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El otro hechicero era un enano, bajo, de espaldas anchas y con una larga barba. El enano estaba más limpio que su compañero. Sus ojos, apenas visibles bajo las pobladas cejas, eran fríos y astutos.

Parecía que los dos hechiceros acabaran de pasar por una terrible experiencia, pues el semielfo tenía el rostro magullado. Lucía además un ojo morado y se había atado un jirón de tela sucia alrededor de la muñeca izquierda. El enano cojeaba y tenía la cabeza envuelta en vendas empapadas de sangre.

—Yo soy Rhys Alarife —se presentó Rhys—. Y él es Beleño.

—Yo soy Mina —anunció la niña, ante lo que el enano se sobresaltó un poco y se quedó observándola con los ojos entrecerrados.

El semielfo los miró con desprecio.

—Y a quién le importa quiénes seáis, idiotas —dijo con odio.

El enano le dirigió una mirada torva.

—Yo me llamo Basalto y él es Caele —dijo el enano, dirigiéndose a Rhys, pero sin dejar de observar a Mina—. ¿Cómo entrasteis en nuestra torre?

—¿Qué es esa fuerza que bloquea la entrada? —insistió Rhys.

Basalto y Caele intercambiaron una mirada.

—Creemos que debe de ser el señor —respondió Basalto de mala gana—. Lo que quiere decir que a vosotros os dejó entrar y que está manteniendo a esos demonios fuera. Lo que queremos saber es por qué a vosotros os dejó entrar.

Mina había estado mirando fijamente a los hechiceros. Arrugaba la frente, como si estuviera intentando recordar dónde los había visto antes.

—Yo os conozco —dijo de repente—. Tú intentaste matarme. —Señalaba al semielfo.

—¡Está mintiendo! —exclamó Caele con un gañido—, ¡Yo no había visto a esta mocosa en mi vida! Tenéis cinco segundos para decirme qué estáis haciendo aquí o de los contrario invocaré un hechizo que os reducirá a...

Basalto le pegó un codazo en las costillas y le dijo algo en voz baja.

—¡Tú eres un tarado! —se burló Caele.

—¡Mírala! —insistió Basalto—. Esa podría ser la razón por la que el señor... —El resto de la frase se perdió en un murmullo.

—Por una vez, estoy de acuerdo con Mina —dijo Beleño—. Confío tanto en estos dos como disfruto de la peste que echan. ¿Quién es ese señor del que tanto hablan?

—Nuitari, dios de la luna negra —contestó Rhys.

Beleño dejó escapar un gemido desesperado.

—Más dioses. Justo lo que necesitábamos.

—Tengo que encontrar las escaleras para bajar —dijo Mina a Rhys—. Vosotros dos quedaos aquí y echadles un ojo.

Señaló a los hechiceros y, después de lanzarles una última mirada hosca, empezó a recorrer la vasta sala, curioseando y explorando las sombras.

—Si se trata de Nuitari, ojalá cerrara la puerta —comentó Beleño, observando a los Predilectos, que a su vez lo observaban a él.

—Si lo hiciera, no podríamos salir—dijo Rhys.

Durante todo ese tiempo, Caele y Basalto no habían dejado de discutir entre ellos.

—Venga —dijo Caele y dio un empujón a Basalto—, Pregúntales.

—Pregúntales tú —gruñó Basalto, pero al final fue él quien se acercó a Rhys arrastrando los pies.

—¿Qué son esos demonios? —quiso saber—. Sabemos que son una especie de muertos vivientes. Nada de lo que hemos probado los detiene. Ni la magia ni el acero. Caele le clavó la espada a uno en el corazón y se desplomó, pero ¡después se levantó e intentó estrangularlo!

—Se los conoce como los Predilectos. Son unos muertos vivientes discípulos de Chemosh —explicó Beleño.

—Te lo dije —gruñó Basalto a Caele—, ¡Es ella!

—Estás loco —le respondió Caele mascullando.

—¿Cómo acabó vuestra torre aquí en el Mar Sangriento? —preguntó Beleño con curiosidad—. Ayer no estaba.

