Выбрать главу

—Está diciendo la verdad —intervino Mina a su favor—. El dios quería que lo tuviera. Igual que los dioses querían que yo tuviera mis regalos para Goldmoon. Eso me recuerda una cosa, ¿podrías guardármelos? —Mina le tendió a Rhys los dos objetos—. Tengo miedo de perderlos.

—Hagas lo que hagas, ¡no te pongas el collar! —advirtió Beleño.

—Creo que a Goldmoon van a gustarle —prosiguió Mina, entregándole a Rhys primero la pirámide de cristal y después el collar—. Cuando los dioses se fueron, Goldmoon me dijo que estaba muy triste. A pesar de que pasaban años y más años, seguía echándolos de menos. Yo le prometí que encontraría a los dioses y que se los devolvería. Y lo hice.

Mina sonrió, satisfecha consigo misma.

Rhys se estremeció. Mina no había encontrado a un dios. El dios, Takhisis, la había encontrado a ella. Takhisis mintió a Mina, la corrompió y la hizo esclava de la oscuridad, cuando debería estar regocijándose en la luz. ¿Había sido Mina una víctima inocente o desde el principio distinguía el bien del mal y había escogido la oscuridad deliberadamente? Y en ese momento, ¿intentaba borrar sus recuerdos, en un esfuerzo por olvidar los terribles crímenes que había cometido? ¿O realmente los habría olvidado? ¿Estaba fingiendo? ¿O era locura?

Quizá ni siquiera Mina supiera las repuestas. Quizá ésa era la razón por la que iba a Morada de los Dioses. Y él iba a hacer aquel extraño viaje con ella, para acompañarla, guiarla y protegerla.

Rhys colocó el prisma y el collar en su talego. Si alguien descubría que llevaba unos tesoros tan valiosos, él y quien lo acompañara correrían un gran peligro. Pensó en decir algo a Mina y a Beleño, advertirlos de que debían mantener los objetos en secreto. Pero descartó la idea, porque cuanta menos importancia les diera, mejor. Con un poco de suerte, tanto el kender como la niña se olvidarían de ellos.

Exactamente eso fue lo que pareció que le pasaba a Mina. En cuanto se vio libre de su carga, empezó a burlarse de Beleño, preguntándole entre risitas si le apetecía volver a nadar.

—¡No! —gritó el kender.

Entonces ella le pellizcó en el brazo y le dijo que era un bebé, y Beleño la pellizcó en el brazo y la llamó mocosa. Los dos echaron a correr, lanzando patadas hacia los tobillos del otro e intentando agarrarse. Ante un gesto de Rhys, Atta corrió detrás para tenerlos vigilados.

Las esquirlas de cristal habían desaparecido, al igual que el agua del mar, seguramente por orden de Mina.

Rhys se entretuvo cerca de la sala, sin querer marcharse. Majere le había hablado en el Solio Febalas, pero no a su cabeza, sino a su corazón. Vio con nitidez el camino que debía recorrer y era un largo camino. Mina lo había elegido para que fuera su guía, su maestro. No comprendía por qué y ni siquiera los dioses lo entendían. Su posición era muy complicada y peligrosa, pues era el guardián de una carga mucho más fuerte y poderosa que él. Era un guía que únicamente podía caminar detrás, pues era Mina quien debía encontrar el camino que debía recorrer. Rhys había aceptado la confianza depositada en él y rezó por que fuera merecedor de ella.

—¡Señor monje, deprisa! —gritó Mina con impaciencia—, ¡Ya estoy preparada para ir a Morada de los Dioses!

La puerta del Solio Febalas empezó a cerrarse lentamente. La esmeralda verde refulgió con un suave resplandor. Rhys hizo una profunda reverencia, se volvió y se apresuró para alcanzar a Mina.

Nuitari deambulaba por la Sala del Sacrilegio. El Señor de la Luna Oscura tenía puesto uno de sus ojos de pesados párpados en la puerta, que ya estaba cerrada, y el otro en Chemosh, Señor de los Huesos, quien también vagaba por la Sala.

Los dos dioses se habían visto obligados a esperar a que Mina abriera la puerta para poder entrar en la torre. A Nuitari aquello le había resultado especialmente humillante, ya que, por derecho, aquella torre era suya. Sus primos habían estado de acuerdo en que debía tenerla él. Había cedido la Torre de Wayreth y la de Foscaterra para conseguirla. Y dado que el Solio Febalas se encontraba dentro de la torre, consideraba que la sala también le pertenecía. Al fin y al cabo, los tesoros hundidos eran de quien los encontraba.

