Rhys miró los jardines verdes, sombreados por los árboles, del Templo de Majere y sintió que una fuerza lo atraía hacia allí, como si Majere lo cogiera de la manga y tirara de él. No obstante, Rhys seguía indeciso. Tenía miedo de que fuera su propio corazón quien lo guiara, no la mano del dios.
Rhys ansiaba la paz en soledad, la serena tranquilidad. Necesitaba el consejo del abad. Si Gerard reconocía a Mina y acudía en busca de Rhys, exigiendo saber lo que pasaba en nombre de todos los dioses, Rhys confiaba en que el abad sabría explicárselo.
El Templo de Majere era una estructura sencilla hecha de bloques de granito pulido de un tono rojo anaranjado. A diferencia del imponente Templo de Kiri-Jolith, no tenía columnas de mármol ni complicados adornos. La puerta del templo era de roble y no tenía cerrojo, como la puerta del Templo de Hiddukel, quien, al ser el patrón de los ladrones, siempre tenía miedo de que alguien le robara. Las ventanas no tenían vidrieras, como en el hermoso Templo de Mishakal. Las ventanas de Majere no se cerraban ni siquiera con un simple cristal. El templo se abría al viento, al sol y al canto de los pájaros, al frío y a la lluvia.
En cuanto Rhys puso un pie en el gastado camino que atravesaba los huertos, donde los sacerdotes cultivaban sus propios alimentos, y que conducía a la sencilla puerta de madera, las fuerzas que lo habían mantenido en pie durante tanto tiempo lo abandonaron de repente. Se le anegaron los ojos en lágrimas y el corazón se le llenó de amor y gratitud hacia el dios que nunca había perdido la fe en él, a pesar de que él había perdido la fe en el dios.
Cuando Rhys entró en el templo, unas sombras umbrías lo envolvieron, confortándolo y bendiciéndolo. Preguntó a un sacerdote si podía solicitar una audiencia con el abad. El sacerdote trasladó su petición al abad, quien abandonó su meditación inmediatamente e invitó a Rhys a su despacho.
—Bienvenido, hermano —dijo el abad, estrechándole la mano—. Me han dicho que quieres hablar conmigo. ¿Cómo puedo ayudarte?
Rhys lo miraba fijamente, el asombro no le dejaba reaccionar. El abad era un hombre mayor, como es habitual entre los abades, pues con la edad llega la sabiduría. Era un hombre fuerte y delgado, pues todos los sacerdotes y monjes de Majere, incluso los abades, deben practicar artes marciales a diario, lo que se conoce como la «disciplina benévola». Rhys nunca había estado en aquel templo ni en ningún otro templo de Majere aparte del suyo. Nunca había visto a aquel hombre y, sin embargo, Rhys lo conocía, lo reconocía de alguna otra ocasión. Rhys desvió la mirada hacia la mano del abad, que estrechaba la suya propia, y vio una cicatriz dentada y blanca que destacaba sobre la morena piel curtida.
A Rhys le vino un recuerdo muy vivo de la calle de una ciudad, de unos sacerdotes de Majere que lo abordaban, de Atta atacándolos con sus afilados colmillos y de uno de ellos apartando una mano sangrante...
El abad esperaba en silencio, paciente, a que Rhys hablara.
—¡Perdóname, reverendísimo! —exclamó Rhys, invadido por un sentimiento de culpabilidad.
—Claro que te perdono, hermano —repuso el abad, antes de añadir con una sonrisa—, pero estaría bien saber por qué.
—Yo te ataqué —explicó Rhys, preguntándose cómo era posible que el abad lo hubiera olvidado—. En la ciudad de Nuevo Puerto. Me había convertido en seguidor de la diosa Zeboim. Tú y los seis hermanos que te acompañaban quisisteis razonar conmigo, para traerme de nuevo al templo de mi devoción a Majere. Yo... no pude. Una joven corría un terrible peligro y había prometido protegerla y...
A Rhys le falló la voz.
El abad negaba suavemente con la cabeza.
—Hermano, he recorrido gran parte de Ansalon, pero nunca he estado en Nuevo Puerto.
—Pero estabas allí, reverendísimo —insistió Rhys y le señaló la mano—. La cicatriz. Mi perra te mordió.
