Los Predilectos se quedaron en silencio. Su nombre dejó de oírse.
Mina abrió las manos y de las palmas salieron llamas ambarinas. Abrió los ojos y en sus pupilas nacieron llamas ambarinas. Abrió la boca y de ella escaparon llamaradas. Se hizo más grande, cada vez más alta, mientras aullaba su frustración y dolor a los cielos, y el fuego de su ira ardía fuera de control.
Rhys estaba atrapado debajo de los muertos vivientes y un momento después un calor abrasador voló por encima de él e incineró todos los cuerpos. El monje quedó cubierto de una ceniza oleosa.
Cegado por la luz abrasadora, Rhys empezó a toser cuando el humo y la ceniza le bajaron por la garganta. Buscó a su amigo a tientas y agarró a Beleño en el mismo momento en que el kender lo agarraba a él.
—¡No veo nada! —dijo Beleño con voz estrangulada, aferrándose a Rhys aterrorizado—. ¡No veo nada!
Rhys encontró a Atta y tiró de ella y de Beleño hacia la entrada abovedada de la escalera de caracol, lejos del calor, las llamas y esa ceniza negra y grasienta que flotaba por la torre en una especie de ventisca horrible.
El kender se frotó los ojos, y las lágrimas que le surcaban las mejillas formaban riachuelos sobre la ceniza que le cubría la cara.
Rhys contempló la furia de un dios infeliz destruyendo su fracaso.
El fuego duró bastante tiempo.
Al fin la luz ambarina perdió intensidad y se apagó, cuando la cólera de Mina se agotó. Las cenizas seguían cayendo lentamente en una nube gris. Rhys ayudó a Beleño a levantarse. Salieron del hueco de la escalera y se abrieron camino entre espeluznantes montones de ceniza que casi eran más altos que la perra. Beleño tenía arcadas y se tapó la boca con la mano. Rhys se puso la manga de la túnica sobre la nariz y la boca. Buscó a Mina, pero no había rastro de ella y Rhys estaba demasiado desconcertado para preguntarse qué habría sido de la niña. Lo único que quería era escapar de aquella pesadilla.
Huyeron por la puerta de doble hoja y salieron dando traspiés a la luz del sol y a la bendición del aire fresco que soplaba desde el mar.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Mina en tono acusador—. ¡Llevo un montón de tiempo esperándoos!
La niña pequeña estaba delante de ellos, mirándolos.
—¿Cómo os habéis manchado tanto? —Arrugó la nariz—. ¡Oléis fatal!
Beleño miró a Rhys.
—No se acuerda —dijo el monje en voz baja.
Se dio cuenta de que el mar estaba extrañamente en calma, las olas mansas, como si la perplejidad las frenara. Rhys se lavó la cara y las manos. Beleño se enjuagó lo mejor que pudo, mientras que Atta se zambulló en el agua.
Mina desplegó la vela del bote. El viento soplaba con fuerza y en el sentido que necesitaban, como si estuviera ansioso por ayudarlos a marcharse. El bote avanzó cabeceando sobre las olas.
Estaban acercándose a la orilla y Rhys ya se disponía a bajar la vela, cuando Beleño empezó a gritar:
—¡Mira, Rhys! ¡Mira eso!
Rhys se volvió y vio cómo la torre se hundía lentamente bajo las olas. La torre iba desapareciendo poco a poco, hasta que no quedó de ella más que la luna de cristal de la parte más alta, como si se tratara de unos dedos que se alzaran hacia el cielo. Después los dedos también desaparecieron.
—Los Predilectos se han ido, Rhys —dijo Beleño con un tono de respeto y temor—. Ella los ha liberado.
Mina no se volvió al oír el grito del kender. No miró atrás. Estaba concentrada en gobernar el bote, dirigiéndolo a la orilla sin peligro.
Os hice dioses.
Os hice dioses. ¿Por qué no sois felices?
Libro II
El Viaje
1
Aunque estaban agotados después de la terrible experiencia en la torre, a Rhys no le pareció prudente quedarse mucho tiempo cerca del castillo de Chemosh. Preguntó a Mina si el bote resistiría hasta Flotsam y ella respondió que sí, siempre que no se adentraran mucho en el mar. Navegaron siguiendo la costa en dirección norte, hacia la ciudad portuaria de Flotsam.
