—¡Mina! —gritó Beleño—. Dirige el bote hacia esa gente...
—No, no lo hagas —lo contradijo Rhys de repente.
Aquellas personas estaban muy lejos de la costa, pero nadaban con ímpetu, sin dar muestras de cansancio o de estar intentando mantenerse a flote. Cientos de personas, nadando, lejos de la costa, dirigiéndose a la torre...
—¡Rhys! —gritó Beleño—, Rhys, son Predilectos y están nadando hacia la torre. Mina, ¡para! ¡Da media vuelta!
Mina negó con la cabeza. La satisfacción iluminaba sus ojos ambarinos. Una sonrisa le curvaba los labios y se rió, sin más motivo que la pura alegría.
El bote de vela avanzaba raudo, como si saltara sobre las olas.
—¡Mina! —volvió a llamarla Rhys, con preocupación—. ¡Da media vuelta!
La niña lo miró, sonrió y lo saludó con la mano.
—¡Esas personas son peligrosas! —gritó el monje, señalando frenéticamente a los muertos vivientes, algunos de los cuales ya habían llegado a la torre. Se veían muchos más agolpados en la entrada—. ¡Tenemos que volver!
Mina miró a los Predilectos desconcertada. El desconcierto rápidamente dio paso a la consternación y ésta al enfado.
—No tienen nada que hacer en mi torre —dijo, dirigiendo el bote directamente hacia ellos.
—¡Rhys! —aulló Beleño.
—No puedo hacer nada —contestó Rhys, y por primera vez entendió de verdad todo el peligro que entrañaba su nueva situación.
¿Cómo podía controlar él a una niña de seis años que colgaba del techo a un secuaz de Chemosh atándolo por los pies, que luego hacía aparecer un bote y que hacía surgir pasteles de carne a su antojo?
De repente, se sintió furioso. ¿Por qué no se ocupaban de ella los dioses en persona? ¿Por qué lo cargaban a él con aquella tarea?
El bote giró bruscamente. El emmide, que descansaba en el asiento que estaba junto a él, rodó hasta su mano. Lo asió y, a pesar de que estaba resbaladizo por el agua salada, volvió a sentir esa calidez reconfortante. Un dios, por lo menos, tenía sus razones...
—¡Rhys! ¡Cada vez estamos más cerca! —advirtió Beleño.
Ya se habían acercado mucho a la torre. Los Predilectos habían tomado la isla, que no era demasiado grande, y llegaban más por momentos. Algunos nadaban. Otros salían del fondo del mar agarrándose a las rocas, como si hubieran llegado caminando por el lecho marino. Trepaban por las rocas y a veces resbalaban y se caían al agua, pero siempre volvían. En su mayoría eran humanos, jóvenes y fuertes, todos muertos; pero al mismo tiempo, estaban espantosamente vivos, condenados a un mundo de dolor insoportable, víctimas del terrible beso de Mina. A Rhys se le estremeció el corazón a verlos.
—¿Qué hace toda esta gente aquí? —gritó Mina enfadada—. Esta torre es mía.
Le dio una vuelta al timón y desvió el bote de la corriente de aire. La embarcación se balanceó y se agitó, hasta que empezó a avanzar lentamente hacia la orilla de rocas, llevada por su propia inercia. Rhys temió que acabarían chocando, pero Mina demostró ser una hábil marinera y los condujo sanos y salvos entre las rocas, los corales y las algas que goteaban agua salada.
—Pásame esa cuerda —pidió Mina, mientras saltaba ágilmente a la orilla—, para que pueda amarrar el bote.
—¡Rhys! ¿Qué estás haciendo? —gritó Beleño, horrorizado—. ¡Soltad amarras! ¡Zarpemos! ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Nos matarán!
El emmide seguía desprendiendo calor en la mano de Rhys. Recordó lo que había pensado antes: su locura albergaba una terrible sabiduría. Por lo visto, aquello era algo que necesitaba hacer. Y él se lo había prometido. Ella no estaba en peligro. Ella no podía morir. Se preguntaba si Mina se daría cuenta de que él y Beleño sí corrían peligro.