El abad se miró la mano. Por un momento pareció desconcertado y después su expresión se relajó. Observó detenidamente a Rhys.
—Eres Rhys Alarife.
—Sí, reverendísimo —contestó Rhys aliviado—. Si lo recuerdas...
—Todo lo contrario —negó el abad suavemente—. Durante mucho tiempo me he preguntado cómo me había hecho esta cicatriz. Una mañana me desperté y había aparecido en mi mano. Me quedé perplejo, porque no recordaba haberme hecho ninguna herida.
—Pero me conoces, reverendísimo —insistió Rhys confundido—. Sabes cómo me llamo.
—Así es, hermano —respondió el Abad y alargó la mano de la cicatriz para coger a Rhys por el hombro—. Y esta vez, hermano Rhys, si te insto a que reces a Majere y busques su consejo y perdón, no me lanzarás a tu perra, ¿verdad?
Como toda respuesta, Rhys cayó de hinojos y abrió su corazón a su dios.
4
El disturbio en Ringlera de Dioses de esa mañana estaba organizado. La pelea había sido cuidadosamente planeada por los clérigos de Chemosh, siguiendo órdenes del Acólito de los Huesos, Ausric Krell, con el fin de observar la reacción del alguacil y la guardia de la ciudad. ¿Cuántos hombres enviaría, cómo irían armados, dónde se desplegarían? Krell había obtenido mucha información y ya estaba preparado para aplicar todo su conocimiento al servicio de su señor.
Chemosh se había quedado bastante confundido al descubrir que Mina había adoptado el aspecto de una niña. Bien era cierto que Krell ya lo había avisado de que se había transformado en una niña, pero también era cierto que Krell era idiota. Chemosh seguía creyendo que Mina estaba fingiendo y que se comportaba como una puta despechada castigando a su amante infiel. Si pudiera llevársela a algún lugar en privado, un sitio donde no la acosaran ni monjes ni dioses, estaba seguro de que podría convencerla para que volviera con él. Admitiría ante ella que se había equivocado, ¿no era eso lo que hacían los hombres mortales? Después habría flores y velas, joyas y música romántica, y ella se derretiría en sus brazos. Mina sería su consorte y él se convertiría en el líder de los dioses oscuros.
En cuanto a esa tontería de que quería ir a Morada de los Dioses, Chemosh no se creía ni una palabra. Eso era algún truco del monje de Majere. Ese maldito monje debía de haberle metido la idea en la cabeza. Por tanto, había que eliminarlo.
Chemosh no se hacía falsas ilusiones. Gilean se enfurecería cuando supiese que el Señor de la Muerte había raptado a Mina. El dios del libro había amenazado con tomar represalias contra cualquier dios que se interpusiera en el camino de Mina, pero a Chemosh no le preocupaba demasiado.
Gilean podía echarle todos los sermones del mundo y amenazarlo todo lo que quisiera, pero no podría castigar a Chemosh. No contaba con el apoyo de los demás dioses, la mayoría de los cuales estaban ocupados con sus propios planes e intrigas para atraer a Mina a su lado.
El más peligroso de todos ellos era Sargonnas. Estaba tramando algún complot infame, de eso no le cabía ninguna duda. Sus espías lo habían informado de que una tropa de élite de minotauros había sido despachada hacia un lugar desconocido en una especie de misión secreta. Chemosh no habría sospechado nada, ya que el dios de la venganza siempre andaba con conspiraciones; pero al mando de aquella tropa estaba un minotauro llamado Galdar, antiguo compatriota y amigo íntimo de Mina. ¿Pura coincidencia? Chemosh creía que no. Tenía que actuar y hacerlo rápido.
Chemosh había ordenado a Krell y a sus Guerreros de los Huesos que abordaran al monje cuando estuvieran en la calzada. A Chemosh no le consumía tanto el deseo por Mina como para haberse olvidado de los objetos sagrados que llevaba el monje. Había ordenado a Krell que registrara el cuerpo el monje y le llevara todo lo que encontrara. Krell había preparado una emboscada en la calzada, pero antes de que pudieran atacar al grupo, Mina había desbaratado los planes de Chemosh corriendo a Solace a la velocidad del rayo.