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—Y se vengaría por última vez de los dioses a los que siempre había odiado —intervino Kiri-Jolith, el dios de las guerras justas. Tenía el aspecto de un caballero con una resplandeciente armadura de plata.

—Takhisis casi logra su objetivo —admitió Majere—. Pero cometió un error, provocado por su terrible deseo de venganza. Decidió que entregaría el dios niño a su enemiga, la mujer mortal a la que Takhisis siempre había culpado de su caída en la Guerra de la Lanza. Se trataba de Goldmoon. La Reina Oscura hizo que las olas arrastraran al dios niño hasta la costa de la Ciudadela de la Luz.

»Goldmoon había sido sacerdotisa de Mishakal y había llevado a Krynn el poder curativo del misticismo. Era ya una mujer mayor y acogió al dios niño, que tenía el aspecto de una niña de nueve años, en su corazón. Goldmoon la llamó Mina y Takhisis rió ante su triunfo.

»Tal como Takhisis sabía que haría, Goldmoon le enseñó a Mina todo sobre los antiguos dioses, pues la mujer todavía lamentaba su pérdida. Takhisis fue a Mina, que quería mucho a Goldmoon, y prometió concederle el poder para buscar a los dioses y devolverlos al mundo. Todos sabemos lo que pasó después. Mina se escapó del lado de Goldmoon y “encontró” a Takhisis, que estaba esperándola. No quiero imaginar siquiera las terribles torturas y tormentos que Mina habrá sufrido en manos de la Reina Oscura, siempre para “probar su lealtad”..

»Cuando por fin Mina regresó al mundo, había sido moldeada a imagen y semejanza de la Reina Oscura. Takhisis esperaba que Mina cosechara victorias en su nombre. Todos los milagros que Mina hiciera, creería que provenían de Takhisis. Cuando ya era demasiado tarde, Takhisis se dio cuenta de su error. Comprendió su insensatez, como les ocurrió a quienes intentaron lo mismo que ella.

Los demás dioses miraron a Chemosh con expresión acusadora.

—¡Yo no sabía que era una diosa! —gritó el Señor de los Huesos en un tono salvaje—. Takhisis sí lo sabía. Recordad sus últimas palabras: «La maldición está entre vosotros. Destruidme a mí y os destruiréis a vosotros mismos.»

—¡Destruirnos! —La risa de Sargonnas resonó con estridencia por los cielos—. ¿Qué amenaza puede suponer para nosotros esa diosa niñata?

—¿Cómo no va a ser una amenaza? —repuso Mishakal con aspereza. La Dama Blanca se enfureció y su belleza y su poder relumbraron—. En este mismo momento, estáis planeando cómo podéis atraer a Mina hacia vuestro lado, para que la balanza se incline a vuestro favor.

—¿Y tú qué, doña perfecta? —intervino Zeboim airada—. Estás pensando exactamente lo mismo.

—El dios ya está perdido para nosotros. Ahora es una criatura de la oscuridad —afirmó Kiri-Jolith con frialdad.

Mishakal lo miró con los ojos cargados de pesar.

—Existe algo que se llama perdón..., redención.

Kiri-Jolith parecía severo e implacable. No dijo nada, pero sacudió la cabeza con gesto decidido.

—Si es tan peligrosa, ¿qué hay que hacer con ella? —preguntó Chislev.

Los dioses miraron a Gilean esperando su decisión.

—Tiene su propia voluntad —sentenció finalmente—. Su destino está en sus propias manos. Ella misma debe decidir cuál será su sino. Dispondrá del tiempo necesario para pensar y considerarlo. Y durante ese tiempo —añadió, recalcando las palabras con frialdad—, ni la oscuridad ni la luz ejercerán influencia alguna sobre ella.

Una sabia decisión, que, por supuesto, no gustó a nadie.

3

Los dioses empezaron a hablar todos a la vez. Kiri-Jolith insistía en que Mina tenía que ser enviada al destierro, igual que Takhisis. Zeboim protestaba, diciendo que eso no era justo para la pobre niña. Se ofreció a acogerla en su hogar en las profundidades del mar, una oferta en la que nadie confiaba. Insistió a Chemosh para que la apoyara, pero él se negó.

