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Ninguno era ella.

Chemosh estaba desconcertado. ¿Dónde podía estar Mina? ¿Cómo podía ocultarse de él?

No tenía la menor idea y, mientras trataba de desentrañar el misterio, se dio cuenta de que allá, en su castillo, Gilean estaba pidiendo a todos los dioses que juraran que no interferirían en el camino de Mina. Fuera el lugar que fuese el que decidiera ocupar entre los dioses, cualesquiera de los dos bandos al que decidiese unirse, o incluso si abandonaba el mundo, la decisión debía ser sólo suya.

«Si hago el juramento, Gilean se asegurará de que es respetado. Me prohibirán que intente seducirla.»

Chemosh confiaba en su poder sobre ella. Lo único que tenía que hacer era verla, hablarle, tomarla entre sus brazos...

No podía salir en su busca, no en ese momento, mientras Nuitari lo examinaba igual que una serpiente examina a un ratón, Sargonnas lo escudriñaba con sombrío recelo y Gilean exigía que todos los dioses hicieran el juramento. Quizá Chemosh no pudiera ir en busca de Mina, pero había alguien a sus órdenes que sí podía. Por suerte, todavía le quedaba un poco de tiempo. Los dioses de la magia querían saber por qué también ellos tenían que prestar juramento.

Chemosh lanzó una llamada. Su pensamiento voló raudo por el castillo hasta Ausric Krell, el antiguo Caballero de la Muerte al que Mina había condenado a recuperar su condición humana. Chemosh tenía que darse prisa. Debía darle la orden de encontrar a Mina antes de prestar juramento. No podrían echarle la culpa a él si era Mina quien acudía a su lado por su propia voluntad.

Qué importancia podía tener un empujoncito a su favor.

—Nosotros no deberíamos prestar juramento —argumentaba Nuitari—. Ni siquiera habíamos nacido cuando ese dios niño fue creado.

—A nosotros Mina no nos interesa nada —lo apoyó Lunitari.

—No tiene nada que ver con la magia. Dejadnos al margen de todo este asunto —añadió Solinari.

—Pero ella tiene algo que sí os interesa —repuso Morgion, el dios de la enfermedad, con su voz ronca y achacosa—. Mina tiene en su poder una Torre de la Alta Hechicería. ¡Y no os permite entrar!

—¿Es cierto eso? —preguntó Gilean, con gesto preocupado.

—Sí —reconoció Solinari—. Pero aunque nos obliguéis a prestar juramento, consideramos justo que se nos permita recuperar la torre, ya que es indiscutiblemente nuestra y, en pocas palabras, ella la ha robado.

—El lloriqueo de los perdedores —se burló Hiddukel.

—Yo tengo tantos derechos sobre esa torre como ellos —declaró Zeboim—. Al fin y al cabo, está en mi océano.

—Fui yo quien la construyó —se defendió Nuitari, furioso—. ¡La levanté de entre las ruinas quemadas! Y tenéis que saber todos —añadió, lanzando una mirada torva a Chemosh— que dentro de la torre, en sus profundidades, está el Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Dentro de la sala se guardan muchos artefactos y reliquias sagradas, que se creían perdidos durante el Cataclismo. De hecho, vuestros artefactos y reliquias sagradas.

Los dioses habían dejado de sonreír. Miraban a Nuitari con expresión atónita.

—Tenías que habernos dicho que había aparecido la sala —dijo Mishakal, ardiendo de furia con sus llamas blancas.

—Y vosotros teníais que habernos hablado de Mina —repuso Nuitari. Cruzó las manos sobre su túnica negra—. Creo que así quedamos empatados.

—¿Nuestros objetos benditos están a salvo? —preguntó Kiri-Jolith.

—No lo sé —contestó Nuitari, encogiéndose de hombros—. Lo estaban, mientras la torre estaba bajo mi control. Ahora ya no respondo por ellos. Menos aún, después de que los Predilectos ocuparan la torre.

Los dioses volvieron la vista hacia Chemosh.

—¡Eso no es culpa mía! —exclamó el dios—. ¡Esos seres macabros son obra de ella, no mía!

