Выбрать главу

Zeboim consideraba que el tormento de Krell había sido demasiado breve, por lo que lo condenó a convertirse en un Caballero de la Muerte, con el propósito de que sufriera por toda una eternidad. Sin embargo, para ira de la diosa, Krell había disfrutado de su condición de muerto viviente. Administraba su poder letal con cruel regocijo. Se convirtió en el sueño de todo matón, y descubrió el placer de torturar y aterrorizar antes de matar a esos pobres mortales que eran lo suficientemente necios o valientes para cruzarse en su camino. Y podía aplicar todos aquellos tormentos sin el temor constante de que alguien más grande y fuerte le hiciera lo mismo a él.

De todos modos, era cierto que Zeboim seguía siendo esa espinita que tenía clavada, aunque ahora fuera en el hueso. Pero por fin Krell había dado con la solución a su problema. Había jurado servir a Chemosh, el Señor de la Muerte, y a cambio Chemosh le había ofrecido protección contra la diosa del mar.

Pero todo aquello había terminado. Esa maldita zorra, Mina, le había arrebatado la muerte. Todavía no lograba entender lo que había sucedido. Estaba a punto de partirle el cuello. Todo parecía tan sencillo. La mujer se había enfrentado a él con una fuerza animal y, de alguna manera (todavía no estaba seguro de cómo había pasado), lo había condenado a volver a la vida.

Krell no sólo estaba vivo, sino que estaba prisionero en su habitación del castillo de Chemosh, pues no se atrevía a salir por culpa de los Predilectos que vagaban por el lugar y que estaban impacientes por matarlo de la forma más dolorosa posible. Krell oía el clamor de los dioses al otro lado de la ventana, pero estaba demasiado ocupado en lamentarse de su destino como para prestar atención a la discusión.

Krell era lo suficientemente fuerte y despiadado para desafiar a la mayor parte de los humanos, pero no podía enfrentarse a los Predilectos, esos muertes vivientes abyectos que recorrían el castillo sin dejar de llorar por

Mina. Ninguna arma podía matar a un Predilecto, al menos ninguna que Krell conociera. Había intentado partirlos en dos con su espada. Los había tumbado a puñetazos e incluso se había enfrentado a ellos con el increíble poder mágico que poseía, pero todo había sido inútil. Partidos en dos, volvían a unir sus dos mitades y se desprendían de la magia con la misma facilidad con la que un pato se sacude el agua. Y en su nuevo estado, los Predilectos podían matarlo. Es más, parecía que le guardaban un rencor especial. Tuvo que estrangular a un par para abrirse camino hasta su habitación y a duras penas había logrado salvar la vida. En ese momento acechaban al otro lado de la puerta y lo habían convertido en prisionero de su propio dormitorio. Mientras tanto, al otro lado de la ventana, los dioses bramaban.

Algo de que Mina era un dios... Krell resopló y pensó sobre ello. Era cierto que ella le había hecho eso, le había arrebatado su poder, pero estaba seguro de que detrás de todo estaba Zeboim. Las dos estaban juntas en ese asunto. Era una conspiración contra él. Pero pensaba devolvérsela a la diosa del mar, y a esa zorra de Mina también.

Aquéllos eran los pensamientos cargados de deseos de venganza de Krell, mientras estaba sentado en su habitación envuelto en una manta para entrar en calor, ya que su magnífica y deslumbrante armadura había desaparecido. Estaba pensando con brutal placer en lo que haría a Mina cuando por fin lograra ponerle las manos encima, cuando una voz interrumpió sus sangrientas divagaciones.

—¿Quién está ahí? —gruñó Krell.

—Tu señor, idiota-respondió Chemosh.

—Mi señor —dijo Krell, pero con un tono despectivo.

En el pasado se habría postrado, pero ese día no estaba de humor para jugar al adorador de dioses. Que Chemosh se ocupara de sus propios asuntos. ¿Qué había hecho el dios por él? Nada. Hasta podría darse el caso de que el Señor de la Muerte estuviera en el complot para destruirlo.

—Ya está bien de estar ahí sentado autocompadeciéndote —dijo Chemosh con frialdad—. Tienes que encontrar a Mina.

