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Mina volvió a cambiar de aspecto y se convirtió en la Mina de los Predilectos, la Mina que les había dado el beso mortal. Tenía una larga melena cobriza. Vestía de negro y rojo sangre. Era segura, autoritaria, y miraba a Valthonis fijamente y con expresión ceñuda. Su expresión se endureció, sus labios desaparecían en una fina línea.

—¡Él mató a mi reina! —declaró con frialdad.

Pasó rozando a Galdar, que la miraba con la boca entreabierta y los ojos bordeados de lágrimas, todo el cuerpo tembloroso de miedo. Mina se acercó a Valthonis y se quedó observándolo un buen rato, intentando atraerlo hacia el ámbar, como a un insecto cualquiera.

El elfo soportó tranquilamente el examen.

«¿Su mente mortal conservará algo de la mente del dios? —se preguntó Rhys—, En alguna parte de sí, ¿Valthonis recordará el estallido de júbilo de aquel amanecer que creó a esa hija de la alegría y la luz? ¿Recordará el dolor desgarrador que debió de sentir cuando se dio cuenta de que tenía que sacrificar a la niña para salvar su propia creación?»

Rhys no conocía las respuestas. Lo que sí sabía, lo que podía ver reflejado en el rostro envejecido del elfo, era el sufrimiento de un padre que ve cómo su amada hija sucumbe a oscuras pasiones.

—Déjame ayudarte, Mina. —Valthonis extendió las manos hacia Mina, las manos atadas.

Ella lo miró con desprecio y después le propinó una bofetada con el dorso de la mano que tiró al elfo al suelo.

Mina se erguía sobre él. Alargó una mano.

—Galdar, dame tu espada.

Galdar miró nervioso a Valthonis, en el suelo. La mano del minotauro fue hacia la empuñadura de la espada. No desenvainó el arma.

—Mina, el monje tiene razón —dijo Galdar, angustiado—. Si matas a este hombre, te convertirás en Takhisis. Y tú no eres ella. Tú rezabas por tus hombres, Mina. Malherida y agotada, recorrías el campo de batalla y rezabas por las almas de aquellos que habían dado su vida por tu causa. Te preocupas por las personas. Takhisis no lo hacía. Las utilizaba, ¡como te utilizó a ti!

—¡Dame tu espada! —repitió Mina, airada.

Galdar negó con su cabeza astada.

—Y al final, cuando la habían expulsado del cielo, Takhisis te culpó a ti, Mina. No a sí misma. Nunca a sí misma. Iba a matarte en el campo de batalla, tenía un alma vengativa y rencorosa. Así era Takhisis. Vengativa y rencorosa, cruel, despiadada y egoísta. Lo único que le importaba era su propio engrandecimiento, sus ambiciones. Sus hijos la odiaban y maquinaban contra ella. Su consorte la despreciaba, desconfiaba de ella y se regocijó al verla caer. ¿Es eso lo que quieres, Mina? ¿En eso quieres convertirte?

Mina lo miraba con desdén. Cuando Galdar se detuvo para tomar aire, dijo con menosprecio:

—No necesito sermones. ¡Sólo tienes que darme la maldita espada, vaca manca y estúpida!

Galdar empalideció; su lividez se notaba incluso debajo del pelaje oscuro. Se contorsionó en un espasmo de dolor. Lanzó una mirada sombría al cielo y desenvainó la espada. No se la dio a Mina. Se acercó a Valthonis, inconsciente, y cortó la cuerda que maniataba al elfo.

—Yo no quiero tener nada que ver con un asesinato —dijo Galdar con tranquila dignidad.

Deslizó la espada en su funda, se dio media vuelta y empezó a alejarse caminando.

—¡Galdar! ¡Vuelve! —gritó Mina fuera de sí.

El minotauro siguió caminando.

—¡Galdar! ¡Te lo ordeno! —chilló Mina.

Galdar no volvió la vista. Iba abriéndose camino entre los monolitos negros, vestigios de una oscura ambición.

Mina miraba furiosamente la espalda del minotauro y de repente echó a correr hacia él. Volaba rauda sobre el suelo barrido por el viento. Rhys gritó para advertirlo. Galdar se volvió, en el mismo momento en que Mina le daba alcance. Sin prestarle atención, agarró la empuñadura de la espada y tiró de ella para sacarla de la vaina.

