—¡Mostraos! —gritó ásperamente uno de los guerreros en común.
Los soldados minotauro obedecieron, salieron trepando de las cunetas y se agolparon en el camino. El acero repiqueteó contra el acero. Las cuerdas de los arcos se tensaron y el druida empezó a entonar una oración a Chis— lev, invocándola para que le concediese su ayuda divina.
La voz de Valthonis se elevó sobre todos esos sonidos y resonó poderosa y enérgica.
—¡Parad! Ahora mismo.
Había tanta autoridad en sus palabras que todos los combatientes le obedecieron, incluso los minotauros, que reaccionaron instintivamente al tono de mando. Un segundo después se dieron cuenta de que había sido su supuesta víctima quien había dado la orden de que se detuvieran y, sintiéndose tontos, volvieron a lanzarse al ataque.
—¡Deteneos, en nombre de Sargas! —en aquella ocasión fue Galdar quien bramó con su vozarrón.
Los soldados minotauros vieron que su líder avanzaba a grandes zancadas y bajaron la espada de mala gana y retrocedieron.
Elfos y minotauros se miraban con expresión hosca. Ninguno atacaba, pero ninguno envainaba la espada. El druida no había dejado de rezar. Valthonis le puso una mano en el hombro y le dijo algo en voz baja. El druida lo miró suplicante, pero Valthonis negó con la cabeza y la oración a Chislev terminó con un suspiro.
Galdar levantó su única mano para demostrar que no llevaba arma alguna y caminó hacia Valthonis. Los Fieles se movieron para interponerse entre el Dios Caminante y el minotauro.
—Dios Caminante —dijo Galdar, alzando la voz sobre las cabezas de los que le cerraban el paso—, me gustaría hablar contigo, en privado.
—Apartaos, amigos míos —dijo Valthonis—, Escucharé lo que tenga que decir.
Uno de los elfos parecía dispuesto a discutir, pero Valthonis no le prestó atención. Volvió a pedir a los Fieles que se apartaran y así lo hicieron, aunque de mala gana y con expresión sombría. Galdar ordenó a sus soldados que se mantuvieran apartados y los minotauros obedecieron, aunque lanzando miradas torvas a los elfos.
Galdar y Valthonis se internaron entre los árboles, donde sus seguidores no pudieran oírlos.
—Tú eres Valthonis, en el pasado el dios Paladine —declaró Galdar.
—Soy Valthonis —repuso el elfo con. suavidad.
—Yo soy Galdar, emisario del gran dios que los minotauros conocen como Sargas, conocido por aquellos de tu raza como Sargonnas. Mi dios me ordena que pronuncie estas palabras: «Has dejado cosas inconclusas en el mundo, Valthonis, y como has decidido alejarte “caminando” de ese reto, ha estallado un conflicto en el cielo y entre los hombres. El gran Sargas quiere que ese conflicto llegue a su fin. Es necesario llegar a una solución rápida y definitiva para ese conflicto. Para ayudar a que eso ocurra, él hará que te reúnas con tu retador.»
—Espero que no creas que soy amigo de las discusiones, emisario, pero me temo que no sé nada sobre ese conflicto o ese reto del que hablas —contestó Valthonis.
Galdar se frotó el muñón con el dorso de la mano. Estaba incómodo, pues él creía en el honor y la honestidad, y en aquel asunto no estaba actuando honrada y honestamente.
—Quizá no sea un reto impuesto por Mina —aclaró Galdar, esperando que su dios lo comprendiera—. Más bien una amenaza. De todos modos —prosiguió antes de que Valthonis pudiera responder—, se interpone entre vosotros dos como humo envenenado que emponzoña el aire.
—Ya lo entiendo —dijo Valthonis—. Hablas de la promesa de Mina de que me mataría.
Galdar lanzó una mirada inquieta hacia los minotauros de su escolta.
—No levantes la voz cuando pronuncies su nombre. Mi pueblo cree que es una bruja. —Se aclaró la garganta y añadió fríamente—: Sargas me ha ordenado que diga que el dios astado quiere que los dos os reunáis para que podáis resolver vuestras diferencias.
