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—¡Atta! ¡Ya está bien! —le riñó Rhys.

Atta dejó de gruñir, pero no abandonó su postura defensiva. Lanzó una mirada dolida y exasperada a Rhys; dolida porque no confiaba en ella y exasperada porque, por lo visto, no lograba meterle un poco de sentido común en la cabezota.

Rhys bajó la vista hacia la niña que tenía en brazos y le dedicó una mirada larga y atenta. Tendría unos seis años. Era una niña guapa de largas trenzas pelirrojas que le caían por encima del brazo. Tenía el rostro pálido y una nube de pecas le salpicaba la nariz. Hasta ahí, no tenía razones para creer a la perra y al kender. Y entonces la pequeña se estiró y dejó escapar un gemido entre sus brazos. Abrió un poco los ojos, que hasta entonces tenía cerrados, y pudo adivinar el resplandor ámbar detrás de los párpados semicerrados.

La duda se apoderó de Rhys y por un momento se sobresaltó.

—Ya te lo había dicho —dijo Beleño—. ¿A que sí, Atta?

La perra gruñó otra vez.

—Si quieres un consejo, vuelve a tirarla al mar —añadió Beleño—. Hace sólo una noche, iba a torturarte porque no sabías decirle quién era, y a Atta y a mí nos prometió morir en medio de grandes tormentos. ¿Es que no te acuerdas?

Rhys se repuso de su primera impresión.

—No voy a tirarla al mar. Hay un montón de gente pelirroja.

Siguió caminando hacia la cueva.

Beleño suspiró.

—Ya sabía que no nos escucharías. Voy a buscar leña. Vamos, Atta.

El kender echó a andar, sin demasiado entusiasmo. Atta lanzó una mirada preocupada a Rhys y luego siguió trotando al kender.

Rhys llevó a la niña al interior de la gruta, de la que no podía decirse que fuera muy acogedora ni que estuviera demasiado seca. El suelo cubierto de rocas seguía húmedo y había charcos por doquier, pero por lo menos estaban protegidos del viento. Con una buena hoguera pronto calentarían la cueva helada.

La niña volvió a revolverse y a gemir. Rhys le frotó las manos frías y peinó los mechones mojados de color rojizo.

—Pequeña —susurró con dulzura—, no tengas miedo. Estás a salvo.

La niña abrió los ojos, unos ojos ambarinos, de ámbar translúcido, ojos de miel, dorados y puros. Eran los mismos ojos de Mina, pero en ellos no había almas atrapadas, tal como había visto en los de Mina.

—Tengo frío —se quejó la pequeña, temblando.

—Mi amigo ha ido a buscar leña para encender una hoguera. En un momento entrarás en calor.

La niña se quedó mirándolo, observando su túnica naranja.

—Eres monje. —Frunció el entrecejo, como si estuviera intentando recordar algo—. Los monjes van por ahí ayudando a la gente, ¿verdad? ¿Vas a ayudarme?

—Claro, pequeña —contestó Rhys—. ¿Qué quieres que haga?

El rostro de la niña se crispó. No estaba despierta del todo y temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. Le apretó la mano con más fuerza.

—Me he perdido —dijo. Empezó a temblarle el labio inferior y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Me escapé de casa y ahora no sé volver.

Rhys se sintió aliviado. Beleño se equivocaba. Seguro que la niña era hija de algún pescador. La tormenta la habría sorprendido y la habría lanzado al mar. No podía haber caminado mucho, así que su pueblo no debía de estar muy lejos. Se compadeció de sus padres. Debían de estar desesperados.

—Cuando ya hayas entrado en calor, te llevaré a tu casa, pequeña —prometió Rhys—. ¿Dónde vives?

La niña se acurrucó, temblorosa. Se le cerraron los ojos y bostezó.

—Seguramente nunca hayas oído hablar de ese sitio —respondió con voz somnolienta—. Es un lugar que se llama...

Rhys tuvo que inclinarse para oír su susurro adormilado.

—Morada de los Dioses.

2

Los dioses habían presenciado, debatiéndose entre el asombro y la preocupación, cómo Mina, una mortal, descendía hasta el fondo del Mar Sangriento, cogía la recientemente restaurada Torre de la Alta Hechicería y la arrancaba del lecho marino, entre las olas, para presentársela como regalo a su amante, Chemosh.

