Los labios de Scott dibujaron una media sonrisa y Bucky se la devolvió.
– No estoy seguro de que fuera el sindicato -afirmó Bucky.
Su rostro se ensombreció de nuevo.
– Bucky, sabes que no fui yo.
– Lo sé.
Bucky contempló el café y bebió un sorbo. En el fondo de la taza el poso se agitó como si fuera humo negro antes de volver a asentarse en el recipiente. Levantó la vista y habló en un tono tranquilo y firme.
– Esa noche vi las huellas de un hombre -explicó-. En la nieve. Un cuarenta y dos. Thane fue la primera persona en que pensé. Debía reunirse con tu padre e imaginé que habrían terminado tarde y que salió a dar un paseo. Cuando vi lo que había pasado, supe que aquellas huellas pertenecían al asesino de tu padre, pero para entonces la nieve ya las había cubierto… Y esos polis piensan con el culo.
– ¿Thane? -preguntó Scott.
Bucky le miró.
– Es como un hermano -dijo Scott.
– Cosas más raras se han visto.
– ¿Se lo has dicho a la policía?
– Claro -dijo Bucky-, pero creen que trato de protegerte.
Scott se quedó cabizbajo durante unos minutos.
– ¿Qué vamos a hacer, Buck?
– Seré sincero contigo -dijo él-. He estado dándole vueltas y si lo hizo él…
– Quizá no fuera él. No puedo creerlo. Las huellas de un cuarenta y dos no son prueba suficiente.
– Ya -asintió Bucky-. Pero si lo hizo él, o está relacionado con el sindicato, cometerá algún error.
– No puedo quedarme aquí sentado -dijo Scott, saltando del asiento.
– Cuando persigues a un gran ciervo blanco -empezó a explicar Bucky, siguiendo a Scott con la mirada-, cuanto más te acercas, más cauto se vuelve. Sabes que, cuando lo tienes enfilado, lo que tienes que hacer es pararte. No mover ni un músculo. Y entonces, cuando empiezas a pensar que se te ha escapado, se rascará una oreja o moverá el rabo. Ya es tuyo.
Bucky miró por el ventanuco cuadrado. El cielo estaba ahora completamente gris: las nubes volvían hacia Nueva Inglaterra.
– Así que -prosiguió Bucky, apurando de un sorbo el resto del café-, nos estaremos quietos, al acecho.
– Se nos escapará.
35
En King Corp, el primer día de la temporada del ciervo siempre había sido una jornada festiva. La noche anterior se celebraba una gran cena para los socios y los clientes más importantes. Se invitaba a las esposas y se les permitía unirse a la caza. Entre el refugio y varias granjas adyacentes totalmente renovadas había espacio para casi un centenar de personas. La cena se servía en una sala inmensa con vistas al lago, provista de unas largas vigas que le conferían la apariencia de una catedral europea.
Jessica decidió aprovechar el evento anual como si fuera una coronación, la fiesta que tanto había planeado.
Se enviaron invitaciones a los banqueros y a los directores de las empresas más importantes del sector del comercio y la construcción. La flota de coches, cuatro Citation X, estaba dispuesta para llevar a los invitados más importantes. Los viejos amigos de James, los relacionados con sus inicios en las obras de depuración de aguas, fueron borrados de la lista y sólo se invitó a los cargos relevantes de la empresa.
– ¿No has invitado a Vitor? -pregunté mientras le echaba un vistazo a la lista a la hora del desayuno-. Hace una gran lasaña blanca.
– Había pensado en costillas de cordero -contestó Jessica, colocando los huevos fritos en sendos platos y sirviéndonoslos a Tommy y a mí-. Y rosas para los centros de mesa.
– ¿Puedo ir? -preguntó Tommy.
– Bébete el zumo de naranja, colega. Esto es un asunto de trabajo, pero dentro de un par de años serás lo bastante mayor para cazar y estarás a mi lado -dije, alborotándole el pelo. Miré hacia Jessica por encima de la lista-. ¿Cómo has podido no invitar a Vitor?