Valthonis sonrió irónicamente al oír aquellas palabras y Galdar, avergonzado, se quedó frotándose el muñón. Sargas no tenía ninguna intención de que los dos resolvieran sus diferencias. Galdar no sentía ningún aprecio por los elfos, pero detestaba tener que mentir a aquél. No obstante, tenía unas órdenes que cumplir y, por tanto, repitió lo que le habían dicho que dijera, aunque esforzándose por que quedara claro que el mensaje no era suyo.
—No tenéis que hablar con esa bestia, señor. Podemos y estamos dispuestos a pelear y defenderos... —los interrumpió uno de los Fieles, gritando.
—Jamás se derramará sangre en mi nombre —repuso Valthonis con aspereza. Lanzó una mirada glacial al Fiel—. ¿Has recorrido a mi lado este camino y me has oído hablar de paz y fraternidad y, sin embargo, no has escuchado nada de lo que te decía?
El tono de su voz era duro y sus seguidores parecían avergonzados. No sabían adonde dirigir la vista para que sus ojos no se encontraran con la mirada furiosa de Valthonis, así que observaban fijamente el suelo o torcían la cara. La única que no apartó la mirada fue Elspeth. Sólo ella la sostuvo. Valthonis le sonrió para darle seguridad y después se volvió hacia Galdar.
—Te acompañaré con la condición de que mis compañeros puedan irse sin sufrir ningún daño.
—Esas son mis órdenes —aseguró Galdar. Alzó la voz para que todos pudieran oírlo—. Sargas quiere paz. No desea que se derrame sangre.
Uno de los elfos resopló con desdén al oír esas palabras y uno de los minotauros gruñó. Los dos se lanzaron uno sobre el otro. Galdar se acercó al minotauro de un salto y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Elspeth agarró al elfo por el brazo que asía la espada y tiró de él. Sorprendido, el guerrero bajó el arma.
—Si caminas con nosotros, señor —dijo Galdar, sacudiendo los nudillos doloridos—, nosotros seremos tu escolta. Dame ahora tu palabra de que no vas a intentar escapar, y no te encadenaré.
—Tienes mi palabra. No me escaparé. Iré con vosotros por mi propia voluntad.
Valthonis se despidió de los Fieles. Dio la mano a cada uno de ellos y pidió a los dioses que los bendijeran.
—No temáis, señor —dijo uno de los elfos en Silvanesti, hablando en voz baja—, os rescataremos.
—He dado mi palabra. No voy a romperla —repuso Valthonis.
—Pero, señor...
El Dios Caminante sacudió la cabeza y se dio media vuelta. Tropezó con Elspeth, que le cerraba el paso. Parecía que ansiaba hablar con él, pues le temblaba la mandíbula y de su garganta se escapaban unos sonidos graves, propios de un animal.
Valthonis le acarició la mejilla.
—No hace falta que digas nada, pequeña. Lo entiendo.
Elspeth le cogió la mano y se la apretó contra le mejilla.
—Cuidad de ella—ordenó Valthonis a los Fieles.
Retiró la mano con delicadeza y caminó hasta donde esperaban Galdar y los demás minotauros.
—Tienes mi palabra. Y yo tengo la tuya —dijo Valthonis—. Mis amigos se irán sin sufrir ningún daño.
—Que Sargas me deje sin el otro brazo si incumplo mi promesa —repuso Galdar. Se internó en el bosque y Valthonis lo siguió. Los minotauros cerraron el grupo siguiéndolos de cerca.
Los Fieles se quedaron en el camino rodeados por la penumbra creciente, contemplando la partida de su líder. Su vista de elfos les permitía seguir a Valthonis con la mirada durante mucho tiempo y, cuando dejaron de verlo, todavía oían el chasquido de las ramas y las pisadas de los minotauros abriéndose camino por la espesura. Los Fieles se miraron entre sí. Los minotauros habían dejado un rastro que hasta un enano gully ciego podría seguir. No sería muy difícil seguirles los pasos.
Uno echó a andar en su dirección. La silenciosa Elspeth lo detuvo.
«Él dio su palabra —dijo la elfa con signos, llevándose la mano a la boca y después al corazón—. Él tomó su decisión.»