Si ella podía hacer tal milagro, lo mismo podía decirse de Chemosh. Ausric Krell y los tres Guerreros de los Huesos habían llegado a Solace apenas minutos después que Mina. Las órdenes en relación al monje y a Mina seguían siendo las mismas; matar al primero y secuestrar a la segunda. Mientras Rhys, Beleño y Mina dormían, Krell pasó la noche en el Templo de Chemosh discutiendo con los sacerdotes y organizando un plan de ataque. Los disturbios de aquella mañana eran la primera fase.
El Templo de Chemosh en Solace era el primer lugar de culto dedicado al Señor de la Muerte construido a la vista. Hasta entonces, los sacerdotes de Chemosh habían mantenido sus oscuros quehaceres ocultos a la vista del público y muchos de ellos seguían haciéndolo, pues preferían llevar a cabo los misterios de sus rituales y ritos de muerte en lugares secretos y tenebrosos. Pero cuando el liderazgo de los dioses de las tinieblas estuvo a su alcance, Chemosh se dio cuenta de que un dios que quería destacar entre los demás dioses no podía tener a sus fieles escondiéndose, profanando tumbas y jugando con esqueletos. Los mortales temían al Señor de la Muerte. Lo que quería Chemosh era su respeto, tal vez hasta un poco de afecto.
Sargonnas lo había conseguido. El dios de la venganza minotauro había sido degradado e injuriado a lo largo de los tiempos. Su consorte, Takhisis, lo había despreciado. Lo había utilizado a él y a sus guerreros minotauros para que combatieran en sus batallas y, después, se había deshecho de ellos cuando ya no los necesitaba. Cuando Takhisis había robado el mundo, había dejado a Sargonnas en la estacada, como había hecho con todos los demás dioses.
Pero todo había cambiado. Tras la desaparición de Takhisis, Sargonnas había acumulado poder para sí mismo y para su pueblo. Sus minotauros habían saqueado la antigua nación elfa de Silvanesti, habían expulsado a los elfos y habían ocupado aquellas exuberantes tierras. El imperio de los minotauros se había convertido en una fuerza con la que había que contar. Los buques de los minotauros dominaban los océanos. Se decía que los caballeros solámnicos estaban negociando tratados con el emperador de los minotauros. Sargonnas había construido un templo imponente, si bien ostentoso, para sí mismo en Solace, con bloques de piedra que llegaban en barco desde las islas de los minotauros, lo que resultaba muy costoso. Sus sacerdotes minotauros recorrían las calles de Solace y de todas las demás ciudades importantes de Ansalon. La venganza se había puesto de moda en ciertos círculos. Chemosh presenciaba el ascenso del dios astado con envidia y celos.
Por el momento, la balanza todavía no se había inclinado. Kiri-Jolith, el dios de las guerras justas, demostró ser el contrapunto perfecto para Sargonnas. Los guerreros minotauros valoraban el honor y rezaban tanto a Kiri-Jolith como a Sargonnas, sin que esto les supusiera ningún conflicto. Los sacerdotes de Mishakal, trabajando junto con los místicos de la Ciudadela de la Luz, estaban difundiendo la creencia de que el amor y la compasión, los valores del corazón, podían ayudar a aliviar los problemas del mundo. Los estetas de Gilean defendían y promovían la educación, pues afirmaban que la ignorancia y la superstición eran las herramientas de las tinieblas.
Para no quedarse atrás, Chemosh había ordenado que se construyera un templo en Solace y que fuera de mármol negro. Era un templo pequeño, sobre todo si se comparaba con el de Sargonnas, pero mucho más elegante. Era verdad que poca gente se atrevía a entrar y aquellos que lo hacían salían rápidamente. El interior del templo era oscuro y tenebroso, y olía mucho a incienso, aunque éste no lograba ocultar el hedor a putrefacción. Sus sacerdotes formaban un grupo raro, pues se sentían más cómodos entre los muertos que entre los vivos. No obstante, el templo de Chemosh en Solace ya era un comienzo y, como todos los hombres tendrían que acabar presentándose ante el Señor de la Muerte, a muchos les parecía prudente dedicarle al menos una visita de cortesía y dejar una pequeña ofrenda.
