—Rhys —dijo Beleño temblando, un momento después—, ¿todavía tengo cejas?
Rhys logró lanzarle una mirada tranquilizadora, pero eso fue lo único que tuvo tiempo de hacer. Mina, sin soltarse de su mano, se volvió para enfrentarse a los Predilectos.
El furor de la ira divina de Mina los había hecho retroceder. Ya no intentaban agarrarla. Seguían cercándola, observándola con las cuencas vacías de sus ojos y repitiendo su nombre incansablemente. Algunos pronunciaban «Mina» en un tono triste y suplicante. Otros ladraban el nombre de «Mina», desesperados y furiosos.
—¡Dejad de decir eso! —chilló Mina con voz aguda.
Los Predilectos se quedaron en silencio.
—Voy a ir a mi torre —dijo Mina, airada—. Apartaos de mi camino.
—Deberíamos volver al bote —apremió Beleño—. ¡A la carrera!
—Jamás llegaríamos —contestó Rhys.
Los Predilectos no permitirían que Mina se fuera. Habían estado esperándola en aquel lugar. Quizá una orden suya los hubiera convocado en la isla.
—Nuestras vidas están en sus manos —dijo Rhys.
Con movimientos lentos, se agachó y recogió su cayado.
—No hay pastel de carne que pague esto —se lamentó Beleño entre susurros.
8
Mina echó a caminar, tirando de Rhys. Los Predilectos retrocedían para dejarla pasar. La niña avanzaba entre la multitud de muertos vivientes, observándolos recelosamente con los ojos asustados. Apretaba la mano de Rhys con tanta fuerza que sus dedos le dejaron marcas rojas. Beleño los seguía pegado a ellos, tropezando con los talones de Rhys. Atta se mantenía al lado del monje, temblando y enseñando los colmillos. En su pecho vibraba un gruñido constante.
—Explícame otra vez por qué estás haciendo esto —dijo Beleño.
—¡Ssh! —advirtió Rhys.
Había visto que las cuencas vacías se apartaban de Mina, se posaban en el kender y que después un rayo de sol se reflejaba en el acero. Sin embargo, los Predilectos no atacaron. Rhys tenía el presentimiento de que no lo harían mientras estuvieran con Mina.
—Rhys —susurró Beleño—, ¡no se acuerda de ellos! ¡Y fue ella quien los creó!
Rhys asintió y siguió caminando. Los Predilectos habían estado vagando por la isla con pasos perdidos, como solían hacer, hasta que habían visto a Mina. A partir de ese momento, no tenían ojos para otra cosa. Se agolpaban alrededor, pronunciando su nombre con veneración. Algunos intentaban acercarse, pero Mina se apartaba de ellos.
—¡Fuera! —les ordenaba con brusquedad—. No me toquéis.
Uno a uno iban retrocediendo.
Mina seguía avanzando hacia la torre de la mano de Rhys. Cuando llegaron a la entrada, encontraron la puerta de doble hoja cerrada.
—Todo este camino y ahora se olvida la llave —murmuró Beleño.
—No necesito ninguna llave. Ésta es mi torre —contestó Mina.
Soltó a Rhys, se acercó a la gigantesca puerta y, reuniendo todas sus fuerzas, la empujó. Bajo su mano, las pesadas hojas se abrieron poco a poco.
Mina entró dando saltitos y mirándolo todo con la curiosidad y el asombro de un niño. Rhys la siguió más despacio. Aunque la torre estaba hecha de cristal, algún tipo de magia en las paredes impedía la entrada de la luz. El sol de la mañana ni siquiera traspasaba el umbral, sino que algo lo engullía en la puerta. En el interior todo era oscuridad. Se detuvo justo al cruzar la entrada.
Poco a poco, sus ojos se habituaron a la oscuridad fría y húmeda, y se dio cuenta de que tal oscuridad no era tanta como parecía en un primer momento. Las paredes de cristal tamizaban la luz del sol, de forma que el interior estaba bañado por una luz pálida y suave, que recordaba a la de la luna.
La entrada era lúgubre. En las paredes de cristal había tallada una escalera de espiral, que giraba alrededor del espacio hueco y conducía hacia arriba, más allá de donde alcanzaba la vista. Unas esferas de luz mágica guiaban los pasos de aquellos que ascendieran por la escalera, a intervalos regulares. La mayoría de ellas parpadeaban como velas bajo el viento, como si su magia empezara a debilitarse. Otras ya se habían apagado por completo.