Si bien era cierto que la Sala del Sacrilegio no era un barco que se hubiera ido a pique durante una tormenta, desde su punto de vista la ley del mar también era aplicable en ese caso. No había forma de que Chemosh aceptara ese razonamiento, perfectamente lógico, y estaba demostrando que podía ser un auténtico incordio. Chemosh reclamaba que los objetos sagrados eran suyos y que quería recuperarlos.

Ninguno de los dioses había podido entrar mientras Mina estaba allí con ese monje de segunda suyo y con el kender. Ambos dioses habían observado a este último, mortificados, imaginando cómo todos aquellos valiosos objetos, capaces de producir milagros inimaginables, desaparecían en los morrales y los bolsillos del kender, para acabar perdiéndose o vendidos a cambio de seis piñas y un grillo amaestrado.

Los dos se quedaron muy aliviados cuando vieron que, por lo visto, Mina y compañía se iban con sólo dos objetos y un bicho de oro de poco valor.

Cuando el monje salió, la puerta se cerró. Chemosh sospechaba que la había cerrado Nuitari, y Nuitari sospechaba que lo había hecho Chemosh. Los dos dioses se quedaron aguardando a que el otro hiciera el primer movimiento. Al final, Nuitari no pudo soportarlo más.

—Voy a echar un vistazo dentro para asegurarme de que el kender no ha dejado la sala pelada.

—Te acompaño —dijo Chemosh de inmediato.

—No es necesario —repuso Nuitari con voz empalagosa.

—Insisto —contestó Chemosh.

Ambos vacilaron, mientras se miraban hoscamente, y después los dos se dirigieron a la puerta. Al mismo tiempo, alargaron la mano para abrir la puerta del castillo de arena.

Una voz inmortal, severa y airada, habló a los dos dioses.

—Hubo un tiempo en que cada grano de arena era una montaña. Así, todo lo que parece poderoso e importante se reduce a la insignificancia.

»Todo.

Una ola que llegaba rodando desde el origen del tiempo cayó sobre el Solio Febalas y lo inundó. Cuando se retiró, se llevó la sala consigo al vasto océano de la eternidad.

Con todo su inmortal ser tembloroso, los dioses se encogieron sobre la arena mojada, sin atreverse a moverse o alzar la vista, no fuera a caer sobre ellos la cólera del Dios Supremo. Al fin, Chemosh levantó la cabeza y Nuitari abrió los ojos.

La Sala del Sacrilegio había desaparecido, arrastrada.

Chemosh se levantó, se sacudió la arena de las mangas de encaje y se marchó con paso airado, haciendo acopio de la poca dignidad que le quedaba. Nuitari se puso en pie y se sacudió la túnica negra. El no se fue, sino que se quedó dando vueltas, mirando fijamente la arena lisa, donde una vez se había levantado la sala. Había dedicado años a estudiar la historia de cada uno de esos objetos y a catalogarlos. Los conocía todos, sabía qué hacía cada uno y lo mucho que los dioses estarían dispuestos a pagar para hacerse con ellos. No en oro, ni en acero ni joyas, por supuesto; poco le importaban a Nuitari esas cosas. Pagarían de otra manera. Podría convencer a Zeboim de que dejara su torre tranquila. Los malditos paladines de Kiri-Jolith dejarían de hostigar a sus Túnicas Negras. Sargonnas habría tenido que permitir a sus minotauros que practicasen libremente la magia, y así continuaría la lista.

Pero el Dios Supremo, que nunca se pronunciaba, se había pronunciado. Quizá fuera lo más conveniente. Los objetos y la misma sala pertenecían a un tiempo y un lugar que ya había desaparecido mucho tiempo atrás. Sería mejor dejarlos descansar en el polvo del pasado. No obstante, Nuitari no podía dejar de preguntarse de mal humor por qué el Dios Supremo había permitido a Mina entrar en la Sala, mientras que a él y a otros les había bloqueado el paso.

El dios de la magia oscura se apartó del lugar donde había estado la sala, pero no se marchó. Concedía el Solio Febalas al Dios Supremo.