Detrás de un tapiz flamenco estaba el montacargas por donde se bajaba la cena desde la cocina. Al otro lado de la mesa rústica había una mesa auxiliar, preparada con vino, queso y fruta. El hielo tintineaba en los vasos y las risas de las mujeres sonaban como el repicar de unas campanitas agitadas por el viento. Rodeé el último tramo de las escaleras, por detrás de Jessica.
Ella me cogió de la mano y juntos entramos en la estancia; nos sentamos al extremo opuesto de James, al lado de Ben. Jessica me dio un apretón en el muslo. Los vasos de vino ya estaban llenos y alcé el mío en dirección a Ben. Él me imitó y compartimos un brindis silencioso.
La comida se sirvió enseguida, un plato tras otro precedido de las explicaciones del chef sobre su composición y el vino que lo acompañaba. Paté de hígado de pato con Merlot. Ensalada de endivias y nueces con un Pinot Noir. Trucha a la sal con un Riesling semiseco. Crème brûlée con un vino helado Finger Lakes. No probé ni un bocado del postre, y cuando James empezó a golpear la copa con la cucharilla tuve que tragar con fuerza para impedir que la comida volviera a mi boca.
El silencio se apoderó de la mesa. James carraspeó y dijo:
– Quería que estuvierais todos presentes porque tengo algo que anunciaros.
James se levantó. Llevaba una chaqueta azul con una camisa de cuello mao. Apoyó una mano sobre el hombro de su esposa, Eva, y ella le miró, sonriente.
– Todos los que estáis hoy aquí habéis trabajado mucho para conseguir algo increíblemente especial -prosiguió James-. King Corp es la mayor empresa constructora del mundo. Y, gracias a la gente que está hoy en esta sala, hemos iniciado por fin las obras del mayor y más ventajoso centro comercial del mundo.
James se detuvo un instante para que la gente aplaudiera.
– No iré de uno en uno -continuó James-, porque todo lo logrado se debe a una labor de equipo. Nuestra recompensa es la fortuna que hemos creado. Pero… todo equipo necesita un líder.
Jessica me pellizcaba con tanta fuerza que casi me dolía. Puse la mano sobre la suya y la cogí con fuerza.
– Y, durante años, me he esforzado por desarrollar la capacidad de liderazgo entre los socios más jóvenes, para que alguien esté capacitado y pueda tomar el relevo. Ahora nos hallamos en una encrucijada.
El corazón me latía a toda prisa, como si quisiera salírseme por la boca. Me sentía flotar; las palabras de James me llegaban desde muy lejos.
– Vamos a tomar un rumbo nuevo -dijo James, sonriéndonos, con las mejillas arreboladas bajo los blancos cabellos; en sus ojos se reflejaban los puntos de luz de la lámpara-. Una senda que nunca imaginé, pero que ahora cobra pleno sentido.
»Saldremos a bolsa. En los últimos seis meses he reunido a un cuadro directivo de primera clase. Goldman Sachs está dispuesta a aceptar la oferta. Parte del trato consistía en que yo siguiera desempeñando las funciones de director general. Mi permanencia era decisiva para cerrar el negocio, y mi compromiso con la dirección es de por vida.
El fuego chisporroteó; aparte de eso, reinaba el silencio. Salir a bolsa implicaba insuflar a la empresa dinero de nuevos accionistas. Permitiría que King Corp creciera aún más, que usara esos cientos de millones para adquirir nuevas empresas. Pero también alejaría gran parte del control de la familia y de los asociados. Una sociedad anónima debía responder ante los accionistas. Ellos elegirían el cuadro directivo en el futuro, que a su vez podría despedir a cualquiera de nosotros. Además tendríamos que soportar el escrutinio de los socios y su legión de incontables reglamentos.
– Necesitamos gestores -dijo James-, y los tenemos. Ha llegado la hora de la próxima generación. Thane, tú serás el presidente de la compañía. Scott, tú el director general de operaciones. Ambos me rendiréis cuentas directamente a mí. Ben, tú serás el vicepresidente ejecutivo. La próxima generación.
