblar.

13

Bajo el agua teñida de rojo del Mar Sangriento, en el interior de la Torre de la Alta Hechicería, Basalto y Caele se afanaban en fregar y lustrar a fin de tenerlo todo preparado para la afluencia de hechiceros, alrededor de unos veinte Túnicas Negras escogidos que iban a abandonar su hogar en tierra firme para unirse a Nuitari.

La Torre del Mar Sangriento estaba ahora abierta y preparada para iniciar su actividad.

Tras la reunión con sus primos, Nuitari comprendió que ya no era preciso mantener en secreto la existencia de la torre. Le informó a Dalamar, portavoz de los Túnicas Negras, y le dijo al archimago elfo que transmitiera una invitación a cualquier Túnica Negra que deseara ir a estudiar en la nueva torre.

Esa invitación incluía a Dalamar, que la declinó respetuosamente alegando que era preciso que los Túnicas Negras mantuvieran su representación en Wayreth. En secreto, Dalamar opinaba que antes se metería en una tumba que enterrarse en el fondo del mar, lejos del aire y de los árboles, del cielo azul y la radiante luz del sol. Así se lo comentó a Jenna.

Como jefa del Cónclave, no le había gustado nada la decisión tomada por los dioses. Se oponía a que las tres Órdenes se separaran otra vez. Se había hecho lo mismo en los tiempos anteriores al Príncipe de los Sacerdotes, cuando cada Orden había reivindicado su propia torre, con trágicos resultados. Jenna hizo saber su oposición a Lunitari, pero la diosa de la luna roja estaba tan desmesuradamente complacida con tener la magnífica Torre de Wayreth toda para ella que no prestó atención. En cuanto a Solinari, su elegida, Coryn la Blanca, ya había empezado a organizar una expedición de Túnicas Blancas para ir a recuperar la torre maldita que anteriormente había estado en Palanthas y que ahora se hallaba en el centro del oscuro territorio de los muertos vivientes, Foscaterra.