El semielfo bajó la escalera corriendo y patinó al frenar después del último peldaño. Los trozos de cristal seguían allí, las puntas sobresalían entre la arena.
—Si no estuvieras tan impaciente por cortarme la cabeza, ahora mismo estaríamos allí, ayudándonos a nosotros mismos a ser un poco más ricos. —Basalto agitó el puño hacia el semielfo.
—Tienes razón, no hay duda, Basalto —convino Caele, repentinamente sumiso—. Siempre tienes razón. Dale recuerdos al señor.
El semielfo levantó una mano, hizo una fioritura y desapareció.
—¿Qué? —Basalto parpadeó—, Pero...
El enano lo comprendió de golpe. Tomó una buena bocanada de aire y la dejó escapar en un bramido.
—¡Ha ido detrás de ellos!
Basalto dio un repaso rápido mentalmente a su catálogo de hechizos y empezó a revolver nerviosamente en todos los saquitos de ingredientes para comprobar lo que tenía a mano. Había acudido preparado para la batalla, no para viajar a un destino desconocido en el fondo del mar y protegido por cristales rotos. Se preguntaba qué magia habría utilizado Caele y llegó a la conclusión de que lo más probable era que el semielfo hubiese recurrido a un hechizo conocido como la puerta entre dimensiones. Era uno de los favoritos de Caele, porque sólo hacía falta pronunciar unas palabras, no se necesitaba ingrediente alguno. A Caele no le gustaban los hechizos con ingredientes, principalmente porque era demasiado vago para ir a buscarlos.
Basalto también estaba familiarizado con el hechizo de la puerta entre dimensiones, pero había un inconveniente. Para conjurar el encantamiento, el hechicero tenía que conocer el lugar al que iba, pues debía visualizarlo. Basalto no tenía la menor idea de dónde estaba la Sala del Sacrilegio o cómo era. Jamás había estado dentro de la esfera llena de agua que la protegía.
Caele, por el contrario, sí había estado en el interior de la esfera. Nuitari lo había obligado a visitar a la hembra de dragón, Midori, para recoger un poco de su sangre. Luego la utilizaría en el cuenco de las visiones de dragón con el que espiaba a sus enemigos. Caele nunca había mencionado que hubiera visto la Sala en persona, pero el semielfo era un cabrón escurridizo, astuto y mentiroso. Basalto sospechaba que Caele habría fisgoneado un poco mientras estaba allí abajo y simplemente se lo había callado.
Al imaginarse a Caele en la Sala, recogiendo valiosos tesoros a manos llenas, Basalto hizo rechinar los dientes de furia. Miró con odio las esquirlas de cristal que le cerraban el paso y pensó con nostalgia lo maravilloso que sería pasar por encima flotando sin más. Eso hizo que se le ocurriera un hechizo.
Basalto no tenía los ingredientes exactos necesarios a mano, pero podría hacer un apaño. El hechizo requería gasa, así que arrancó la venda que le envolvía la frente y cortó un trozo con un cuchillo. Solía llevar el cabo de una vela, porque el fuego o la cera siempre resultaban útiles. La vela era cera de abeja y la había hecho él mismo. Estaba muy orgulloso de ella, porque poseía propiedades mágicas.
Con la gasa en una mano y la vela en la otra, pronunció la orden adecuada y la vela se encendió. Sostuvo la tela sobre la llama hasta que se prendió, dejó que ardiera un momento y después la apagó. Del tejido ennegrecido salía una fina columna de humo. Basalto dijo una palabra mágica y aguardó nervioso para comprobar si el hechizo había funcionado.
Lo invadió una sensación extraña y placentera, como si la carne y el hueso, la piel y el músculo, pasaran por arte de magia al estado líquido y después al gaseoso. Lo que quedó de él fue una nube de gas, carente de sustancia. Hacía tiempo que Basalto no utilizaba aquel hechizo y se le ocurrió, demasiado tarde ya, que no estaba muy seguro de cómo se recuperaba el cuerpo después. Pero ya se preocuparía de eso más adelante. En ese momento lo que tenía que hacer era alcanzar a Caele.
Desplazándose con las corrientes de aire, la forma gaseosa de Basalto, que parecía una espeluznante nube de humo negro, pasó flotando sobre los cristales cortantes y entró en lo que quedaba de la esfera de cristal.
