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—¿Has oído eso? —preguntó Beleño de repente—. Era como un grito.

Rhys no había oído nada aparte del clamor de los truenos, el aullido del viento y el romper de las olas. Pero el kender tenía los sentidos muy despiertos y Rhys había aprendido a confiar en ellos. Se sintió todavía más convencido al ver que Atta también había oído algo. Había levantado la cabeza y tenía las orejas tiesas. La perra miraba fijamente hacia fuera, donde arreciaba la tormenta.

—Espera aquí —dijo Rhys.

Salió de la gruta y el viento lo golpeó con tanta fuerza que el mero hecho de estar de pie era un triunfo.

El viento le apartó los largos cabellos oscuros del rostro y le pegó la túnica naranja al delgado cuerpo. El agua salada hacía que le escocieran los ojos y los granos de arena se le clavaban en la piel. Se protegió los ojos con la mano y escudriñó alrededor. Los relámpagos encendían el cielo de forma casi constante. Vio las olas oscuras con la cresta blanca de espuma, las algas que rodaban por la playa vacía empujadas por el viento, pero nada más. Estaba a punto de volver al resguardo de la gruta, cuando oyó el grito. Esta vez venía de detrás de él.

Una ráfaga de viento envolvió a Beleño y el kender retrocedió varios pasos tambaleándose, antes de caer al suelo.

—¡Te dije que esperaras dentro! —gritó Rhys.

—¡Pensaba que se lo decías a Atta! —respondió Beleño a gritos. El kender se volvió hacia la perra, que tenía las orejas pegadas a la cabeza por la fuerza del viento. Agitó el dedo ante ella—. ¡Atta, quédate dentro!

Rhys estaba sujetando a Beleño, quien trataba de levantarse a pesar del viento sin demasiado éxito, cuando volvió a oír el grito.

—¡Ahí está otra vez! —exclamó Beleño.

—Sí, pero ¿dónde? —contestó Rhys.

Miró a Atta. La perra estaba en posición de alerta, con las orejas hacia delante y la cola inmóvil. Tenía la vista clavada en el mar.

Volvió a oírse el grito, agudo y nítido, cortando el aullido del viento. Entrecerrando los ojos para protegerse de la arena y el agua, Rhys volvió a escudriñar la noche.

—¡Bendito sea Majere! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Espera aquí! —ordenó a Beleño, que no tenía muchas otras alternativas, pues cada vez que se levantaba, el viento volvía a tumbarlo.

Bajo el resplandor del último relámpago, Rhys había visto a una pequeña, una niña a juzgar por las dos largas trenzas que el viento hacía danzar delante de su cara, con el agua de aquel mar revuelto por el viento a la altura de la cintura. La perdió un momento en la negrura y rogó que otro relámpago le iluminara. Un manto de luz blanca rosácea encendió el cielo y allí estaba la niña, agitando los brazos y pidiendo ayuda a gritos. Intentaba alcanzar la orilla con todas sus fuerzas, luchando contra la despiadada corriente que trataba de arrastrarla mar adentro.

Rhys se enfrentó al temporal, secándose el agua salada que le entraba en los ojos, con la mirada fija en la pequeña. La niña no se rendía en su afán por llegar a la playa. Casi lo había conseguido, cuando una enorme ola ribeteada de blanco rompió sobre ella y la pequeña desapareció. Rhys escudriñó la espuma, sin dejar de rezar por que la niña volviera a aparecer, pero no veía nada.

Intentó avanzar más rápido, pero el viento soplaba desde el mar y lo obligaba a retroceder un paso por cada dos que avanzaba. Se forzó a seguir, buscando a la pequeña con la mirada mientras iba acercándose al agua con ímprobos esfuerzos. No veía nada y ya empezaba a temer que el mar se hubiera cobrado su víctima, cuando de repente divisó el cuerpo de la pequeña, oscuro bajo la luz de la luna, tirado en la orilla. Estaba tumbada boca abajo, donde el agua cubría poco, con las trenzas flotando alrededor.

