—Rhys —dijo Beleño—, estoy seguro de que a un montón de kenders les encantaría que un dragón marino los devorase. Pero da la casualidad de que yo no soy uno de ellos.
—¡Así habla un hombre sensato! Tú y el monje deberíais volver arriba —apremió Caele—. Basalto y yo iremos con la... niñita.
—¡Qué buena idea! —exclamó Beleño y empezó a subir escaleras arriba.
Rhys lo agarró y le obligó a dar media vuelta.
—Nos quedaremos con Mina —dijo y siguió caminando, llevando consigo a Beleño.
Volvieron a oírse más susurros a su espalda.
—Al señor no le va a gustar que bajemos ahí —oyó decir a Basalto.
—Tampoco le va a gustar que nos lo roben todo —replicó Caele.
Basalto agarró con fuerza a Caele por la muñeca.
—No seas idiota —dijo el enano y añadió algo en un lenguaje que Rhys no entendió.
Caele gruñó y tiró de la manga para volver a colocársela, pero a Rhys le dio tiempo a vislumbrar un resplandor metálico.
Rhys se volvió. Estaba claro que aquellos dos estaban tramando algo y suponía que tenía que ver con el Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Si estaban diciendo la verdad y Nuitari había encontrado la sala perdida, entonces lo que decía el semielfo de que valía un dineral era cierto. ¡Un dineral de dinerales! Se decía que los soldados del Príncipe de los Sacerdotes habían confiscado reliquias y pociones bendecidas por todos los dioses. Realmente sería un gran tesoro para cualquiera, incluso para dos seguidores de Nuitari.
Aquellos artefactos habían sido creados en la Era del Poder, cuando el dominio de los clérigos no tenía rival. Los sacerdotes de todos los dioses aceptarían cualquier precio con tal de conseguir poderosas reliquias sagradas que se creían perdidas desde hacía mucho tiempo. Los más apreciados de todos, los más anhelados, serían los artefactos bendecidos por Takhisis y Paladine. Aunque los dos dioses ya no se encontraran en el panteón, sus antiguos objetos podían seguir conservando su poder. La riqueza de naciones enteras no bastaría para pagar tal tesoro.
«Quiero llevar a Goldmoon un regalo...»
Rhys se detuvo bruscamente. Ésa era la razón por la que Mina había ido a la torre. Se dirigía a la Sala del Sacrilegio.
Beleño, al oír que se había detenido, giró la cabeza.
—Los peldaños están resbaladizos —dijo el kender—. Tienes que ir con cuidado. Tampoco es que importe si nos caemos y nos partimos la cabeza, ¡ya que todos vamos a ser devorados por un despiadado dragón marino! —exclamó, subiendo cada vez más la voz.
—¡No nos van a devorar! —gritó Mina. Subió la escalera dando saltitos—. El dragón no está.
—¡No está! —repitió Caele, sin aliento.
—¡Es nuestro! —exclamó Basalto entrecortadamente.
Los dos hechiceros pasaron junto a Rhys empujándolo y se lanzaron hacia el final de la escalera, dándose codazos entre sí.
9
Los hechiceros giraron en la siguiente vuelta de la escalera de caracol y desaparecieron. Rhys se apresuró detrás de ellos y superó a Beleño, que a duras penas lograba no quedarse atrás. Rhys encontró a Basalto y a Caele haciendo equilibrios en el último peldaño, mirando con expresión consternada.
Para mantener alejados a los ladrones de los valiosos objetos que guardaba la Sala del Sacrilegio, Nuitari había metido el Solio Febalas en una esfera enorme llena de agua del mar. La Sala estaba protegida por tiburones, pastinacas y otro tipo de seres marinos que resultaban letales, entre ellos una vieja hembra de Dragón del Mar.
Pero de aquella ingeniosa caja fuerte acuática de Nuitari no quedaban más que montículos de arena húmeda en los que brillaban los trozos del cristal roto.
La esfera se había hecho añicos durante el viaje de la torre. El agua del mar se había derramado y con ella se habían ido los monstruos marinos. Por lo visto Midori, arrancada bruscamente de su descanso por el golpe, había decidido que ya había tenido más que suficiente y se había ido a buscar un hogar un poco más estable. La destrucción llegaba hasta donde alcanzaba la vista.
