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Beleño se detuvo.

—¿Rhys? ¡Rhys! ¿Estás escuchando mis argumentos?

Rhys no estaba escuchando nada. Recostado contra la pared, tenía la cabeza echada hacia delante, con la barbilla apoyada sobre el pecho. Estaba dormido, completamente dormido, tan profundamente dormido que ni la voz del kender ni un par de codazos en el brazo podían despertarlo.

Beleño suspiró y después se levantó. Se acercó a la niña, tan pequeña, y se puso en cuclillas para mirarla desde más cerca. La verdad era que no tenía el aspecto de una diosa. Parecía un gato mojado. Volvió a sentir que lo inundaba esa tristeza que se había apoderado de él cuando había visto a Mina, a la Mina adulta. Eso no le gustaba, así que se frotó los ojos y la nariz en la manga y lanzó una mirada de soslayo a Rhys.

Su amigo seguía dormido y seguramente lo seguiría estando durante un buen rato. Más que suficiente para que Beleño pudiera tener una charla con la niña (fuera quien fuese) y explicarle que a donde ella realmente quería ir era a la próspera ciudad de Morada de las Coces, y que además tendría que viajar sola y marcharse en ese mismo instante para no molestar a Rhys.

—Oye, niña —susurró Beleño con voz suficientemente alta y alargó el brazo para zarandearla hasta que se despertara.

La mano se detuvo, suspendida en el aire. Empezaron a temblarle un poco los dedos cuando pensó que realmente iba a tocarla y retiró la mano rápidamente. Se quedó allí agachado, mirando a Mina y mordiéndose el labio.

¿Qué veía cuando la miraba? ¿Qué la hacía diferente a sus ojos, respecto a otros mortales? ¿Qué la hacía diferente a los muertos a los que podía ver y con los que podía hablar? ¿Qué la hacía diferente a los muertos vivientes? Beleño observó detenidamente a la pequeña y las lágrimas volvieron a acudir a sus ojos. Vio belleza, una belleza indescriptible. Una belleza que avergonzaría al atardecer más radiante y que apagaría el brillo de las estrellas. Su belleza paralizaba el alma asombrada del kender, temerosa de que el susurro más callado hiciera desaparecer tan maravillosa visión. Pero no era su belleza la que le desgarraba el corazón y provocaba que las lágrimas le corrieran por las mejillas.

Su belleza estaba envuelta en fealdad. Estaba manchada de sangre, cubierta por el manto de la muerte y la destrucción. La maldad, el horror y el espanto la empañaban.

—Es una diosa —murmuró para sí—. Una diosa de la luz que ha hecho cosas terribles. Lo he sabido todo el tiempo, pero no sabía que lo sabía. Por eso sentía tantas ganas de llorar por dentro.

Beleño no creía que pudiera explicárselo a Rhys, pues ni siquiera estaba seguro de poder explicárselo a sí mismo. Decidió que lo hablaría todo con Atta. Había descubierto que contar las cosas a un perro resultaba mucho más sencillo que contárselas a un humano, sobre todo porque Atta nunca hacía preguntas.

Pero cuando se volvió para parlamentar con Atta sobre Mina, vio que la perra se había tumbado sobre un costado y se había quedado profundamente dormida.

Beleño se dejó caer junto a Rhys, apoyado en la pared. El kender estaba allí sentado, pensando unas cosas alucinantes y escuchando la suave respiración de Rhys y la suave respiración de la niña, y la suave respiración de Atta—, y la suave respiración del viento, que suspiraba sobre las dunas de arena, y las olas que llegaban a la orilla y se alejaban, llegaban a la orilla y se alejaban...

6

Beleño se despertó sobresaltado con un ladrido de Atta.

La perra estaba de pie. Con las patas muy estiradas y el pelo del lomo de punta, miraba fijamente la entrada de la gruta. Beleño oyó un crujido, como si unas pisadas pesadas se dirigieran hacia ellos.

Estaban cerca y cada vez se aproximaban más.

