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»Empecé a explicarle esto mismo a Chemosh, pero él gruñó y me dijo que no le interesaba. Mi alma ya había sido juzgada y era libre para irme. Miré alrededor y allí estaban la Dama Blanca y Majere y Zeboim y los tres dioses de las lunas, y Kiri-Jolith con su armadura reluciente y otros cuantos dioses que no reconocí. ¡Estaba hasta Sargonnas! Me pregunté qué estarían haciendo todos allí, y la Dama Blanca dijo que habían ido a honrarme, aunque Zeboim dijo que, en lo que a ella respectaba, había ido a comprobar que estuviera bien muerto. Todos los dioses me estrecharon la mano, y cuando llegué junto a Majere, acarició el saltamontes que todavía llevaba prendido de la camisa y me dijo que me permitiría saltar hacia delante para ver adonde iba y saltar hacia atrás para despedirme. Y justo estaba diciéndole a Mishakal cuánto me había gustado su bizcocho y ya estaba a punto de irme, cuando no sabes quién vino a verme.

Rhys negó con la cabeza.

—¡Mina! —exclamó Beleño asombrado—. Iba a enfadarme con ella, ya sabes, por matarme, pero se acercó a mí, me abrazó y lloró por mí. Y entonces me cogió de la mano y salió de la Sala del Juicio conmigo. Me mostró el camino hecho del polvo de las estrellas que me llevará más allá del ocaso, cuando esté preparado para partir. Me alegré por ella, porque parecía haber encontrado su camino y porque ya no está loca, pero también me sentí triste, porque ella parecía muy triste.

—Creo que siempre estará triste —dijo Rhys.

Beleño emitió un profundo suspiro.

—Yo también lo creo. Sabes, en mis viajes he visto los pequeños altares que la gente está empezando a construir en su honor y tenía la esperanza de que eso le levantara el ánimo, pero la gente que acude a sus altares siempre tiene una cara tan triste que no creo que eso la ayude mucho.

—Quiere que la gente acuda a ella —repuso Rhys—, Es la diosa de las lágrimas y acoge a todos aquellos que sufren y no son felices, sobre todo a aquellos a los que consume el sentimiento de culpa o el arrepentimiento o que combaten contra oscuras pasiones. Cualquiera que sienta que nadie más puede comprender su dolor puede acudir a ella. Mina lo comprende, pues su propio dolor es eterno.

—Vaya—comentó el espíritu.

Sin embargo, la congoja de Beleño nunca duraba demasiado. Después de ordenar unos cuantos saquitos fantasmagóricos, se levantó ágilmente.

—Bueno, tengo que irme —dijo, y añadió alegremente—: Como dijo Zeboim, ha llegado el momento de que moleste a las pobres y desafortunadas gentes de otro mundo.

Beleño se agachó para acariciar a Atta. Su caricia espectral hizo que la perra se despertara sobresaltada y que se quedara mirando alrededor, confundida. Beleño alargó la mano hacia Rhys. El monje sintió el contacto suave como un susurro, como si una pluma le acariciara la piel.

—Que tengas buen viaje, amigo mío —le deseó Rhys.

—Siempre que haya bollos y pollo, ¡estaré bien! —contestó Beleño, hizo un gesto de despedida con la mano y atravesó el roble (por la sencilla razón de que podía hacerlo). Después, desapareció.

En el monasterio tocó una campana que llamaba a los monjes a la meditación de la tarde. Rhys se levantó y alisó los pliegues de su túnica. En ese momento, sintió que algo caía al suelo. Junto a sus pies vio un saltamontes de oro. Rhys lo recogió, se lo prendió en la túnica y pronunció una oración silenciosa deseando a su amigo un buen viaje por el camino de polvo de estrellas. Después silbó a Atta, que rápidamente se puso de pie y corrió ladera abajo para reunir a las ovejas.

Los cachorros echaron a correr detrás de su madre, ladrando sin parar y corriendo entre las ovejas imitando a su madre. Y aunque Atta los reñía por ponerse en medio, resplandecía de orgullo.

Rhys cogió uno de los cachorros, el más enclenque de la camada, que tenía problemas para seguir al resto. Se colocó el cachorro debajo del brazo y siguió caminando ladera abajo, conduciendo a sus ovejas a la seguridad del redil.