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Krell se dio la vuelta con un movimiento brusco y fulminó al kender con la mirada. Beleño se encogió tanto como pudo, aprovechando la protección que le ofrecía el banco.

Mina no lo oía o, lo que era más probable, no lo creía. Estaba tumbada en el suelo, llorando.

—¡Una diosa! ¡Ja! —se burló Krell de ella, mientras la pequeña chillaba aterrorizada y se retorcía para alejarse de él, sin mucho éxito—. No eres más que una mocosa llorona.

Beleño lanzó un suspiro de resignación.

—Supongo que todo depende de mí. Apuesto a que ésta es la primera vez en la historia del mundo en que un kender tiene que rescatar a un dios.

—Nos marcharemos dentro de un momento —anunció Krell a Mina—, Pero antes tengo que matar a un monje.

Krell se arrancó otra espada de hueso y se irguió sobre Rhys.

—Despierta —ordenó a Rhys, mientras lo pinchaba en las costillas con la espada—. Matar a alguien que está inconsciente es menos divertido. Quiero que veas lo que te espera. ¡Despierta! —Volvió a pinchar a Rhys. La túnica naranja se tiñó de sangre.

Beleño se secó un hilo de sudor que le bajaba por el cuello, estiró los dedos húmedos hacia Krell y empezó a cantar en voz baja.

—Estás muy cansado. No puedes sonreír.

»Sientes que has caminado hasta morir.

»Los músculos doloridos,

»empiezan los quejidos.

»Y muy pronto temblarás

»y en el suelo te desplomarás.

ȃste es el momento

»en que acabo mi tormento,

»tú, asqueroso y mugriento.

En realidad, la palabra «mugriento» no formaba parte del hechizo místico, pero Beleño se permitió la libertad de añadirla porque rimaba y expresaba bien sus sentimientos. Había tenido que interrumpir su cántico un par de veces, porque le entraba humo en la garganta y le sobrevenía la tos, y le preocupaba que aquello hubiera echado a perder el hechizo. Esperó un momento en tensión no pasó nada, y después sintió la magia. La magia venía del agua y se le coló por los zapatos. La magia venía del humo y le inundó los pulmones. La magia venía de la piedra y era fría y escalofriante. La magia venía del fuego y era cálida y emocionante.

Cuando todas las partes de la magia se mezclaron, Beleño conjuró el hechizo.

De sus dedos salió disparado un rayo de luz oscura.

Aquélla era la parte preferida de Beleño: un rayo de luz oscura. Le gustaba tanto porque era imposible que hubiera luz «oscura». Pero así era como se llamaba el hechizo, o al menos eso le había dicho su madre cuando se lo había enseñado. De hecho, la luz no era realmente oscura. Era más bien morada con el centro blanco. De todos modos, Beleño entendía que pudiera describirse como «oscura». Si no hubiera estado tan preocupado por Rhys y Atta, habría disfrutado mucho ese momento.

La luz oscura acertó a Krell en la espalda, lo envolvió en un blanco violáceo y después desapareció.

Krell se agitó en un espasmo y estuvo a punto de soltar la espada. Meneó la cabeza cubierta con el yelmo, como si se preguntara qué había pasado, y después miró a Mina con recelo.

Seguía tumbada donde la había dejado, prisionera de los anillos mágicos. Había dejado de llorar y miraba asombrada a Beleño, con los ojos abiertos como platos.

«¡No digas nada! —Beleño vocalizó las palabras en silencio, para que pudiera leerle los labios—. Por favor, por una vez, mantén la boca callada.»

Gateando, el kender se escondió aún más debajo del banco.

Por lo visto, Krell decidió que debían de haber sido imaginaciones suyas. Levantó la espada, la sujetó mejor y ya se disponía a hundirla en el pecho de Rhys. Beleño se dio cuenta de que su hechizo había fracasado y apretó los dientes, frustrado. Estaba a punto de lanzar su pequeño cuerpo contra Krell como proyectil, en un intento que seguramente sería fatídico por derribarlo, cuando de repente Krell empezó a tambalearse. Dio unos pasos vacilantes. La espada se le resbaló de la mano.

—¡Eso es! —exclamó Beleño, alegre—. Te sientes cansado. Muy, muy cansado. Y la armadura es muy, muy pesada...

