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Nunca había tenido la oportunidad de buscarlos. Primero se vio involucrado en la Guerra de la Lanza, después el caos lo había complicado todo y al final Takhisis había robado el mundo. Los objetos de los dioses seguían desaparecidos, hasta que Nuitari había decidido reconstruir en secreto las ruinas de la Torre de la Alta Hechicería que estaban en el fondo del mar. Así había encontrado el Solio Febalas, lo que había despertado los celos y la furia de Chemosh.

Chemosh le había pedido a Mina que entrara en la Sala del Sacrilegio y le llevara los artefactos. Pero ella le había fallado y eso provocó el primer alejamiento entre ellos.

«No te enfades conmigo, mi amado señor. El Solio Febalas es un lugar sagrado. Santificado. El poder y la majestad de los dioses, de todos ellos, están presentes en la cámara. No pude tocar nada. ¡No osé tocar nada! Lo único que fui capaz de hacer fue caer de hinojos en pleitesía...»

Se había puesto muy furioso con ella. La había acusado de robar los objetos para sí misma. Pero en este momento podía comprenderlo. El poder de los dioses había actuado como un espejo y le había devuelto el reflejo de su propio poder divino, que Mina sentía ardiendo en su interior. Qué confusa debía de haberse sentido, confusa y aterrorizada, abrumada. Había arrancado la torre del fondo del Mar Sangriento para entregársela. Una ofrenda.

Así que, por derecho, la torre era suya. Y precisamente en ese momento no había nadie haciendo guardia. Todos estaban muy ocupados discutiendo qué hacer con Mina. Chemosh se alejó de la acalorada discusión y cruzó velozmente el Mar Sangriento hasta llegar al peñasco en el que se alzaba la torre, que tan poco tiempo atrás podía llamarse submarina.

Chemosh se lanzó al fondo del mar. Una profunda sima señalaba el lugar donde había estado la torre. El lecho del mar había sido arrancado junto con la construcción y así se había formado la isla en la que entonces se alzaba la torre. El agua era tan oscura que ni siquiera unos ojos inmortales podían descubrir sus profundidades. Chemosh no percibió su propio poder emanando de la sima.

Los objetos seguían en el interior de la torre. De esto estaba seguro.

La Torre de la Alta Hechicería, que había yacido en el fondo del Mar Sangriento para después contemplarlo desde su altura, guardaba semejanza con la construcción original. Nuitari la había reconstruido con mucho mimo. Las paredes eran de cristal liso y resplandeciente bajo las gotas de agua. El agua caía de una cúpula de mármol negro y se deslizaba por los muros resbaladizos, con ese movimiento ondulante de las olas plomizas y hoscas que iban a morir a las orillas de la nueva isla. En lo alto de la cúpula, un aro de oro rojo pulido se curvaba con resplandores plateados, bajo la luz de las dos lunas que él mismo representaba. El centro del aro tenía la negrura absoluta que honraba a Nuitari. A través de él, no podían verse los rayos del sol.

Chemosh estudió la torre con los ojos entrecerrados. En su interior vivían dos Túnicas Negras de Nuitari. El dios se preguntó qué habría sido de ellos. Si es que seguían con vida, debían de haber tenido un viaje aterrador. Rodeó la torre hasta que llegó a la puerta, la entrada convencional.

Cuando la torre estaba en Istar y después, en el fondo del mar, únicamente los hechiceros y Nuitari poseían el secreto para acceder al interior. Sólo aquellos que eran invitados podían entrar, y esa norma afectaba también a los dioses. Pero la torre había sido arrebatada de las manos de Nuitari, se la habían robado en cuanto se había dado la vuelta. Quizá su magia también se hubiera resquebrajado.

Chemosh no perdió el tiempo con la puerta. Podía traspasar las paredes de cristal como si fueran de agua. Empezó a avanzar a través de los brillantes muros negros pero, para su sorpresa, algo le cerraba el paso.

Impaciente, Chemosh empujó las enormes hojas de la puerta para tratar de abrirla. No cedieron bajo su mano. Chemosh perdió los nervios y empezó a darle patadas y a propinarle puñetazos. El dios podría derribar las murallas de un castillo con un simple capirotazo, pero con aquella torre no lograba nada. Las hojas de la puerta se estremecían bajo los golpes, pero seguían intactas.