Debido a esta nueva imagen que se esforzaba por tener, Chemosh no podía permitir que Krell y sus Guerreros de los Huesos fueran vistos por las calles de Solace secuestrando a niñitas. Otro disturbio, más importante que el primero, serviría como distracción y disimularía el ataque de Krell. Este tenía que actuar rápido, porque ni él ni Chemosh sabían cuándo se le metería en la cabeza a Mina que debía partir. Uno de sus espías los había informado de que Mina se alojaba en la posada con el monje. El espía había oído hablar a Rhys y a Beleño, y había confirmado que el monje pensaba visitar el Templo de Majere, y que el kender y la niña se encontrarían con él allí.
Krell había creído que tendría que lanzar un ataque contra la posada. Otro disturbio en Ringlera de Dioses alejaría a Gerard y sus fuerzas. Por ello se alegró mucho al conocer las nuevas noticias. Podría raptar a Mina y matar a Rhys Alarife al mismo tiempo. Krell no tenía ningún miedo a los sacerdotes amantes de la paz de Majere, que siempre se desviaban de su camino para evitar una batalla e incluso se negaban a llevar armas.
Krell estaba muy satisfecho con sus nuevos Guerreros de los Huesos. Todavía no los había visto en acción, pero parecían un enemigo imponente. Los tres estaban muertos, lo que les daba una clara ventaja sobre los vivos. Los había elegido Chemosh uno a uno, entre todas las almas que se presentaban ante él. Los tres eran aguerridos combatientes. Uno de ellos era un guerrero elfo que había muerto en una batalla contra los minotauros y cuyo odio implacable contra esa raza mantenía su alma sujeta a este mundo. Otro de ellos era un asesino humano de Sanction cuya alma estaba manchada de sangre, y el tercero era un líder hobgoblin asesinado por su propia tribu y sediento de venganza.
Chemosh había dado vida a los tres cadáveres y había conservado la carne y los huesos. Después les había dado la vuelta, de forma que el esqueleto, como si de una espantosa armadura se tratara, protegía su carne pútrida. Del esqueleto nacían unos afilados pinchos de hueso que podían utilizarse como armas.
Chemosh ya había aprendido la lección con los Predilectos y se aseguró de que los Guerreros de los Huesos le fueran leales a él y de que obedecieran sus órdenes, las órdenes de Krell o las de cualquiera que él designara. Chemosh quería que sus Guerreros de los Huesos resultaran aterradores, pero no que fueran indestructibles. Era posible matarlos, pero se necesitaba un poderoso hechizo mágico o un arma sagrada.
Los Guerreros de los Huesos tenían un defecto que Chemosh no había logrado solucionar. Sentían un odio tan intenso por los vivos que, si su líder perdía el control sobre ellos, los Guerreros de los Huesos se desbocaban y descargaban su cólera sobre cualquier ser vivo que se les pusiera al alcance, ya fuera amigo o enemigo. Los clérigos de Chemosh podían terminar batiéndose contra las nefastas criaturas de su dios. No obstante, eso no era más que un pequeño precio que había que pagar.
—El monje, Rhys Alarife, ha entrado en el Templo de Majere —informó Krell a su grupo.
Él y sus Guerreros de los Huesos se habían instalado cómodamente en una cámara subterránea secreta situada debajo del templo. Allí era donde los clérigos de Chemosh realizaban los ritos menos respetables, aquellos que sólo podían presenciar los fieles más leales y devotos. La estancia estaba a oscuras, excepto por la luz que emitía una vela roja como la sangre que estaba colocada en el altar. En ese momento no había ningún cadáver robado, aunque en una esquina estaban tirados una mortaja y un sudario.
La sacerdotisa de Chemosh siempre estaba disponible, para desesperación de Krell. Estaba convencido de que Chemosh la había puesto allí para espiarlo, y no se equivocaba. Ultimamente Chemosh no confiaba en nadie. Krell había intentado librarse de la mujer unas cuantas veces, pero ella insistía en quedarse y no sólo eso, sino que también se sentía con derecho a expresar su opinión en voz alta.
—Ahora tenemos que esperar a que llegue Mina —continuó Krell—. Cuando yo dé la orden, atacamos el Templo de Sargonnas, aunque tendremos que hacer que parezca que fueron sus sacerdotes quienes nos atacaron.