Krell cayó de rodillas. Intentó volver a levantarse, pero la armadura de huesos lo empujaba hacia el suelo y acabó desplomándose. Atrapado en la armadura, quedó tumbado boca arriba, indefenso, agitando débilmente los brazos y las piernas como si fuera una tortuga al revés.

Beleño salió de su escondite a gatas. No tenía mucho tiempo. El hechizo no duraría mucho.

—¡Socorro! —gritó, tosiendo por culpa del humo—, ¡Ayudadme! ¡Necesito ayuda! ¡Rhys está herido! ¡Abad! ¡Alguien! ¡Quien sea!

No acudió nadie. Los sacerdotes y el abad estaban en la calle, luchando en una batalla que, por lo que se oía, era cada vez más cruenta. Parecía que también el incendio estaba propagándose, porque en el claustro ya no se veía nada por culpa del humo y las llamas se alzaban por encima de los árboles.

Beleño asió la espada de hueso. Krell lo miraba con odio desde debajo del yelmo y lo maldecía con los peores insultos. Beleño buscó un resquicio de carne donde pudiera clavar la espada, pero la armadura de hueso cubría cada centímetro del cuerpo del hombre. Desesperado, Beleño lo golpeó en la cabeza, protegida por el yelmo. Krell parpadeó al recibir el golpe y masculló un epíteto poco agradable, mientras se agitaba tratando de agarrar al kender. Pero Krell seguía bajo los efectos del hechizo místico y estaba demasiado cansado para moverse. Se dejó caer sin fuerzas.

Beleño le propinó otro buen golpe en la cabeza y Krell gimió. El kender siguió golpeándolo hasta que dejó de gemir y ya no se movía. Beleño habría continuado con los golpes de no ser porque se le rompió la espada. Se quedó observándolo. El kender no creía que su enemigo estuviera muerto, sino sólo inconsciente, lo que significaba que Krell acabaría volviendo en sí y cuando eso ocurriera, estaría de un humor de perros. Beleño se arrodilló junto a Rhys.

Mina se retorcía, intentando llamar su atención, pero tendría que esperar un minuto.

—¿Cómo has hecho eso? —exigió saber Mina—, ¿Cómo has hecho esa luz morada?

—Ahora no —respondió Beleño secamente—. ¡Rhys, despierta!

Beleño sacudió a su amigo por el hombro, pero Rhys permanecía inmóvil. Tenía un color ceniciento. Beleño cogió el talego del monje con la intención de ponérselo como almohada. Pero cuando le levantó la cabeza, el kender vio que en el suelo había un charco de sangre. Apartó la mano. La tenía cubierta de sangre. Beleño sabía otro hechizo místico con propiedades curativas e intentó recordarlo, pero estaba tan confuso y enfadado que no le acudían las palabras. El hechizo de la luz oscura seguía dándole vueltas en la cabeza, como si hubiera oído una de esas canciones tan molestas que sigues oyéndolas una y otra vez, por mucho que te esfuerces en evitarlo.

Con la esperanza de que las palabras se le presentaran sin querer si pensaba en cualquier otra cosa, Beleño se volvió hacia Atta, que estaba tumbada sobre un costado con los ojos cerrados. Apoyó la mano sobre su pecho y sintió que el corazón le latía con fuerza. Atta levantó la cabeza y giró sobre sí misma. Golpeaba el suelo con la cola. Beleño le dio un abrazo y después se sentó de cuclillas, mirando apesadumbrado a Rhys, mientras se esforzaba por recordar el hechizo curativo.

—Beleño... —empezó a decir Mina.

—¡Cállate! —le ordenó el kender con voz implacable—. Rhys está malherido y yo no logro acordarme del hechizo y... ¡es todo por tu culpa!

Mina se echó a llorar.

—¡Estas bandas me aprietan! Tienes que quitármelas.

—Quítatelas tú sola —le contestó Beleño bruscamente.

—¡No puedo! —gimoteó Mina.

«¡Sí puedes, eres una diosa!», era lo que Beleño tenía ganas de gritarle, pero no lo hizo porque ya había probado con ese argumento y no había funcionado. Si se le ocurriera otra forma...

—¡Claro que no puedes! —exclamó Beleño con desprecio—. Eres una humana y los humanos son demasiado gordos y lo más estúpido que hay en el mundo. Cualquier kender sabría hacerlo. ¡Hasta yo podría escaparme de esas ataduras así, sin más! —Chasqueó los dedos—, Pero como eres una humana y encima una niña, supongo que estás atrapada.