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—¡Atta! ¡Déjalo! —ordenó Rhys con aspereza.

Atta retrocedió y avanzó sigilosamente a su lado. Gruñía en señal de advertencia y no dejaba de enseñar los colmillos.

—Sigue avanzando —dijo Rhys al kender.

Beleño obedeció, pegado a los talones de Rhys. Los Predilectos no prestaban atención al monje, al kender ni a la perra.

—¡Mina! —gritaban los Predilectos, alargando las manos hacia ella—. Mina.

Ella sacudía la cabeza y no dejaba que se le viera la cara. Rhys puso el pie en el último escalón. Lo subió despacio. Al ascender el último peldaño, llegaría al rellano de debajo de la bóveda.

Los Predilectos le cerraban el paso.

Beleño cerró los ojos y con una mano se aferraba a la túnica de Rhys y con la otra al emmide.

—Estamos muertos —anunció Beleño—. No puedo mirar. Estamos muertos. No puedo mirar.

Rhys, con Mina en los brazos, dio un paso hacia el centro de la muchedumbre de Predilectos.

Los Predilectos vacilaron y después, con los ojos clavados en Mina, se apartaron para dejarle pasar. Rhys sintió que la muchedumbre volvía a cerrarse detrás de él. Continuó caminando con pasos lentos y regulares, y cruzaron la entrada abovedada para llegar al salón principal. Se detuvo, superado por lo que le esperaba allí. Beleño dejó escapar un sonido ahogado.

Los Predilectos habían invadido la torre. La escalera de caracol seguía subiendo hasta lo más alto del edificio y los Predilectos ocupaban todos y cada uno de los peldaños. Se agolpaban en el vestíbulo, con los cuerpos apretados, mientras se empujaban para intentar vislumbrar a Mina. Más y más Predilectos se abrían camino en la entrada, haciéndose espacio a base de empujones.

—¡Se cuentan por millares! —exclamó Beleño, tragando saliva—. Hasta el último Predilecto de Ansalon debe de estar aquí.

Rhys no tenía la menor idea de qué hacer. Los Predilectos podían acabar matándolos aunque ésa no fuera su intención. Si avanzaban para llegar a Mina, morirían aplastados debajo de tantos cuerpos.

—Mina—dijo Rhys—, tengo que dejarte en el suelo.

—¡No! —gimió ella, aferrándose al monje.

—Tengo que hacerlo —repitió Rhys con firmeza, antes de bajarla al suelo.

Beleño pasó el emmide a Rhys. Éste lo cogió y lo puso delante de ellos, formando una barrera.

—Mina, quédate detrás de mí. Beleño, sujeta a Atta.

Beleño agarró a la perra por el cogote y la acercó hacia sí de un tirón. Atta gruñía y lanzaba dentelladas cada vez que un Predilecto se acercaba demasiado y más de uno acabó con la marca de sus colmillos, pero parecían no darse cuenta. Mina se acurrucaba contra Rhys, colgando de su túnica. El monje se erguía frente a ellos, sujetando el cayado con las dos manos para mantener a los Predilectos a raya. Echó a caminar hacia la puerta.

Los Predilectos se agolpaban alrededor de él, peleándose entre sí para intentar tocar a Mina. Su nombre resonaba por toda la torre. Algunos susurraban «Mina» como si su nombre fuese demasiado sagrado para pronunciarlo en voz alta. Otros repetían «Mina» una y otra vez frenética, obsesivamente. Había quienes dejaban escapar su nombre en un gemido, suplicantes. Pero susurraran o aullaran su nombre, todas las voces parecían cargadas de dolor.

—Mina, Mina, Mina. —Su nombre era un viento sollozante que susurraba en la oscuridad.

—¡Haz que paren! —gritó Mina, tapándose las orejas con las manos—. ¿Por qué dicen mi nombre? ¡No los conozco! ¿Por qué me hacen esto?

Los Predilectos gemían y avanzaban hacia ella. Rhys los golpeaba con el cayado, pero era como intentar hacer retroceder una marea de olas infinitas. El lamento plañidero había adoptado un tono diferente. Empezaba a teñirse de furia. Finalmente, los ojos de los Predilectos se habían posado en Rhys. Oyó el silbido del acero.

