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La astilla tocó lo que se suponía que debía tocar y algo chasqueó, y aquél fue el sonido más maravilloso del universo.

El grillete se abrió en la mano de Beleño.

—¡Padre! —gritó, excitado—. Padre, ¿has visto esto?

No tuvo tiempo de esperar a tener respuesta, que sin duda habría tardado demasiado, ya que su padre se había ido hacía mucho tiempo a forzar cerraduras en otra existencia. Gateando sobre los cascotes y por el agua, sujetando firmemente la astilla, Beleño encontró el grillete que sujetaba la otra muñeca de Rhys y metió la astilla en la cerradura, en la que también sonó el chasquido.

El kender dedicó unos instantes a sacar la cabeza a Rhys del agua y a incorporarlo sobre una piedra, tras lo cual rebuscó debajo del agua hasta dar con los pies de su amigo. Tuvo que sacárselos de debajo de un montón de escombros, pero Atta lo ayudó y, tras más maniobras expertas de forzar cerraduras, oyó otros dos chasquidos inmensamente satisfactorios y Rhys quedó libre.

Algo estupendo, porque para entonces el nivel del agua en la gruta había subido tanto que, incluso con la cabeza levantada, el monje corría peligro de ahogarse.

Beleño se puso en cuclillas junto a su amigo.

—Rhys, si puedes recobrar el sentido ahora sería muy conveniente, porque me duele la cabeza y las piernas me flojean y hay un montón de piedras en el camino, por no hablar del agua. No creo que pueda sacarte de aquí, así que si puedes levantarte y caminar...

El kender aguardó, optimista, pero su amigo no se movió.

Entonces Beleño soltó otro profundo suspiro, se guardó la preciada astilla en un bolsillo, se agachó y, aferrando a Rhys por los hombros, intentó arrastrarlo por el suelo de la gruta.

Consiguió moverlo menos de un palmo y entonces los brazos y las piernas le fallaron. Se sentó en el agua con un chapoteo y se limpió el sudor.

Atta gruñó.

—No puedo, Atta —farfulló el kender—. Lo siento, lo he intentado, de verdad que sí, pero...

La perra no le gruñía a él. Beleño oyó el ruido de pies —de muchos pies-chapoteando en el agua. Entonces brilló una luz que le hizo daño en los ojos y seis monjes de Majere, vestidos con túnica naranja portando antorchas encendidas, pasaron presurosos junto al kender.

Dos de ellos sostuvieron las antorchas; los otros cuatro se agacharon, recogieron cuidadosamente a Rhys por brazos y piernas y lo sacaron de la gruta a toda prisa. Atta corrió en pos de ellos.

Beleño se quedó sentado en la oscuridad, solo, sin salir de su asombro. La luz de las antorchas volvió. Un monje se paró a su lado y lo miró.

—¿Estás herido, amigo?

—No —contestó el kender—. Sí. Bueno, tal vez un poco.

El monje posó la mano fresca en la frente de Beleño, y el dolor desapareció. La fuerza fluyó de nuevo a sus miembros.

—Gracias, hermano —dijo Beleño mientras el monje lo ayudaba a ponerse de pie. Todavía se sentía un poco inestable—. Supongo que os envía Majere, ¿verdad?

El monje no contestó, pero no dejó de sonreír, así que Beleño, que sabía que Rhys tampoco era hablador e imaginando que quizá eso fuese normal entre los monjes, interpretó ese silencio por una respuesta afirmativa.

Mientras Beleño y el monje caminaban hacia la boca de la gruta, el kender iba pensativo y, antes de salir, asió al monje por la manga y dio un tirón.

—Hablé con Majere en lo que podría decirse un tono incisivo —dijo con remordimiento— Fui muy descortés y tal vez herí sus sentimientos. ¿Querrás decirle que lo siento?

—Majere sabe que hablaste así impulsado por el cariño hacia tu amigo —contestó el monje—. No está enfadado. Cree que tu lealtad te honra.

—¿De veras? —Beleño enrojeció de satisfacción. Después lo asaltó la culpabilidad—. Me ayudó a forzar las cerraduras. Me bendijo. Supongo que debería rendirle culto, peto no puedo. No parece correcto.