Era evidente que Mina no era una mortal. Ninguno de los hechiceros más poderosos de todos los tiempos habría conseguido tamaña proeza, ni tampoco los clérigos con más poder. Sólo un dios era capaz de algo así y desde entonces los dioses estaban inmersos en la confusión y la consternación, tratando de aclarar qué estaba pasando.

—¿Quién es este nuevo dios? —clamaba el resto de dioses—. ¿De dónde viene?

Su temor era que se tratara de algún dios de otro mundo, un intruso que hubiera cruzado los cielos hasta llegar a su mundo.

Sus temores podían ser olvidados. Era uno de ellos.

Majere tenía todas las respuestas.

—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó Gilean al dios monje.

Gilean era el líder de los dioses grises, los dioses de la neutralidad, quienes mediaban entre la luz y la oscuridad. En ese momento los dioses de la neutralidad eran los más poderosos, pues su número se había impuesto tras el exilio voluntario de Paladine, líder de los dioses de la luz, y el destierro de la Reina Takhisis, líder de los dioses de la oscuridad. Gilean tenía el aspecto de un hombre de mediana edad, sabio y erudito, de aguda inteligencia y mirada fría e inmisericorde.

—Desde hace muchos, muchos eones, dios del libro —contestó Majere.

Majere, dios de la sabiduría, vestía una túnica naranja y no llevaba armas. Normalmente tenía un semblante afable y sereno, pero en ese momento reflejaba dolor y arrepentimiento.

—¿Por qué mantuviste un secreto así? —inquirió Gilean.

—No debía ser yo quien lo revelara —repuso Majere—. Di mi juramento solemne.

—¿A quién?

—A quien ya no está entre nosotros.

Los dioses se quedaron en silencio.

—Supongo que te refieres a Paladine —aventuró Gilean—, Pero son dos los dioses que ya no están entre nosotros. ¿Todo esto tiene algo que ver con ella?

—¿Con Takhisis? —preguntó Majere bruscamente. Su tono se endureció—, Sí, ella fue la responsable.

Chemosh tomó la palabra.

—Las últimas palabras de Takhisis, antes de que el Dios Supremo viniera a llevársela, fueron: «¡Estáis cometiendo un error! Lo que he hecho no puede deshacerse. La maldición está entre vosotros. Destruidme a mí y os destruiréis a vosotros mismos.»

—¿Por qué no nos lo dijiste? —preguntó Gilean, lanzando una mirada fulminante al Señor de la Muerte.

Chemosh era un dios bello y vanidoso, con una espesa melena negra y ojos oscuros, tan fríos y vacíos como las tumbas de los desventurados muertos sobre los que reinaba.

—La Reina Oscura siempre estaba lanzando amenazas. —Chemosh se encogió de hombros—. ¿Por qué esa vez iba a ser diferente?

Gilean no tenía la respuesta. Se quedó en silencio y el resto de los dioses también estaban callados, esperando.

—La culpa es mía —dijo Majere al fin—. Hice lo que era mejor. O eso creía.

Mina yacía tan inmóvil y helada en las almenas... Chemosh quería ir junto a ella, consolarla, pero no se atrevía. No con todos esos dioses observándolo.

—¿Está muerta? —preguntó, dirigiéndose a Majere.

—No está muerta, porque no puede morir. —Majere los miró a todos, uno a uno—. Hemos estado ciegos, pero ahora ya veis la verdad.

—La vemos, pero no la comprendemos.

—Sí la comprendéis —repuso Majere. Entrecruzó los dedos y su mirada se perdió en el firmamento—. No queréis entenderla.

No veía las estrellas. Veía la primera luz de las estrellas.

—Todo empezó al principio de los tiempos. Y empezó con júbilo. —Majere suspiró profundamente—, Y ahora, porque yo no dije nada, terminará con amargo dolor.

—¡Explícate, Majere! —gruñó Reorx, mesándose la larga barba. El dios de la fragua, que tenía el aspecto de un enano en honor de su raza favorita, no se distinguía por su paciencia—. ¡No tenemos tiempo para tus tonterías!