Mucho tiempo atrás, el salón de entrada de la Torre de Alta Hechicería de Istar debía de haber sido magnífico. Allí los hechiceros de Istar recibirían a otros hechiceros, a los invitados y dignatarios. Debía de haber sido allí donde esperaron al Príncipe de los Sacerdotes para entregarle la llave de su amada torre, convencidos con gran pesar de que era mejor rendirse que arriesgar vidas inocentes en la batalla.
Rhys pensó que quizá el último mortal en atravesar aquella sala hubiera sido el mismo Príncipe de los Sacerdotes. Se lo imaginó, imponente con toda su magnificencia equivocada, dando un paseo triunfal, felicitándose a sí mismo por haber expulsado a sus enemigos, antes de dejar tras de sí las enormes puertas cerradas y selladas para siempre. El funesto destino de Istar, cerrado y sellado.
Nada quedaba de aquella gloria y grandeza. Los muros estaban húmedos y mugrientos, cubiertos de arena y limo. El barro, las algas y los peces muertos que cubrían el suelo le llegaban hasta la altura del tobillo.
—¡Puf! ¡Esta torre da asco, Mina! —dijo Beleño en voz alta. Agarrando a Rhys por la manga, el kender añadió en voz baja y alarmada—: ¡Cuidado! Me ha parecido oír unas voces susurrando. Por allí. —Meneó el pulgar.
Rhys escudriñó las sombras, en la dirección que Beleño había señalado. No vio nada, pero sentía que unos ojos lo observaban y oyó la respiración entrecortada de alguien, como si hubiera corrido una larga distancia.
El cansancio no acosaba a los Predilectos. Quienquiera que se ocultara entre las sombras tenía que ser un ser vivo. Rhys había dado por hecho que la torre estaría vacía. Al fin y al cabo, la habían arrancado del fondo del mar. Empezaba a pensar que su hipótesis original podía no ser cierta. Nuitari había construido la torre con su magia. Era más que probable que hubiera encontrado el modo de que sus hechiceros pudieran habitarla, incluso aunque descansara en lo más profundo del océano.
Rhys miró a Atta, que solía advertirle del peligro. La perra había percibido algo entre las sombras, pues de vez en cuando giraba la cabeza para mirar hacia allí. No obstante, los Predilectos suponían la mayor amenaza para ella, así que toda su atención se centraba en ellos. Lanzó un ladrido agudo de advertencia.
Rhys se volvió y vio a los Predilectos agolpándose en la puerta abierta. No entraban, sino que se quedaban vacilando, con los ojos sin vida clavados en Mina.
—¡No dejes que se acerquen! —pidió la pequeña a Rhys—, No quiero que entren aquí.
—La mocosa tiene razón —graznó una voz nasal, chirriante y aguda, desde las sombras—, ¡No dejes entrar a esos demonios! Nos matarán a todos. ¡Cerrad las puertas!
Nada le habría gustado más a Rhys que obedecer la orden, pero no sabía cómo funcionaba la puerta. La hoja doble estaba hecha de bloques de obsidiana, granito rojo y mármol blanco, y tenía cuatro veces la altura de un hombre; cada una de ellas debía de pesar como una casa pequeña.
—Dime cómo cerrarlas —gritó como respuesta.
—En nombre del Abismo, ¿cómo quieres que lo sepamos? —tronó una voz más profunda, malhumorada—. ¡Fuiste tú quien abrió las malditas puertas! ¡Así que ahora la cierras tú!
Pero Rhys no había abierto la puerta, sino Mina, y ella tenía demasiado miedo a los Predilectos para volver. Los Predilectos seguían concentrándose alrededor de la entrada, pero no encontraban la forma de cruzar y parecía que eso los frustraba.
—Es como si algún tipo de fuerza les bloqueara el paso —gritó Rhys a los desconocidos entre las sombras—. Supongo que vosotros dos sois hechiceros. ¿Tenéis idea de qué puede ser esa fuerza o cuánto durará?
Le llegaron fragmentos de una discusión entre susurros y después salieron de las sombras dos hechiceros ataviados con túnicas negras. Uno de ellos era alto y delgado, con las orejas puntiagudas propias de los elfos y el rostro de un mestizo salvaje. Tenía el cabello desgreñado y la túnica mugrienta y hecha jirones. Sus ojos almendrados miraban rápidamente de un lado a otro, como la cabeza de una serpiente atacante. En un momento dado, esos ojos se cruzaron con los de Rhys por accidente e inmediatamente desvió la mirada.