—¡Basta! —intervino Gilean—, Lo único que demuestra todo esto es que es más importante que nunca que todos sin excepción prestemos juramento. ¿O acaso alguno de vosotros está dispuesto a correr el riesgo de que otro pueda tener éxito donde él ha fracasado?

Los dioses rezongaron, pero al final todos se mostraron de acuerdo. No les quedaba otra opción. Se veían obligados a prestar juramento aunque sólo fuera para asegurarse de que los demás también lo hacían. Quizá, para sus adentros, todos estuvieran pensando cómo tergiversarlo o, al menos, hacer que la balanza se inclinara un poco a su favor.

—Apoyad las manos sobre el Libro —indicó Gilean e hizo que el volumen sagrado se materializara— y jurad por vuestro amor al Dios Supremo, que nos creó, y por vuestro temor al Caos, que nos podría destruir, que no vais a amenazar, adular, seducir, rogar o negociar con la diosa conocida como Mina, con el fin de influir en su decisión.

Todos los dioses de la luz pusieron una mano sobre el Libro y lo mismo hicieron los dioses de la neutralidad. Cuando llegó el turno a los dioses de la oscuridad, Sargonnas colocó la mano dando un golpe sordo, al igual que Morgion. Zeboim vaciló.

—Yo estoy segura, mi única preocupación —dijo la diosa, enjugándose con delicadeza uña lágrima salada que se asomaba a su ojo— es esa pobre niña desgraciada. Para mí es como una hija.

—Limítate a jurar de una vez, maldita sea —gruñó Sargonnas.

Zeboim reprimió un sollozo y puso la mano sobre el Libro.

A continuación, el último de todos, llegó Chemosh.

—Yo también lo juro.

4

La muerte había abandonado a Ausric Krell y él quería que regresara. Krell había sido un poderoso Caballero de la Muerte. Por una maldición de Zeboim, la diosa del mar, había conocido la inmortalidad. El caballero podía causar la muerte pronunciado una sola palabra. Resultaba tan aterrador y espeluznante, siempre embutido en la armadura negra y el yelmo con el cráneo del carnero, que incluso algunos miserables habían caído muertos de pavor ante la mera visión de tan terrible personaje.

Pero las cosas habían cambiado. Cuando se miraba al espejo, el cristal ya no le devolvía el resplandor rojo de la mirada de los muertos vivientes. Lo que veía era un hombre de mediana edad que lo estudiaba con los ojos entrecerrados y una mirada estúpida. El rostro embrutecido tenía las mejillas gordas y una expresión hosca. Del cuerpo fofo y barrigudo salían las extremidades, largas y delgadas. Había habido un tiempo en que Krell, el Caballero de la Muerte, reinaba sin oposición ninguna en el alcázar de las Tormentas, una recia fortaleza al norte de Ansalon. (Al menos, así era como él lo recordaba. En realidad, había estado prisionero en el alcázar y aquel lugar le había resultado odioso, pero no tanto como su situación actual.)

Entre todos los muertos vivientes que vagan por Krynn, un Caballero de la Muerte es el más temible. Malditos por los dioses, los Caballeros de la Muerte están obligados a existir en el mundo de los vivos, quienes los detestan, a pesar de que los malditos los envidian con todas sus fuerzas. Los Caballeros de la Muerte no duermen ni encuentran descanso. Están prisioneros en su propia inmortalidad, condenados a recordar una y otra vez los crímenes y las pasiones perturbadas que los condujeron a su miserable condición, hasta que alcanzan el arrepentimiento y su alma puede proseguir hacia el siguiente estado de su viaje.

Al menos, eso era lo previsto por los dioses.

Por desgracia, el plan no había funcionado con Krell. En vida, había sido un traidor, un asesino y un ladrón. Había embaucado, engañado, destruido y traicionado a todo aquel que una vez había confiado en él. Carente de un gran intelecto, Krell se había valido de las artimañas más bajas y ruines, de una falta total de conciencia y de la fuerza bruta para abrirse camino en la vida, cargado de maldades. Krell era un matón y, como todos los matones, había vivido todos los días de su existencia aterrorizado en secreto y había encontrado la muerte como un cobarde, entre gritos, a manos de la diosa del mar, Zeboim, que jamás le perdonaría que hubiera asesinado a su querido hijo.