Si había alguien que quisiera encontrar a Mina, ése era Ausric Krell. Estuvo a punto de incorporarse de un salto ante la oportunidad que se le brindaba, pero se reprimió. Había vuelto el Krell de las ruines artimañas. En la voz de su señor podía adivinarse cierta urgencia, quizá incluso desesperación. Krell podía aprovechar la situación para negociar un poco. Al fin y al cabo, él estaba en la posición de poder. No tenía nada que perder.

—Ahora dicen que esa Mina es un dios, mi señor —apuntó Krell—. Y yo no soy más que un pobre y débil mortal. —Al hablar, hacía rechinar los dientes.

—Hazlo por mí y te convertiré en uno de mis clérigos, Krell. Te concederé poderes sagrados...

—¡Un clérigo! —exclamó Krell con disgusto—. No quiero ser uno de vuestros clérigos llorosos, corriendo de un lado a otro con la túnica negra y cara de miedo.

—No me busques, Krell...

—¿O qué me haréis? —respondió Krell, enfadado—. Vos habéis sido el que ha acudido a mí en busca de ayuda, mi señor. Si queréis que os ayude, convertidme otra vez en Caballero de la Muerte.

—No puedo «convertirte» en Caballero de la Muerte así sin más —contestó Chemosh con impaciencia—. No es como quien se cambia de ropa. Es mucho más complicado, se necesita una maldición...

—Pues entonces id vos mismo a buscar a Mina —contestó Krell, hosco.

Encorvado bajo la manta, se acercó renqueando a la cama y se sentó.

—No puedo convertirte en Caballero de la Muerte, pero te prometo los poderes de un Acólito de los Huesos —ofreció Chemosh.

—¿Un «acó» qué? —preguntó Krell con recelo.

—¡Ahora no tengo tiempo para explicártelo! En este momento, estoy bastante ocupado. Me obligan a que preste un juramento divino. Pero vas a ser muy poderoso. Lo prometo.

Krell lo pensó un momento. Chemosh tendría que cumplir su palabra si quería que él cumpliera la misión.

—Está bien —aceptó Krell a regañadientes—. Convertidme en un Acólito de Hueso o como se diga. ¿Dónde encuentro a Mina?

—No tengo la menor idea. Saltó al mar desde las almenas.

—Entonces, lo que queréis es recuperar su cadáver, ¿verdad, señor? —Krell estaba decepcionado.

—¡Es una diosa, idiota! ¡No puede morir! Por la calavera, ¡acabaría antes mandándoselo a la escoba! Tengo que irme ya...

—Pero ¿por dónde debería empezar a buscar, mi señor? —preguntó Krell, pero no recibió respuesta alguna.

No obstante, Krell ya tenía una idea. Se trataba del monje de Mina, el que había encontrado en la gruta. En un primer momento, Krell había creído que el monje era su amante. Pero ya no estaba tan seguro. De todos modos, parecía que Mina sentía un interés especial por él. Se había escabullido del castillo de Chemosh para reunirse con él en secreto en la gruta. Era poco probable que el monje se hubiera ido a ningún sitio.

Krell se levantó y entonces se dio cuenta de que no era muy buena idea enfrentarse a Mina envuelto en una manta.

—¡Mi señor! —gritó Krell—. ¡Un Acólito de los Huesos! ¿Os acordáis?

Chemosh se acordaba perfectamente. Concedió a Krell los poderes de un Acólito de los Huesos y, aunque no eran tan impresionantes como cuando había sido un Caballero de la Muerte, Krell quedó satisfecho con los resultados.

5

Beleño entró en la gruta, tambaleándose debajo de un montón de leña. La dejó caer en el suelo y después se quedó mirando fijamente a la niña, que yacía inmóvil sobre las piedras frías, mientras Rhys le frotaba las manos heladas para intentar que entrara en calor. Atta entró trotando, olfateó a la pequeña, dejó escapar un gruñido y se retiró a la otra esquina de la cueva.

—Necesitamos yesca para encender el fuego —dijo Rhys—, A lo mejor sirven unas algas. Si pudieras darte prisa...

Mascullando para sí, Beleño llamó a Atta y los dos volvieron a salir. Rhys esperaba que no perdieran el tiempo. Sentía la piel de la niña fría y húmeda, los latidos de su pequeño corazón eran lentos y débiles, y tenía las uñas y los labios azulados.