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Con el brazo apoyado en una mesa de alas abatibles, roció con un chorro de líquido la pulida superficie. Sonrió al sentirse relajada mientras frotaba con el paño la esencia con olor a limón.

Seis años atrás, sus padres habían muerto en un accidente de autobús durante uno de sus poco frecuentes viajes fuera de la isla. Si su padre y su madre aún estuvieran vivos, seguramente le habrían explicado que la presión a la que se sentía sometida tenía más que ver con la organización del Festival del Gobio que con la presencia de aquel nuevo huésped en la casa.

Estaba segura de que el hecho de que aún no hubieran aparecido los gobios la había puesto en aquel estado de excitación. Y sintiéndose así, solo había bastado el imprevisto e inesperado codazo de un hombre ciego y de una muñeca hinchable desnuda para acabar temporalmente con su natural ecuanimidad.

No era fácil olvidar la predicción que habían hecho de que aquel año no regresarían los gobios de cola de fuego. Pero no podía dejar que sus pensamientos fueran en aquella dirección. Con la desaparición de los gobios, la economía de la isla se iría a pique y esta acabaría muriendo. Haven House y todos los demás negocios de la isla tendrían que cerrar y ellas tendrían que marcharse. Lejos de aquel lugar mágico. Lejos de aquel lugar sanador.

Lejos de la seguridad.

Tragando saliva, Zoe agarró el trapo del polvo y se dirigió hacia la puerta de atrás para seguir limpiando. El aire era cálido y olía a frescura, y ella se dejó llevar por un repentino impulso de acercarse hacia las cristalinas aguas de Abrigo haciendo que sus pasos la llevaran, descendiendo por el camino enlosado, a donde la vista era mejor. Se detuvo sobre una colina baja que se hundía en el mar. Los peces -róbalos y garibaldis, faltaba aún para la época de los gobios- se movían lentamente entre las sombras del agua. El sol iluminaba las aguas del Pacífico haciéndolas brillar en tonos que iban del gris al azul verdoso.

Sonrió alegre ante aquella hermosa visión. El océano era una especie de foso sobre el que se alzaba el hogar de su isla, y que abrazando la isla y a sus habitantes por todas partes los protegía, incluidas a ella y a Lyssa, y las mantenía a salvo de intrusiones que pudieran hacer añicos su vida.

Protegiéndolas de intrusos como, por ejemplo, Yeager Gates. Alzó el brazo y sacudió inconscientemente el trapo del polvo.

Alguien estornudó.

Zoe dio un respingo y volvió automáticamente la cabeza en dirección al lugar del que procedía aquel sonido.

– Buenas tardes, Zoe -dijo Yeager desde las sombras de su patio, que estaba justo por encima de ella.

Zoe sintió que lentamente se le encogía el estómago.

La vergüenza puede hacer que le pase eso a uno, ¿verdad? Después de todo, la última conversación que había tenido con aquel extraño había versado sobre sus preferencias sexuales.

Ella tragó saliva intentando desesperadamente recolocar sus órganos vitales en su sitio.

– Buenas tardes.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.

Ella se encogió de hombros y luego tragó saliva pensando si la cortesía le dictaba seguir con aquella conversación.

– Supongo que admirando los alrededores.

– ¿Qué parte? ¿Las rocas? ¿El agua?

Pero Abrigo era mucho más que rocas y agua, y ella se sintió impelida a contarle una pequeña historia.

– Te tengo que informar de que en esta isla vivía una comunidad de nativos americanos, y que fue refugio de piratas antes de dedicarse a la cría del ganado.

– De acuerdo, rocas, agua y cagadas de vaca.

Aunque no estaba de acuerdo con aquella apreciación, Zoe no pudo evitar reír.

– Hace bastante tiempo que no tenemos que preocuparnos por dónde pisamos. Mis abuelos tenían un rancho en la isla, pero mis padres convirtieron varias de las propiedades en este bed-and-breakfast cuando mi hermana y yo aún éramos niñas.

– Así que eres una nativa de la isla.