—Es inútil. No vas a poder entrar. Quien tiene la llave es ella.

Chemosh se volvió y vio a Nuitari, que llegaba caminando por un lado de la torre.

—¿Quién tiene la llave? —quiso saber Chemosh—, ¿Tu hermana? ¿Zeboim?

—Mina, más que idiota —repuso Nuitari—, Y está mandando a sus Predilectos para que la protejan.

El dios de la magia oscura señaló al otro lado del mar, hacia la ciudad de Flotsam. Con su visión inmortal, Chemosh contempló las hordas de personas que saltaban de los muelles, se metían en el agua y se hundían o nadaban entre las olas, que lucían con un resplandor nada tranquilizador, levemente coloreado con una luz ambarina. Aquéllos eran los Predilectos. Tenían el mismo aspecto y actuaban como cualquier persona, caminaban y hablaban como ellas, comían y bebían; pero había una pequeña diferencia.

Estaban muertos.

Al carecer de vida, no conocían el miedo, el cansancio jamás se apoderaba de ellos, no necesitaban dormir y su energía no tenía fin. Los derribabas y volvían a levantarse. Los decapitabas y recogían su cabeza y se la colocaban de nuevo. Chemosh se había enorgullecido de ellos, hasta que se había dado cuenta de que en realidad eran creación de Mina, no suya. A partir de entonces, detestaba su mera presencia.

—El ejército de Mina —confirmó Nuitari, con tono amargo—. Vienen a ocupar su alcázar. ¡Y tú creías que iba a entregártelo!

—No entrarán —dijo Chemosh.

Nuitari se rió.

—Como le gusta decir a nuestro amigo Reorx: «¿Apostamos?» —El dios de la magia hizo un gesto—. En cuanto ella venga y abra las puertas para dejar entrar a sus Predilectos, mis pobres Túnicas Negras se verán sitiados en su propio laboratorio. La torre va a estar atestada de esos demonios suyos.

Bajo la atenta mirada de Chemosh, cientos de muertos vivientes salieron del agua y se dirigieron directamente hacia las gigantescas puertas.

—¡Pero mira que eres tonto! —exclamó Nuitari, esbozando una sonrisa desdeñosa con sus gruesos labios—. Tenías a Mina en tu cama y la echaste a patadas. Habría hecho cualquier cosa por ti.

Chemosh no respondió. Nuitari tenía razón, maldito fuera. Mina lo amaba, lo adoraba, y él la había abandonado, la había rechazado porque había sentido celos.

No eran celos por otro amante. Eran celos de ella, de su poder.

Los Predilectos la servían a ella, cuando debían servirle a él. Mina le había hecho a él lo mismo que había hecho a Takhisis. Los milagros que había realizado en el nombre de Chemosh eran sus propios milagros. Los hombres rendían pleitesía a Mina, no a él. Los Predilectos estaban sometidos a la voluntad de Mina, no a la suya.

Y, según creía Majere, Mina había hecho todo eso en la más absoluta inocencia. No sospechaba siquiera que ella fuera el dios que había dado a los Predilectos aquella vida espeluznante.

«¡Qué tonto he sido!», se reprochó Chemosh. Pero antes incluso de acabar de pensarlo, ya se le había ocurrido una idea. Recordó la mirada desamparada que le había dedicado antes de lanzarse al mar.

«Todavía me ama. Puedo recuperarla. Con ella a mi lado, puedo suplantar a ese tonto bovino de Sargonnas. Puedo acabar con Kiri-Jolith, imponerme a Mishakal y burlarme del sabelotodo de Gilean. Mina será mi llave a la Sala del Sacrilegio. Podré hacerme con todas las reliquias. Puedo dominar el cielo...»

Lo único que tenía que hacer era dar con ella.

Chemosh dirigió su mirada inmortal al mundo. Vio todos los seres en todos los lugares: elfos y humanos, ogros y kender, gnomos y enanos, peces y perros, gatos y goblins. Su mirada los envolvía, los rodeaba, los estudiaba, a todos al mismo tiempo, todos en una fracción de segundo. Encontró a todos los seres vivos de ese planeta y también a aquellos que no estaban vivos en el sentido usual de la palabra.