No nos daba nada. Ni acciones. Ni stock options. Nada más que títulos para niños listos, licenciados de la Ivy League. Los gilipollas presumen de ellos en las salas del club de campo. Mierda.
Sentí las uñas de Jessica clavándose en mi carne.
Scott se levantó de un salto y derribó la silla con el impulso.
– ¡Eso es una mierda! -gritó, apuntando a su padre con su grueso dedo índice, tocándole el pecho-. No somos una sociedad anónima y no nos convertiremos en una. No he vuelto para esto. Eres demasiado viejo para hacer algo así. El juego te ha sobrepasado.
– Ésta es mi empresa -replicó James.
– ¡Y una mierda! ¡Quién cerró el trato con el banco! ¡Dos billones a cien mil sobre el Libor!
– ¡Yo lo hice! ¡Nosotros lo hicimos!
– ¡Dijiste que nunca lo harían! ¡Te habrías conformado con uno cincuenta y lo sabes!
James se alejó de la mesa. Eva le cogió de la chaqueta para retenerlo. Jim Morris se levantó y se interpuso entre ambos. Ben agarró a Scott.
– ¡No lo harás! -gritó Scott, dejando que Ben le arrastrara hacia las escaleras de piedra-. ¡No me he dejado la piel para esto!
Su prometida, Emily, se levantó y corrió hacia Scott. El sonido de los pasos por la escalera que subía desde la bodega resonó en nuestros oídos.
Miré a Jessica, quien observaba a James. Su boca era una línea recta y sus ojos tenían una expresión vacía, como si ya hubiera dejado hasta de odiarlo. Como si supiera que ya estaba muerto.
14
Me levanté de la mesa y seguí a Jessica, que salía de la bodega. Intenté ponerle la mano en el hombro, pero me rehuyó. De camino hacia la puerta principal descolgó el abrigo de la percha y se lo puso.
La seguí por el sendero que bordeaba el agua. Se abrazaba para protegerse del frío nocturno. Caminaba cabizbaja. El cielo estaba despejado.
Cuando nos hubimos alejado lo bastante de la cabaña, le dije:
– No puedes negarte a hablar.
Ella no se detuvo.
Sobre una zona más estrecha del lago se alzaba un puente colgante. Bucky lo hizo con sus propias manos. Jessica subió la escalera y se dispuso a cruzarlo. El puente, una serie de planchas de madera sujetas con cuerda gruesa, osciló bajo su peso ligero. Avanzó hasta la mitad antes de detenerse.
Subí y la seguí, agarrado a las barandas de cuerda y haciendo lo posible por colocar un pie delante del otro, luchando contra la sensación de que aquella cosa estaba a punto de derrumbarse. Cuando llegué, ella sollozaba. Incluso a la luz de las estrellas distinguí las lágrimas que brillaban en su rostro.
Puse una mano sobre la suya. Estaba helada, pero no la apartó.
– Le odio -dijo ella.
– Nos ha dado mucho -repliqué-. Intenta pensar en eso.
– Se ha llevado más de lo que nunca podrá dar.
– Hablas con mucha amargura.
– ¿Acaso eres idiota? -dijo ella, mirándome a la cara antes de posar la vista en el agua y dirigirla hacia las luces lejanas de la cabaña.
– A mí también me duele.
– Para una madre es distinto. Lo mataría.
– Él no tuvo la culpa -dije.
– Pero podría haberlo salvado -repuso ella-. Y tú lo sabes.
– Estoy seguro de que, de haberlo sabido, lo habría hecho.
Nuestro primer hijo, Teague, se adelantó cuatro semanas al nacer. Su corazón tenía una válvula dañada. Al principio nos dijeron que no había esperanzas. Jessica enloqueció. Tuvieron que sedarla. Yo estaba en una nube, chocando con las puertas y tropezando con todo. Entonces apareció un joven médico y dijo que había un cirujano en Dallas que había logrado cosas increíbles y que deberíamos intentar llevar a Teague hasta allí. Urgentemente. Podía ser cuestión de minutos.