Desde su posición aventajada, Rhys veía su propio reflejo en las relucientes paredes de cristal negro de la torre. La entrada no estaba a más de cien pasos y la puerta estaba abierta. Ya debía de haber un montón de Predilectos en el interior. Varios centenares de muertos vivientes esperaban en la isla, vagando sin destino. Al percatarse de la llegada de la embarcación, algunos se volvieron para observarlos con las cuencas vacías de sus ojos.
—¡Demasiado tarde! —gimió Beleño—. Ya nos han visto.
Rhys amarró rápidamente el bote y se apresuró a colocarse junto a Mina, asiendo su cayado. Beleño ayudó a Atta a desembarcar, después cogió un gancho del bote y, poco a poco y con recelo, siguió a Rhys.
—Ahora mismo podría estar en un bonito cementerio —dijo el kender compungido— haciendo una visita a unos cuantos muertos de esos que sí son agradables...
—¡Mina! —Uno de los Predilectos gritó su nombre.
—¡Mina! —repitió otro.
El nombre se propagó entre los muertos vivientes. Los Predilectos empezaron a correr hacia el bote.
—¿Por qué me conocen? —Mina se estremeció. Retrocedió asustada y se pegó a Rhys—. ¿Por qué se quedan mirándome con esos ojos horribles?
Los Predilectos se agolpaban alrededor, alargando las manos hacia ella y repitiendo su nombre.
—¡Los odio! ¡Haz que se vayan! —suplicó Mina. Se volvió y ocultó la cara entre los ropajes de Rhys—. ¡Haz que se vayan!
—¡Mina! Mina, tocadme —rogaban los Predilectos, extendiendo los brazos hacia la pequeña—. ¡Vos me convertisteis en lo que soy!
Uno de los Predilectos agarró a Mina por el brazo y la niña lanzó un grito aterrorizado. Rhys no podía sujetar a la pequeña y, al mismo tiempo, enfrentarse a los Predilectos. Hacía lo que podía por sostener a la niña, que se retorcía y no paraba de chillar. Lanzó el emmide a Beleño.
—¡Está bendito por el dios! —gritó Rhys.
El kender lo entendió. Tiró el gancho del bote y cogió el cayado al vuelo. Balanceándolo como si fuera una maza, lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la muñeca del Predilecto.
Al tocar el cayado, la carne de la mano del Predilecto se ennegreció y se desprendió del hueso. Dejó al descubierto la mano de un esqueleto que, por desgracia, se negaba a soltar a su presa. Los dedos de hueso se aferraban al brazo de Mina.
—¡Eso fue de muchísima ayuda! —gritó Beleño, lanzando una mirada furiosa a los cielos—. ¡Creía que un dios podría hacerlo un poco mejor!
Más y más Predilectos seguían rodeándolos. Beleño los golpeaba con el cayado, intentando derribarlos, pero no estaba teniendo demasiada suerte. El hecho de que la carne se les pusiera negra y se les cayera de los huesos no parecía molestarles lo más mínimo. Ellos seguían acercándose y Beleño seguía balanceando el cayado. Ya estaban empezando a dolerle los brazos, tenía las manos sudorosas y sentía ganas de devolver ante aquel truculento espectáculo de manos y brazos sin carne agitándose alrededor.
Atta daba dentelladas y ladraba. Se lanzaba sobre los Predilectos, hundía los dientes en cualquier parte que se le pusiera a tiro, pero los mordiscos de la perra tenían menos consecuencias aún que el cayado.
—¡Volvamos al bote! —exclamó entrecortadamente Rhys, intentando sujetar a Mina y mantener a raya a los Predilectos como podía. Los muertos vivientes no le prestaban ninguna atención ni él, ni al kender y a la perra. Estaban desesperados por alcanzar a Mina.
Beleño se sobresaltó cuando la niña lanzó un agudo chillido, justo en su oreja, y dejó caer el emmide.
Unos dedos esqueléticos agarraron a Mina por la muñeca. Rhys golpeó al Predilecto en la cara con el canto de la mano y le rompió la nariz y los pómulos. Mina se quedó mirando espeluznada los huesos de los dedos que se hundían en su carne y, lanzando un grito agudo, pegó al Predilecto con el puño.
Una llama, ámbar y abrasadora, consumió completamente al Predilecto. No quedaron de él más que las cenizas. El calor del estallido de fuego golpeó a Rhys y Beleño y después desapareció.