Atta volvió a emitir un ladrido agudo de advertencia. Mina se despertó con el ruido, se echó la tela sobre la cabeza y volvió a dormirse. Los pesados chasquidos se detuvieron. Una sombra se posó sobre la entrada, tapando el sol.

—¡Monje! Sé que estás ahí.

La voz llegaba amortiguada, pero Beleño no tuvo problemas para identificarla.

—¡Krell! —aulló el kender—. ¡Rhys, es Krell!

Beleño era tan inmune al miedo como cualquier kender que se precie, pero también había sido agraciado con mucho más sentido común que la mayoría de los kender, algo que él achacaba a todo el tiempo que había pasado conversando con los muertos. Así que en vez de apresurarse a ir a saludar al Caballero de la Muerte, como cualquier otro kender habría hecho, Beleño se escabulló rápidamente a cuatro patas y volvió a gritar a Rhys.

—Estoy despierto —contestó Rhys con voz tranquila.

Estaba de pie, con el emmide entre las manos.

Atta, silencio. Aquí.

La perra trotó para ponerse a su lado. Ya no ladraba, pero no dejaba de gruñir.

Krell entró en la gruta con paso arrogante. No iba embutido en la armadura maldita de los Caballeros de la Muerte que solía llevar. Su coraza era la de la muerte. El yelmo era el cráneo de un carnero. Los cuernos se curvaban hacia detrás sobre la cabeza y se le veían los ojos a través de las cuencas de la calavera. El peto estaba hecho de huesos, era la parte superior del esqueleto de algún animal de inmensas proporciones. Llevaba los brazos y las piernas recubiertos de hueso, como si hubiera sacado fuera su propio esqueleto. Unas espinas también de hueso le sobresalían de las manos, los codos y los hombros. Para rematar su atuendo, llevaba una espada con empuñadura de hueso.

Tenía un aspecto imponente, aunque los ojos que centelleaban en el interior del cráneo de carnero ya no ardían con la llama aterradora de los muertos vivientes. En su mirada no había luz; estaba apagada. No hedía con el olor de la muerte. Simplemente apestaba, pues estaba sudando bajo todo el peso de la armadura. Tenía la respiración rasposa, porque la coraza era muy pesada y había tenido que recorrer a pie todo el camino desde el castillo.

Beleño dejó de caminar a cuatro patas y se puso de cuclillas.

—¡Krell, estás vivo! —exclamó Beleño, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera una mejoría—. Ya no eres un Caballero de la Muerte.

—¡Cállate! —gruñó Krell. Miró inquisitivamente toda la gruta, echó un vistazo a la niña dormida sin mucho interés, lanzó una mirada furiosa al kender y se volvió hacia Rhys—. He venido a por Mina. En nombre de mi señor Chemosh, exijo saber dónde está.

—Aquí no —contestó Beleño rápidamente—. No sabemos dónde está. No la hemos visto, ¿a que no, Rhys?

Rhys se quedó callado.

Krell entrecerró los ojos. Aunque apenas había luz, la gruta no era muy grande y no había rincones ni grietas donde esconderse.

—¿Dónde está Mina? —volvió a preguntar Krell.

—Puedes comprobarlo tú mismo —contestó Beleño en voy muy alta—. Aquí no está.

—Entonces, ¿dónde está? —inquirió Krell. Seguía con los ojos fijos en Rhys—. ¿Te acuerdas de la última vez que nos encontramos, monje? ¿Te acuerdas de lo que te hice? Te rompí prácticamente todos los huesos de la mano. Esta vez no voy a perder el tiempo rompiendo huesos. Directamente te cortaré la mano por la muñeca...

Krell empuñó la espada y dio un paso hacia Rhys.

Atta, quieta... —empezó a decir Rhys, pero ya era demasiado tarde.

Atta se abalanzó sobre Krell y le clavó los dientes en la pantorrilla, una parte que la greba de hueso le dejaba desprotegida.

Krell lanzó un aullido de dolor y se retorció para mirarse la pierna. La sangre empezó a manar por la herida con las dos filas de dientes marcados. Gruñó furioso y trató de herir a la perra con la espada. Atta se apartó ágilmente, mientras Rhys detenía el golpe con su cayado.