Atta gañó de dolor. Beleño empujó aquella masa de cuerpos para sacar a la perra de debajo de los pies que pisoteaban con fuerza y la cogió en brazos. Atta abría los ojos como platos por el intenso miedo y jadeaba. Le arañó el pecho con las patas, en un esfuerzo por sujetarse.

El aire era irrespirable, pues flotaba un intenso olor a putrefacción. A Rhys empezaban a flaquearle las fuerzas. No podría mantener a distancia a los Predilectos por mucho más tiempo y en cuanto dejara caer el cayado, lo aplastarían.

Centelleó la hoja de un puñal. Rhys le pegó un golpe con el extremo del cayado y consiguió desviar la puñalada mortal, pero la hoja rozó a Beleño en el brazo y le abrió un profundo corte. Beleño lanzó un aullido y dejó caer a Atta, que se quedó agazapada y temblorosa a sus pies.

Mina se quedó mirando la sangre y empalideció.

—No quiero estar aquí —dijo con voz temblorosa—. No quiero que esté pasando esto... No los conozco... Nos iremos lejos, muy lejos...

—¡Sí! —chilló Beleño, llevándose la mano a la herida sangrante.

—No —dijo Rhys.

Beleño lo miró perplejo.

—Mina, sí los conoces —continuó Rhys en un tono duro—. No puedes salir huyendo. Tú los besaste y murieron.

En un primer momento Mina parecía confundida, pero después el entendimiento iluminó sus ojos ambarinos.

—¡Eso fue Chemosh! —gritó—. ¡No fui yo! No fue culpa mía.

Miró con ferocidad a los Predilectos y cerró el puño.

—¡Os di lo que queríais! —les gritó—. No pueden heriros. ¡Nunca conoceréis el dolor, la enfermedad o el miedo! ¡Siempre seréis jóvenes y hermosos. ..!

—¡... y estarán muertos! —gritó Beleño. Se señaló a sí mismo, golpeándose el pecho—. Mírame a mí, Mina. ¡La vida es esto! ¡La vida es dolor! ¡La vida es miedo! ¡Les arrebataste todo eso! Y algo mucho peor. Los encerraste en la muerte y tiraste la llave. No tienen adonde ir. Están atrapados, prisioneros.

Mina observó al kender perpleja y Rhys se imaginó lo que veía: él y Beleño, desaliñados, sangrientos, sudorosos, jadeantes, empujando a los Predilectos con el cayado y sujetando a una perra temblorosa. Oía la voz del kender sacudida por el terror y la exasperación, y su propia voz cargada de desesperación. Al mismo tiempo, oía el contraste de las voces vacías y huecas de los Predilectos.

La niña pequeña desapareció ante la mirada atónita de Rhys y allí mismo apareció Mina, la mujer, tal como la había visto en la gruta. Era alta y esbelta. Su melena cobre le llegaba hasta los hombros y enmarcaba su rostro con suaves ondas. Los ojos ambarinos eran grandes y en ellos brillaba la ira. Esos ojos estaban habitados por almas. La cubría un diáfano vestido negro que envolvía su cuerpo liviano como las sombras de la noche. Volvió el rostro hacia los Predilectos y paseó la mirada por aquel mar inquieto y espantoso formado por sus víctimas.

—Mina... —entonaban los muertos vivientes—, ¡Mina!

—¡Parad! —gritó ella.

El mar de muertos gemía, se lamentaba y susurraba.

—Mina...

Los Predilectos se echaron sobre Rhys. Él los golpeó con el cayado, pero eran demasiados y lo empujaron contra la pared. Beleño estaba a cuatro patas, intentando esquivar los pisotones, pero tenía las manos cubiertas de sangre y también le sangraba la nariz. Rhys no veía a Atta, pero oía su gañido de dolor. La muchedumbre palpitante volvió a agitarse y el monje quedó aplastado entre los cuerpos y la pared. No podía moverse, no podía respirar.

—¡Mina! ¡Mina! —Rhys oía el nombre a lo lejos, pues todo empezaba a desdibujarse.

Mina apretó los puños, alzó la cabeza y gritó por encima del eco de su propio nombre:

—¡Os hice dioses! ¿Por qué no sois felices?