– La gente ya no come pasta a esas horas -contestó. Dejó la bandeja en la mesa-. Es un evento para nosotros, para nuestros amigos. James ya no está.
La miré de reojo y señalé a Tommy.
– ¿Qué? Tommy y yo ya hemos hablado de ello. Es como el Rey León, el círculo de la vida. Todo lo que vive tiene que morir.
Me estremecí y negué con la cabeza.
– Ocúpate de la cacería -dijo ella, dándome una palmada en la espalda-, y déjame a mí la comida y la lista de invitados. De todos modos, ahora ya es demasiado tarde.
Me arrancó la lista de las manos. Cogí el tenedor. Ella se sentó frente al ordenador que tenía en un rincón de la cocina y se puso a leer el correo electrónico. Jessica nunca desayunaba.
– Podría llamarle -dije, esparciendo la yema por la tostada-. Vitor me cae bien.
Jessica siguió tecleando, con la vista fija en la pantalla.
– No te dejes la cartera, Tommy -dijo ella.
Suspiré, me levanté y dejé los platos en el fregadero. Nuestras maletas estaban hechas, dispuestas en la puerta principal. Las cargué en el H2 que Jessica había comprado en sustitución del Escalade. Cuando le dije que ya estaba todo listo, vino hacia mí, silbando, con las manos en los bolsillos de su abrigo marrón; Tommy la seguía, para que lo lleváramos al colegio. Mientras salíamos a la carretera, le dejé sentarse en mi regazo y mover el volante.
En el refugio nos esperaba un día arduo. Jessica y yo no paramos de contestar preguntas, y montamos la base de operaciones en la sala de juntas, cerca de la entrada principal del refugio, mientras el personal zumbaba a nuestro alrededor como si fueran abejas.
También estaba el tema del Garden State, que no podía descuidarse. No pasaba un solo día sin que parte del equipo o el material desapareciera misteriosamente. Un cargamento de tuberías de cobre valorado en medio millón de dólares, metal que era tan bueno como el dinero en efectivo. Dos camiones de residuos. Una docena de generadores. Un día incluso perdimos diez Porta Pottis. Jessica me aseguraba que nos llevábamos la parte correspondiente de cada pérdida, y yo aseguraba a mis empleados que eso formaba parte de hacer negocios con gente del sur.
Ese mismo día me percaté de que Bucky era el único que podía contestar muchas de las preguntas sobre la cacería. ¿Qué cazadores iban en cada camión? ¿A qué hora empezaba la primera partida? ¿Serviríamos el café en los entoldados?
– ¿Has visto a Bucky? -pregunté a Marty, el director del refugio, al que James había sacado del Ritz Carlton de Naples, Florida.
Marty se encogió de hombros y dijo que no. Que no le había visto en todo el día.
– Haz que le busquen -ordené-. Necesito algunas aclaraciones sobre la cacería. Y Marty, asegúrate de que haya una docena de rosas amarillas en el dormitorio principal.
– ¿Rojas no?
– ¿Has olido alguna vez una rosa roja? Apestan. Mejor amarillas.
No volví a ver a Marty hasta las cuatro. Yo estaba abajo, en la sala de juntas, con Dave Wickersham, uno de los arquitectos que habían colaborado en la construcción del refugio. Dave tenía un cuaderno y un plano sobre la mesa. Señalé la zona donde quería las cintas para correr y las pantallas de plasma. Dado que yo dirigía la empresa, y que Cascade era propiedad de ella, podía disponer de él a mi voluntad, y pretendía amoldarlo a mis gustos.
– Siempre me he preguntado por qué no lo hizo James -dijo Dave, marcando el lugar.
– ¿Por qué caminar sobre una cinta cuando puedes caminar al aire libre? -repuse-. ¿No te acuerdas?
– Dios, esos malditos paseos -se lamentó Dave-. Arriba y abajo, por todo ese terrible pantano hasta llegar a la casa de Hughes. Pero -añadió un segundo después- supongo que hay que ver cosas.