Hicieron el viaje sin problemas, excepto por un pequeño susto cuando Beleño se desmayó de repente y se quedó tumbado en el fondo de la barca. Se le oía murmurar «pastel de carne» sin apenas fuerzas. Muy preocupada, Mina buscó por el bote y, sin que nadie se sorprendiera, encontró más pasteles en un saco. Beleño volvió en sí con una rapidez pasmosa en cuanto olió la comida y, llevándose un pastel, se retiró al fondo del bote para comerlo, evitando las miradas reprobadoras de Rhys.
Pasaron varios días en Flotsam, descansando y recuperando fuerzas. Rhys encontró un mesonero dispuesto a darle trabajo a cambio de unas cuantas mantas y un sitio para dormir en el suelo del comedor. Mientras él fregaba el suelo y lavaba los cuencos, Beleño y Mina exploraban la ciudad. Al principio Rhys había prohibido a Mina que saliera de la taberna, pues pensaba que una niña de seis años no debía andar deambulando por ahí. Pero después de un día intentando hacer su trabajo mientras trataba de evitar que Mina molestara a los huéspedes, hiciera montar en cólera al cocinero y la rescatara del pozo después de que hubiera caído dentro, Rhys decidió que sería mucho menos peligroso que saliera a explorar con Beleño.
La principal preocupación de Rhys era que Mina anduviera por ahí contándoles a los desconocidos que tenían unos objetos sagrados. Beleño había descrito la naturaleza de los poderes milagrosos de esos objetos, que eran realmente extraordinarios. Rhys explicó a Mina que los objetos sagrados tenían un valor incalculable y por eso habría quien querría robarlos, e incluso estaría dispuesto a matar para hacerse con ellos.
Mina lo escuchó con mucha atención. Asustada por el hecho de que cabía la posibilidad de que perdiera sus regalos para Goldmoon, prometió solemnemente a Rhys que los mantendría en secreto. Rhys no tenía más remedio que confiar en que lo hiciera. Se llevó a Beleño a un aparte y convenció al kender de la necesidad de evitar que Mina hablara. Después mandó a los dos a la calle, con Atta como guardiana, para que conocieran Flotsam y él pudiera trabajar un poco.
Había habido un tiempo en que Flotsam era una ciudad arrogante, divertida, bulliciosa y alocada. Con mala fama, Flotsam había sido el refugio preferido de piratas, ladrones, mercenarios, desertores, cazarrecompensas y jugadores. Entonces llegaron los Señores de los Dragones. El más grande y cruel de todos era una hembra de Dragón Rojo enorme llamada Malys, que parecía disfrutar especialmente atormentando a la ciudad de Flotsam. De vez en cuando la sobrevolaba y caía en picado sobre ella para envolver en llamas unos cuantos barrios. Como consecuencia, muchos habitantes murieron o huyeron de allí.
Malys ya no estaba y Flotsam se recuperaba lentamente, pero la jovencita alocada no había tenido más remedio que madurar y se había convertido en una ciudad más triste y prudente.
La mayoría de las embarcaciones que se amarraban en el puerto en ese momento pertenecían a la raza de los minotauros, que dominaba los mares desde sus islas hasta las tierras conquistadas de la antigua nación elfa de Silvanesti por el norte, hasta los lejanos reinos del sur. El pueblo de los minotauros intentaba acercarse a los humanos, esforzándose por ganarse su confianza.
Perfectamente conscientes de que su supervivencia económica dependía del comercio con las naciones humanas, los oficiales minotauros ordenaban a sus hombres que se comportaran lo mejor posible mientras estuvieran en Flotsam. Al mismo tiempo, los habitantes de la ciudad también pensaban en su propia supervivencia económica y en prácticamente todas las tabernas y tiendas de Flotsam se veían carteles dando la bienvenida a los minotauros.
Así, la ciudad que antaño se había hecho famosa por las peleas en las tabernas en las que se destrozaban sillas, se lanzaban mesas, se hacían añicos las jarras y se quebraban los huesos, tenía que contentarse con unas cuantas narices sangrando y alguna que otra costilla rota. Si estallaba una pelea, no tardaban en apaciguarla los ciudadanos o la guardia de los minotauros. Los infractores acababan en los calabozos o se les concedía que durmieran la borrachera bajo cubierta.