– No. Al principio vivíamos en el continente. Mi padre era vendedor. -Un vendedor malísimo. Su familia había viajado como nómadas cada vez que trasladaban a su padre de un puesto de ventas a otro; cada trabajo y cada pueblo un poco más sórdido que el anterior-. Pero cuando murieron mis abuelos, papá y mamá volvieron a la isla. Papá era mucho mejor como hostelero que como vendedor.

– ¿Haven House fue un éxito inmediato? -preguntó Yeager.

– No sabría decir si muy inmediato, pero no tardó demasiado en funcionar. La belleza de la isla atrae a muchos turistas. Sobre todo una vez al año, para ver unos peces muy especiales que desovan en las aguas de Abrigo. Durante esa temporada estamos a tope.

Él se ajustó las gafas al puente de la nariz.

– ¿Y qué tienen de especial esos peces?

Zoe tenía que perdonar su ignorancia, porque ¿qué podía saber un astronauta sobre el océano?

– Para empezar, son hermosos, del color de la luz de la luna, con adornos escarlata en las aletas y en la cola. En segundo lugar, esos peces desovan aquí y en ningún otro sitio, y una vez que las parejas han preparado sus nidos, cuidan de las huevas todos juntos. Si el nido está en un lugar poco protegido, incluso bailan, dando giros salvajes en el agua, para distraer a los depredadores.

Yeager contestó con un gruñido y Zoe no supo si aquello significaba que se había quedado impresionado. Sin embargo, el comportamiento realmente inusual de los gobios había atraído a la isla a algunos biólogos marinos, luego a submarinistas y más tarde a todo tipo de amantes de la naturaleza, que apreciaban la singularidad de aquel lugar, el único en el mundo donde se sabía que se reproducían. Pero el año anterior habían llegado muy pocos peces.

Los biólogos marinos habían detectado un parásito que había hecho mermar el número de ejemplares, y eso, unido a las alteraciones en las corrientes del Pacífico provocadas por el último cambio climático, llamado El Niño había hecho que los «expertos» predijeran que el año anterior había sido el último año para los gobios de cola de fuego.

Pero Zoe no podía aceptarlo. Y a decir verdad, pensar en ello la hacía sentirse tan incómoda que automáticamente dio un paso atrás y se encaminó de nuevo hacia Haven House.

– Tengo que marcharme.

– ¿De verdad, Zoe?

Ella dio otro paso y avanzó con determinación hacia el camino.

– Sí. Pero espera un momento -Las dos cejas de Zoe se alzaron juntas en un gesto de desconfianza-. Dime, ¿cómo sabías que era yo incluso antes de que empezáramos a hablar?

Por primera vez, Yeager salió de entre las sombras hacia la luz del sol, fuera del porche. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y sonrió. Aquella sensación de calor y luz que la deslumbraba volvió a él como una venganza. Dentro de Zoe, algo caliente y necesitado pujaba por arder.

Yeager se rio burlonamente y su voz se volvió alegre y bromista.

– No creo que lo quieras saber -dijo él.

Zoe se quedó mirándolo fijamente. Era fuerte y alto, y su cabello brillaba atrapando la luz del sol entre sus mechones dorados. Bajó la vista hasta donde estaban sus manos asomando ligeramente por los bolsillos y luego su mirada se detuvo en…

Zoe levantó la cabeza de golpe. Observarlo de aquella manera estaba empezando a convertirse en un mal hábito. Y sin saber qué decir o hacer a continuación, apretó los labios y se pasó una mano por su pelo ralo.

– Maldita sea -dijo Yeager sin venir a cuento, con una mueca de tensión en el rostro-. Me ha vuelto a pasar lo mismo que antes.

Cuando él sonrió, Zoe sintió que se le deshacían los huesos. Soltó un gemido para sus adentros. Le había vuelto a pasar lo mismo que antes. Tenía el estómago en un puño y el corazón le latía con rapidez. Aquel hombre todavía la estaba afectando. Si no hubiera sido una mujer madura, se habría puesto a patalear.