—¡No! ¡Atta, para! —gritó Beleño mientras sujetaba a la perra por el pescuezo, justo cuando ya empezaba a adentrarse en la arena—. ¡Vas a destrozarte las patas! ¿Dónde está el Feble Solitario? —preguntó a Mina.
La niña señaló en silencio y con gesto sombrío al centro de aquel desastre.
—Vaya, bueno. Supongo que no podemos llegar allí —dijo Beleño de buen humor—. Oye, tengo una idea. Vamos a navegar hasta Flotsam. Conozco una taberna donde te ponen un filete de ternera con patatas muy crujientes y unos guisantes verdes para acompañar con...
—Beleño —lo reprendió Rhys.
—¡No se lo he pedido a ella! —se defendió el kender en un susurro—. Sólo mencioné el filete de ternera por si da la casualidad de que tiene hambre.
—Era tan bonito —dijo Mina y se echó a llorar.
Basalto se había quedado mirando aquel desastre con expresión sombría.
—Me da igual lo que diga el señor —declaró el enano—. Yo no voy a limpiar todo esto. —Oyó reír a Caele por lo bajo y frunció el entrecejo—. ¿Qué te hace tanta gracia? ¡Esto es un desastre!
—Para nosotros no —repuso Caele con una sonrisa taimada.
Al ver que el monje estaba ocupado consolando a la niña llorosa, Caele se escabulló silenciosamente escaleras arriba, haciendo un gesto a Basalto para que se uniera a él.
—¿No te das cuenta de lo que significa esto? —susurró Caele cuando estaban lo suficientemente lejos para que los demás no pudieran oírlos—. ¡El dragón se ha ido! ¡La Sala del Sacrilegio ya no está vigilada! ¡Somos ricos!
—Si es que la Sala sigue aquí —replicó Basalto—. Y si sigue intacta, cosa que dudo. —Hizo un gesto hacia los restos de la esfera—. ¿Y cómo piensas llegar a ella? Casi sería mejor que el dragón siguiera aquí, porque esos trozos de cristal son más afilados que sus dientes e igual de letales.
—Si la Sala sobrevivió al Cataclismo, seguro que sobrevivió a esto. Ya lo verás. Y en cuanto a cómo llegar a ella, ya se me ha ocurrido algo.
—¿Qué hacemos con Mina y sus amigos? —preguntó Basalto.
Caele sonrió. Se subió la manga y dejó al descubierto un cuchillo que llevaba sujeto a la muñeca.
Basalto resopló.
—¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez que intentaste matarla? ¡Acabaste prisionero en tu propia tumba!
— Tenía a ese cabrón de Chemosh de su lado —dijo Caele, ceñudo—. Esta vez lo único que tiene es un monje y un kender. Tú matas a esos dos y yo...
—¡A mí déjame al margen! —gruñó Basalto—. Ya estoy harto de tus complots y tus planes. ¡Lo único que me traen son problemas!
Caele empalideció de furia. Un rápido movimiento de muñeca después, tenía el cuchillo en la mano. Pero Basalto estaba preparado. Siempre había tenido claro que un día acabaría matando al semielfo y ese día bien podía haber llegado ya.
Empezó a recitar un hechizo. Caele entonó un contrahechizo. Los dos se miraron con odio.
Mina contemplaba las ruinas de la esfera de cristal con lóbrego asombro.
—Quería nadar otra vez en el agua del mar. Quería hablar con la hembra de dragón...
—Lo siento, Mina —dijo Rhys sin saber qué más podía decirle.
El monje tenía sus propias preocupaciones. Si realmente el Solio Febalas estaba en medio de todo aquel caos, debería encontrarlo, asegurarse de que estaba a salvo y su contenido seguro. Oía a los dos Túnicas Negras tramando algo y aunque no podía distinguir lo que decían, no le cabía ninguna duda de que estaban planeando cómo robar los objetos sagrados.
Si hubiera estado solo, a Rhys no le habría importado arriesgar su propia vida tratando de encontrar un camino entre las esquirlas de cristal, pero no podía aventurarse por la arena y dejar a sus amigos y a la perra detrás. Esa opción quedaba descartada con los Predilectos agolpándose en el exterior de la torre, mantenidos a raya por sólo los dioses sabrían qué fuerza. Tampoco confiaba en los dos Túnicas Negras.