—Lo que creamos no es importante —dijo el monje—. Lo importante es creer.

El monje hizo una inclinación de cabeza a Beleño, que se sintió muy azorado por semejante muestra de respeto e hizo una torpe reverencia a su vez, doblándose por la cintura, con lo que varios objetos valiosos que no recordaba que tenía se le cayeron del bolsillo de la camisa. Se agachó para buscarlos dentro del agua, y sólo después de haberlos recogido o haber aceptado que habían desaparecido fue cuando se dio cuenta de que el monje y la antorcha ya no estaban.

Para entonces, el kender no necesitaba luz. Se hallaba envuelto en un extraño fulgor ambarino en el que no había reparado hasta ese momento.

Salió de la gruta, convencido de que jamás se había alegrado tanto de marcharse de un sitio, mientras juraba que nunca volvería a pisar otra mientras viviera. Miró en derredor con la esperanza de hablar con el monje, ya que no había entendido muy bien eso de creer y en qué creer.

No había monjes.

Pero sí estaba Rhys, sentado en un altozano, e intentaba tranquilizar a Atta, que le lamía la cara y se le subía encima, a punto de tirarlo con sus frenéticas muestras de afecto.

Beleño soltó un grito de alegría y corrió colina arriba.

Rhys lo rodeó entre sus brazos y lo estrechó contra sí.

—Gracias, amigo mío —dijo con voz entrecortada.

El kender notó que le venía un resuello y no le habría importado dejarlo escapar, pero en ese momento Atta le saltó encima y lo derribó, y el resuello se ahogó en babas de perra.

Cuando Beleño pudo quitarse de encima a la excitada perra, vio que Rhys se ponía de pie y miraba hacia el mar con una expresión maravillada.

La plateada luz de Solinari brillaba fríamente sobre una isla en mitad del mar. La roja luz de Lunitari iluminaba una torre, negra contra las estrellas, que apuntaba hacia el cielo como una oscura acusación.

—¿Estaba eso ahí antes? —preguntó Beleño al tiempo que se rascaba la cabeza y se sacaba otro escarabajo del pelo.

—No —contestó Rhys.

—¡Jo, chico! —exclamó el kender, impresionado—. Me pregunto quién lo habrá puesto ahí.

Y, aunque nunca lo habría imaginado, sus palabras eran el eco de las de los dioses.

16

Lo primero que Chemosh vio al entrar en su castillo fue a Ausric Krell vivito y coleando; y tan en cueros como había llegado (de culo) al mundo. El formidable Caballero de la Muerte estaba acuclillado en una esquina del gran salón lamentándose de su mala fortuna y tiritando.

Al oír entrar al Señor de la Muerte, Krell se incorporó de un brinco y se puso a gritar con rabia.

—¡Mira lo que me ha hecho, mi señor! —La voz se alzó hasta ser un chillido estridente—. ¡Mira!

Chemosh miró y deseó no haberlo hecho. Ver el cuerpo desnudo, fofo, panzudo, pálido como la tripa de un pez, velludo, del hombre de mediana edad bastaba para revolver el estómago hasta a un dios. Miró a Krell con una expresión mezcla de asco y cólera.

—Así que Zeboim te ha echado el guante —comentó fríamente Chemosh—. ¿Dónde está?

—¡No fue Zeboim! —Krell arañaba el aire con las manos de pura furia, como si lanzara zarpazos al cuerpo de alguien—. ¡Esto me lo hizo Mina! ¡Mina!

—No me mientas, escoria —increpó Chemosh; pero, mientras refutaba la afirmación de Krell, el Señor de la Muerte sintió que una terrible duda asaltaba su mente—. ¿Dónde está Mina? ¿Sigue encerrada?

Krell se puso a reír y el semblante se le crispó con desprecio y miedo.

—¡Encerrada! —repitió mientras el regocijo gorjeaba en su garganta como si aquello fuera lo más divertido que había oído jamás.

—El miserable se ha vuelto loco —masculló Chemosh, que dejó al delirante Krell para ir en busca de Mina.