10
Beleño había estado esforzándose por demostrar a Mina que se sentía ofendido, lo que era comprensible, porque primero lo había metido en un montón de agua salada y después estuvo a punto de ahogarlo, pero un rato después ya la había perdonado. Le gustaba la nueva sensación de poder respirar debajo del agua como si tuviera branquias en el cuello que palpitaran hacia dentro y hacia fuera. Se palpó el cuello para comprobar si realmente las tenía y se quedó muy desilusionado al ver que no era así. En ese momento, llegó al castillo.
Rhys y Mina estaban discutiendo. Por lo que parecía, Mina quería que Rhys entrara y el monje se negaba rotundamente, actitud que Beleño, como kender con sentido común, aprobaba, pues había supuesto inmediatamente que aquel edificio debía de ser el Solano de Famas o la Sala del Sacro Lejos o como se llamase.
Beleño se quedó chapoteando, mientras esperaba que la discusión llegase a su fin, y no tardó en aburrirse. Allí abajo lo único que podía hacer uno era nadar. Se preguntó cómo podían soportarlo los peces. Como no había nada más que ver, aparte del castillo de arena, decidió echarle un vistazo y se fijó en que la puerta era de lo más interesante, pues estaba hecha de perlas y tenía la esmeralda más grande y hermosa que el kender hubiera visto jamás. Se acercó nadando para verla desde más cerca.
Beleño nunca logró explicarse lo que sucedió después. O su sentido común decidió hacer las maletas y marcharse de vacaciones; o su lado más kender se despertó, le pegó un buen porrazo al sentido común y lo dejó fuera de juego.
En realidad, daba lo mismo.
El hecho era que aquella esmeralda era la más grande y hermosa que Beleño hubiera visto jamás y cuanto más se acercaba a ella, más grande y hermosa parecía. Así que al final, el lado kender que realmente tenía, por mucho que su padre pensara lo contrario, no tuvo más remedio que alargar el brazo, coger la esmeralda e intentar soltarla.
Entonces pasaron dos cosas, una de ellas mala y la otra peor.
La mala fue que la esmeralda no se soltó.
La peor fue que la puerta sí lo hizo.
Se abrió la puerta.
«¡Vaya!» Eso fue todo lo que pudo gritar el sorprendido kender antes de que el agua del mar corriera al interior del castillo de arena y lo arrastrara consigo.
La puerta se cerró.
Las rápidas corrientes de agua revolcaron a Beleño y, durante un momento de gran tensión, no sabía si estaba del derecho o del revés. Entonces el agua lo dejó sobre una superficie sólida y prosiguió sin él. Se quedó quieto un momento, con la respiración entrecortada e intentando asimilar todo lo ocurrido tan repentinamente. Cuando superó el sobresalto, se percató de que estaba respirando aire y no agua, algo que lo alegraba. Había estado repasando mentalmente todo lo que sabía sobre la dieta de los peces y había llegado a la triste conclusión de que iba a tener que sobrevivir a base de gusanos.
Después de tomar unas bocanadas de aire profundas y tranquilizadoras, decidió levantarse y echar un vistazo alrededor.
Echó un vistazo y otro vistazo más, y cuantos más vistazos echaba, más seguro estaba, con un temblor en el estómago, de que él no debía estar en aquel sitio. En esa situación, un kender con sentido común, incluso un kender con cuernos, no podía hacer más que una cosa.
—¡Rhys! —aulló Beleño—, ¡Ayúdame!
Rhys se volvió justo a tiempo para ver cómo Beleño era arrastrado al interior de la Sala del Sacrilegio y la puerta se cerraba detrás de él. Mina reía y daba palmadas.
—Ahora, señor monje, tienes que entrar. Gano yo.
La niña sonrió y le sacó la lengua.
Rhys nunca había sido padre y a menudo se había preguntado cómo era posible que un padre diera un buen azote a su propio hijo. Estaba empezando a entenderlo.
Mina nadó hasta la puerta y pasó la mano por la esmeralda tallada. Cuando la puerta se abrió lentamente, una corriente de agua empujó a Mina y a Rhys al interior y tumbó a Beleño, que estaba dando puñetazos a la puerta desde dentro.