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Él se inclinó hacia ella, tras echar una ojeada al pasillo, y dijo en voz baja:

– Se acabó. Los federales han encontrado al colega de tu marido enterrado en el lodo. Tienen la pistola. Huellas. Balística. Toda esa mierda parece apuntar a alguien. No vuelvas a llamar. -¿Dónde está Johnny?

Pete miró el reloj y contestó:

– En este momento está inaugurando una estatua de un desnudo en el Met. Ya sabes que es un tío con clase. ¿Tú? Tú eres más de mi cuerda. No sé, tal vez podríamos empezar donde lo dejaste con él.

– Eres un mierda -dijo ella, cerrando la puerta con fuerza.

Oyó su asquerosa risa desde el otro lado y aguardó a que se fuera antes de meterse en el cuarto de baño y tomar dos pastillas más.

Se dio una ducha, se vistió y se perfumó. El fármaco empezaba a surtir efecto. Cogió el coche hasta el Met; se detuvo un momento en una tienda de material de oficina para comprar una grabadora portátil. De camino al coche, tiró el envoltorio al suelo y guardó la grabadora en el bolso.

Las inmensas columnas le recordaron a un juzgado gigante. En el vestíbulo, un cartel colgado de una cuerda de terciopelo púrpura anunciaba la inauguración especial de la Exposición Donatello en honor del Sindicato de Trabajadores. Jessica pasó ante el conserje que le pidió, amablemente, que le mostrara la invitación.

Fingió no oírle. Cuando la cogió del brazo, ella anunció:

– He quedado aquí con John Garret, Johnny G. Está en el sindicato.

Los ojos del conserje recorrieron rápidamente su silueta. Tragó saliva e intentó esbozar una sonrisa. Asintió con la cabeza. Jessica siguió adelante, bajó las escaleras hacia la zona de esculturas, donde un escenario alzado, rodeado por cortinas, mostraba una enorme pieza situada en el centro de la planta.

Alrededor de un centenar de personas, vestidas con elegancia, tenían la vista puesta en la imponente figura de Johnny. Éste tenía las manos apoyadas a los lados de un atril de madera. Llevaba esmoquin, una corbata encarnada y una rosa roja en la solapa.

Jessica bajó las escaleras y permaneció en la parte de atrás. El rumor que flotaba en la estancia llegaba hasta ella como en un sueño, por culpa de las pastillas. En cuanto Johnny retiró la sábana que cubría la estatua, la multitud estalló en un aplauso amable y ella se abrió camino entre la gente. Llegó hasta él antes de que hubiera descendido de la improvisada plataforma y se subió a ella. La esposa de Johnny, la rubia teñida, hablaba con otra mujer, justo detrás de él.

Johnny escuchaba las palabras del alcalde con rostro inexpresivo.

Ella le cogió del brazo y lo arrastró.

– Johnny -dijo ella, intentando hacerle recorrer los escasos pasos que los separaban de la escalerilla.

Johnny se soltó. Su rostro desprendía chispas pero mantuvo un tono de voz calmado.

– ¿Me tomas el pelo?

– ¿Que no te llame? -dijo ella con un mohín e inclinó la cabeza.

Johnny miró hacia atrás: su mujer seguía entretenida, parloteando. Apoyó sus dedos de acero sobre su hombro y la llevó hacia el otro lado de las cortinas. Jessica emitió un gemido ahogado, pero siguió andando y consiguió no caerse.

– Dios -susurró ella.

– ¿Qué diablos haces aquí?

– ¿Ya no quieres verme, Johnny? -preguntó ella en un murmullo.

Se tocó la mejilla.

– Estás loca -dijo él, aunque en un tono distinto-. ¿Qué te pasa? ¿Vas colocada? Sabía que estabas como una cabra. Joder.

– Estoy loca por ti -repitió ella con voz ronca.

– Como una puta cabra.

– ¿Te acuerdas del Essex House? Está al final de la calle.

Él miró por encima del hombro; la agarró de las nalgas y la empujó contra sus caderas. Ella notó la erección a través del traje y sonrió.