El viento dejó de soplar de forma tan repentina que Rhys, que estaba dedicando todas sus fuerzas para combatirlo, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la arena húmeda. Miró en derredor con asombro. El último rayo parpadeó y desapareció. Los truenos habían enmudecido. Las nubes de tormenta se habían desvanecido, como si un gigante se las hubiera tragado al respirar. La trémula luz rojiza del amanecer asomaba por el horizonte. En el cielo oscuro que todo lo cubría, seguían haciendo guardia las dos lunas, Lunitari y Solinari.

No le gustaba esa repentina calma. Era como estar en el ojo del huracán. Aunque la tormenta se había aplacado y ya podía verse el cielo azul sobre su cabeza, se sentía como si los dioses estuviesen esperando el azote final de la tormenta, que caería sobre él con toda su fuerza.

Rhys se levantó de su última caída y echó a correr por la orilla húmeda hacia la niña, que yacía inmóvil donde las olas rompían.

Le dio la vuelta y vio que tenía los ojos cerrados. No respiraba. El monje recordó nítidamente aquella vez que estuvo a punto de ahogarse después de saltar desde los acantilados del alcázar de las Tormentas. Zeboim lo había salvado en aquella ocasión y utilizó su misma técnica para tratar de salvar a la niña. Movió aquellos brazos tan pequeños arriba y abajo, mientras rezaba a Majere. La niña tosió y cogió aire en un jadeo. Expulsó el agua del mar y se sentó, sin dejar de toser.

Rhys le dio golpecitos en la espalda. La boca de la pequeña volvió a llenarse de agua salada. Por fin recuperó el aliento.

—Gracias, señor—logró decir con voz entrecortada, justo antes de desmayarse.

—¡Rhys! —gritó Beleño, mientras corría por la arena, precedido por Atta—. ¿La has salvado? ¿Está muerta? Espero que no. No te parece curiosa la forma en que amainó la tormenta...

Beleño llegó junto a Rhys a la carrera, en el preciso momento en que el sol clareaba el horizonte y un rayo iluminaba el rostro de la niña. El kender ahogó un grito y se detuvo de golpe. Se quedó allí de pie, mirándola fijamente.

—Rhys, ¿tú sabes quién...? —empezó a decir.

—¡No hay tiempo para chácharas, Beleño! —lo interrumpió Rhys.

La pequeña tenía los labios azules. Su respiración era entrecortada. No llevaba más que una camisola lisa de algodón, sin zapatos ni calcetas. Rhys tenía que encontrar la forma de hacerla entrar en calor o moriría de frío. Se levantó con el cuerpo inerte de la pequeña entre los brazos.

—Voy a llevarla a la cueva. Hay que encender un fuego para calentarla. A lo mejor encuentras algo de madera seca detrás de las dunas...

—Pero, Rhys, escúchame...

—Te escucharé dentro de un minuto —contestó Rhys, haciendo un esfuerzo por mostrarse paciente—. En este momento, lo que tienes que hacer es encontrar madera seca. Tengo que calentarla...

—Pero Rhys, ¡mírala! —exclamó Beleño, mientras intentaba caminar a su mismo paso—, ¿No la reconoces? ¡Es ella! ¡Es Mina!

—No seas ridículo...

—Claro que no soy ridículo —repuso Beleño con gran seriedad—. Créeme, ojalá lo fuera. Ya sé que esto debe de sonar a cosa de locos, porque la última vez que vimos a Mina ya era mayor y ahora es pequeña. Pero estoy seguro de que es ella. Lo sé porque cuando miro a esta niña, me siento igual que la primera vez que vi a Mina. Lo que siento es tristeza.

—Beleño —insistió Rhys suavemente—, la leña.

—Si no me crees —añadió Beleño—, mira a Atta. Ella también la reconoce.

Rhys tenía que admitir que Atta estaba comportándose de una forma muy extraña. En condiciones normales, la perra se habría acercado a él dando brincos, impaciente por ayudar, lista para lamer las frías mejillas de la pequeña o empujar con el morro la mano inmóvil, remedios conocidos y reverenciados por todos los perros. Sin embargo, Atta se mantenía a cierta distancia. Se erguía con las patas muy tiesas, el pelo del lomo erizado y los colmillos asomando. Los ojos de color castaño de la perra no se despegaban de la pequeña y no eran precisamente amistosos. Gruñó, un sonido profundo que apenas salía de su garganta.