—¡A nosotros nos lo dices! —bufó Basalto—. Ayer estábamos en nuestra torre, a salvo en el fondo del mar, ocupándonos de nuestras cosas. Entonces hubo un terremoto. Las paredes empezaron a temblar, el suelo era el techo y el techo era el suelo. No sabíamos si estábamos cabeza arriba o cabeza abajo. Se rompió todo, los frascos y los tubos. Los libros salieron disparados de los estantes. Pensábamos que estábamos muertos.

»Cuando todo dejó de temblar, miramos afuera y nos encontramos plantados en este islote. En cuanto intentamos salir a gatas por una puerta lateral, esos demonios intentaron acabar con nosotros.

Rhys pensó en el poder que había arrancado aquella torre del fondo del mar y miró a la niñita que daba vueltas de un lado a otro, buscando detrás de las columnas y palpando las paredes.

—¿Qué está haciendo? ¿Está jugando al escondite? —Beleño lanzó una mirada intranquila a los Predilectos y otra a los dos hechiceros—. Vámonos de aquí. No me gusta eso de clavar una espada a alguien en el corazón, ni aunque fuera un Predilecto.

—Mina... —empezó a llamar Rhys.

—¡Lo encontré! —anunció ella triunfalmente.

Estaba bajo una entrada abovedada, oculta entre las sombras, que llevaba a otra escalera de caracol más pequeña.

—Venid conmigo —ordenó Mina—. Decid a los hombres malos que ellos tienen que quedarse aquí.

—¡Ésta es nuestra torre! —protestó Caele.

—¡No! —replicó Mina.

—Sí...

Basalto intervino, apoyando la mano en el brazo de Caele con firmeza.

—No iréis a ningún sitio sin nosotros —dijo Basalto fríamente.

Caele gruñó como muestra de que estaba de acuerdo y se zafó de la mano de su compañero.

Atta y yo estaremos vigilándolos —prometió Rhys, pensando que sería mejor tener a los hechiceros donde pudiera verlos, en vez de merodeando a sus espaldas.

Mina asintió.

—Pueden venir, pero si intentan hacernos daño, le diré a Atta que los muerda.

—Adelante. Me gustan los perros —dijo con desprecio Caele. Hizo una mueca con la boca—. Fritos.

Mina cruzó la entrada y comenzó a bajar por la escalera. La seguía Beleño, con Atta pisándole los talones. Rhys iba el último, vigilando con el rabillo del ojo a los hechiceros. El semielfo le decía algo apresuradamente a su compañero al oído, mientras hacía gestos de clavar un puñal. Para dar más énfasis a un punto, lo apuñalaba una y otra vez con un dedo sucio. Por lo visto, al enano no le gustaba lo que fuera que el semielfo le estaba proponiendo, porque se apartó con el entrecejo fruncido y negó con la cabeza. El semielfo murmuró algo más y parecía que eso el enano sí lo tomaba en consideración. Al final, asintió.

—¡Espera, monje! ¡Parad! —gritó—. Os está llevando a la muerte —advirtió Basalto—. ¡Ahí abajo hay un dragón!

Beleño resbaló, tropezó en un escalón y cayó sobre sus posaderas.

—¿Un dragón? ¿Qué dragón? —El kender se frotó el coxis dolorido—. ¡A mí nadie me había dicho nada de un dragón!

—El dragón es el guardián del Solio Febalas— dijo Basalto.

—¿El Solo Cebada? —repitió Beleño—. ¿Qué es eso?

Rhys no podía creer lo que acababa de oír.

—El Solio Febalas —aclaró Rhys con la voz temblorosa—. La Sala del Sacrilegio. Pero... no puede ser. La sala se perdió durante el Cataclismo.

—Nuestro señor la encontró —afirmó Basalto con orgullo—. Es un tesoro repleto de raras y valiosas reliquias sagradas.

—Valen un dineral. Por eso el dragón lo está vigilando —añadió Caele—, Si intentáis entrar, el dragón os matará y os comerá.

—Esto cada vez se pone mejor —dijo Beleño sombríamente.

—¡Bah! El dragón no va a comerse a nadie —repuso Mina tranquilamente—, A mí no me comió y ya he estado ahí abajo. Es una hembra de dragón y se llama Midori. Es una dragón marina y muy vieja. Muy, muy vieja.