Subieron por la escalera de atrás y tomaron un taxi hacia la Quinta Avenida. No podían dejar de manosearse. Johnny pidió una habitación, mientras Jessica ponía en marcha la grabadora que llevaba en el bolso. En el ascensor, le dio un beso en la oreja y le apartó las manos de las nalgas, pidiéndole que esperara.

En la habitación, ella dejó el bolso sobre la mesita de noche y se desnudó. Sólo se dejó puesta la ropa interior de encaje, y lo arrastró hacia la cama.

63

Después, Jessica acarició el vello que cubría el pecho de Johnny. Él encendió un Marlboro y permaneció con la vista fija en el techo. Jessica enterró el dedo, hasta que éste quedó oculto en el vello gris. Le tiró de él con suavidad.

– ¿Has matado alguna vez a un hombre?

– ¿A quién?

– A quien sea -dijo ella, suavizando el tono de voz-. ¿Serías capaz de hacerlo?

– ¿Y a ti qué te importa?

– Hay algo en los hombres capaces de hacerlo. Poder. Como Thane.

Johnny se rió.

– ¿El novato? -preguntó él, en tono lastimero.

– ¿Lo has hecho?

– Milo fue asunto mío -dijo él, entre volutas de humo-. Entre otros -añadió mientras exhalaba el humo por la nariz-. Lo que hizo tu marido con James King fue una especie de asalto. Un apuñalamiento callejero. Tres balas en la cabeza. Así se hacen las cosas.

Ella le sonrió, y negó con la cabeza.

– ¿Qué pasa?-preguntó él.

– Necesito tu ayuda.

La carcajada resonó como un ladrido.

– Ya me lo supongo. ¿Te crees que no lo sé? Pero no puedo resolver tus problemas.

– Supongo que podrías llamarlo un regalo -dijo ella, tirándole suavemente del vello.

– ¿Coca?

– Vicodin. Vicodin. Algo para los nervios.

– Pareces colocada.

– No estoy colocada. Dame un respiro.

Johnny la miró y dijo:

– Así que crees que te debo un favor, ¿eh?

Se apartó de ella, sin dejar de asentir con la cabeza y de rezongar algo sobre favores. Su mano se posó en el bolso que había en la mesita de noche.

Jessica notó que se le paraba el corazón.

Pero él apartó el bolso, cogió un cuaderno y garabateó un número de teléfono de Nueva Jersey. Arrancó la hoja y se la dio.

– Anton. Dile que vas de mi parte.

– Me gustaría conseguir un buen suministro -dijo ella, acariciando ahora la curva de su barriga-. Voy a emprender un viaje.

– Vuelve a hacer lo que has hecho -dijo él, con voz ronca- y no tendrás que preocuparte de nada.

Él apoyó la mano en la nuca de Jessica y la empujó hacia abajo, muy despacio.

64

Aparté la vista de Scott y entré en la sala.

– Thane -dijo Mike Allen, levantándose de la silla-. Te he llamado varias veces al móvil.

– Hoy colocan la fibra óptica -dije. Mi rostro expresaba seriedad-. Contratamos a una cuadrilla que no pertenece al sindicato y éstos han intentado boicotearla. Ahora ya está todo listo.

Me dejé caer en una silla de piel y suspiré; intentaba transmitir la sensación de lo difíciles que estaban las cosas.

– Creía que estabas en Barbados -dijo Scott.

– Tenía previstas unas vacaciones, pero las acorté -dije, mirándolo con semblante impasible-. ¿Para esto me habéis hecho venir? ¿Para hablar de mis vacaciones?

Mike volvió a sentarse y tomó la palabra.

– Thane, este proyecto atraviesa por una fase compleja. Tenemos la mitad del material de que disponíamos hace un mes. Como accionistas, tenemos una obligación fiduciaria.

Asentí y paseé la mirada por los accionistas.

– Sí, ya sé que se imponía un toque de atención. Lo sé. Conozco los problemas, creedme. Los estoy viviendo en mis propias carnes. No es nada fácil intervenir, con un montón de sindicatos con los que nunca hemos trabajado y con los que intentamos llevarnos bien, y decir lo que está bien y lo que está mal. Ya sé lo que está mal. Trabajo para enmendarlo.