Ya no quería tener nada que ver con Mina. Chemosh lamentaba haberla visto jamás; lamentaba haberse enamorado de ella y haberla hecho su amante; lamentaba haberla utilizado para que lo ayudara a crear a sus nuevos seguidores, los muertos vivientes Predilectos. Habían acabado siendo una gran decepción, pues le eran leales a Mina, no a él. Con gesto distante y desdeñoso, se mantenía aparte de la discusión que enfurecía a los demás dioses. Por eso fue el único en darse cuenta de que los tres dioses de la magia, que hasta entonces habían permanecido en silencio, habían empezado a cuchichear entre ellos.

Solinari, hijo de Paladine y Mishakal, era el dios de la luna plateada, de la magia de la luz. Lunitari, hija de Gilean, era la diosa de la luna roja, de la magia de la neutralidad; mientras que su primo, Nuitari, el hijo de Takhisis y Sargonnas, era el dios de la luna negra, el dios de la magia de la oscuridad. A pesar de tener ideas muy diferentes, los tres primos estaban muy unidos, conectados por su amor a la magia. A menudo desafiaban a sus padres juntos y trabajaban en pos de sus propios fines, lo que estaban haciendo en ese momento, sin duda. Chemosh se acercó un poco, con la esperanza de oír algo de lo que decían.

—¡Así que fue Mina la que sacó la torre del fondo del Mar Sangriento! —decía Lunitari en ese momento—. Pero ¿cómo?

Lunitari vestía la túnica roja elegida por aquellos dedicados a servirle. Había adoptado la forma de una mujer con ojos inquisitivos, siempre estudiándolo todo.

—Su plan era dársela al Señor de los Huesos —explicó Nuitari—. En prueba de su amor.

El vestía túnicas negras y tenía el rostro de una luna llena. Tras sus ojos se ocultaban sus secretos.

—¿Y qué pasa con todos los objetos tan valiosos que hay dentro? —preguntó Solinari en voz baja—. ¿Qué pasa con el Solio Febalas?

Ataviado con su túnica blanca, Solinari era cuidadoso y observador, de gestos y palabras siempre tranquilos, con ojos grises como el humo del fuego que siempre ardía en su luna.

—¿Cómo voy a saber yo lo que habrá pasado con él? —preguntó Nuitari exasperado—. A mí también me convocaron. Mi ausencia se habría notado demasiado. Pero en cuanto haya terminado la reunión...

Chemosh no oyó el final de la frase. ¡Así que ésa era la razón por la que Mina le había entregado la torre! Él no tenía ningún interés en un viejo monumento a la magia. Lo que ansiaba era lo que descansaba bajo la torre: el Solio Febalas.

Hacía mucho tiempo, antes del Cataclismo, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había recorrido todos los templos sagrados y los santuarios dedicados a los dioses de Krynn y había saqueado los objetos sagrados que consideraba peligrosos. Al principio, sólo se llevó los de los dioses de la oscuridad, pero a medida que su paranoia crecía, ordenó a sus tropas que también allanaran los templos de los dioses neutrales. Por último, tras decidir que retaría a los dioses pues él mismo era un dios, envió a sus soldados a saquear todos los templos de los dioses de la luz.

Los objetos robados fueron llevados a la Torre de la Alta Hechicería de Istar, que en ese momento estaba bajo su control. Colocó todos sus artefactos en lo que bautizó como la Sala del Sacrilegio.

Furiosos por el desafío del Príncipe de los Sacerdotes, los dioses arrojaron una montaña abrasadora sobre el mundo y lo partieron por la mitad. Istar se hundió en el fondo del mar. Si quedaba alguien que recordara la Sala del Sacrilegio, los pocos supervivientes dieron por hecho que había quedado destrozada.

Con el paso de los siglos, los mortales olvidaron la Sala del Sacrilegio. Sin embargo, Chemosh no la olvidó. Siempre se enfurecía al pensar en la pérdida de esos objetos. Podía sentir el poder que emanaba de las reliquias y sabía que en realidad no habían desaparecido. Quería recuperarlos. Se había sentido tentado de ir en su busca durante la Cuarta Era, pero en esa época estaba enredado en un complot con la Reina Takhisis para derrocar a los dioses de la luz y no se atrevía a hacer nada que llamara la atención.