Galdar la sujetó por las muñecas e intentó arrancarle la espada de las manos. Mina quiso zafarse de él presa de una furia enloquecida y lo golpeó con la empuñadura y la parte plana de la hoja.

Galdar intentaba rechazar sus golpes, pero no tenía más que una mano y Mina luchaba con la fuerza y la cólera de un dios.

Rhys corrió a ayudar al minotauro. Tiró el cayado, agarró a Mina e intentó alejarla de Galdar. El corpulento minotauro se desplomó, sangriento y gimiendo. Mina se zafó de Rhys. Lo empujó hasta hacerle perder el equilibrio y volvió a abalanzarse sobre Galdar. Lo pateó y lo golpeó en cada parte de su cuerpo que seguía moviéndose. El minotauro dejó de gemir y se quedó inmóvil.

—Mina... —empezó a decir Rhys.

Mina gruñó y le hundió el puño en el estómago, con tanta fuerza que Rhys se quedó sin aliento. Intentó tomar aire, pero tenía los músculos contraídos y sólo lograba boquear.

Mina le propinó un puñetazo en la mandíbula y le rompió el hueso. Se le llenó la boca de sangre. Mina estaba allí de pie, con la pesada espada del minotauro en la mano, y Rhys no podía hacer nada. Estaba ahogándose en su propia sangre.

Beleño intentó retener a Atta con todas sus fuerzas, pero la visión de Rhys siendo atacado era más de lo que la perra podía soportar. Se agitó para liberarse del kender. Beleño intentó agarrarla de nuevo, pero su mano encontró el vacío y se cayó de bruces. Atta pegó un buen salto y chocó pesadamente contra Mina, que se cayó y soltó la espada.

Entre ladridos, Atta se lanzó sobre la garganta de Mina. Ésta se defendía de la perra y se protegía con los brazos. Se mezclaban sangre y saliva.

Beleño se puso de pie, con paso poco seguro. Rhys estaba escupiendo sangre. El minotauro ya estaba muerto o poco le faltaba. Valthonis seguía inconsciente en el suelo. El kender era el único que estaba de pie y no sabía qué hacer. Estaba demasiado nervioso para poder pensar un hechizo y entonces se dio cuenta de que ningún hechizo, ni siquiera el hechizo más poderoso conjurado por el místico más poderoso, podría detener a un dios.

La fría y pálida luz del sol se reflejó en el acero.

Mina había logrado recuperar la espada. La levantó y atacó a la perra.

Atta cayó al suelo, lanzando un aullido de dolor. Su pelo blanco empezó a teñirse de rojo, pero seguía intentando levantarse y no dejaba de gruñir y lanzar dentelladas. Mina levantó la espada para volver a clavársela, esa vez sería el golpe mortal.

Beleño se aferró al broche del pequeño saltamontes y pegó un salto propio de un gigante. Sobrevoló uno de los monolitos negros y golpeó a Mina. La espada cayó al suelo.

Beleño aterrizó con un fuerte golpe en el suelo. Mina se recuperó y los dos se lanzaron reptando hacia la espada para intentar hacerse con ella el primero. Rhys escupió más saliva y medio se arrastró, medio se lanzó a la reyerta.

Pero ya era demasiado tarde.

Mina agarró al kender por el moño y lo retorció. Rhys oyó un chasquido espeluznante. Beleño se quedó inerte.

Mina soltó el pelo y el kender cayó al suelo como un peso muerto.

Rhys se arrastró junto a su amigo. Beleño lo miraba fijamente, sin verlo. Las lágrimas acudieron a los ojos de Rhys. No buscó a Mina. A él también iba a matarlo y no podía hacer nada por impedirlo. Atta gemía. La espada le había abierto un corte en el lomo que le llegaba hasta el hueso. Acercó al animal malherido, agonizante, hacia sí y después cerró los ojos de Beleño con una mano cubierta de sangre.

Una niña pequeña con trenzas pelirrojas se sentó de cuclillas junto al kender.

—Ya puedes levantarte, Beleño —dijo Mina.

Al ver que no se movía, lo sacudió por el hombro.