Con otra sonrisa y meneando la cabeza, ella se sentó a su lado. ¿Cómo de difícil podía ser manejar a un hombre que necesitaba un nuevo par de ojos y una servilleta? ¿Acaso no era labor de una buena anfitriona solventar las necesidades de sus huéspedes?
– Bueno, háblame de ti, Zoe.
Él sonrió con aquel trozo de queso todavía pegado en el extremo de sus seductores labios.
¿Qué podía contarle de sí misma? ¿Qué podía ser lo suficientemente interesante para él, pero al mismo tiempo impersonal?
– Shalimar -dijo ella de pronto.
Seguramente le gustaría saber qué perfume utilizaba, ¿no? Siempre llevaba con ella un frasco de aquel perfume. Zoe le devolvió la sonrisa, contenta por la manera como se había salido por la tangente.
– Ah, el perfume. Shalimar. -A ella le sorprendió que Yeager supiera lo suficiente de perfumes femeninos como para conocerlo. Pero él asintió con la cabeza-. Aunque no creo que tu olor venga solo del perfume. Y, de todas formas, yo estaba pensando en algo…
Ella entornó los ojos.
– ¿Algo?
– Estaba pensando en algo… más -dijo él sonriendo de nuevo.
Zoe se puso a pensar en aquella migaja de queso que ahora estaba empezando a molestarle, haciendo que no pudiera apartar la mirada de su boca. De aquella boca tan masculina y tan sensual.
– ¿Más qué? -preguntó ella absorta.
Si él hubiera sido una amiga suya, debería haberle mencionado en ese momento que tenía aquella migaja de queso. Pero se trataba de un hombre, y de uno que acababa de admitir que le daba vergüenza comer delante de otras personas.
– Más… personal -dijo Yeager.
Si hubieran estado en medio de una fiesta, habría bastado con llamar su atención pasándose la mano por la boca. Como un acto reflejo, cualquiera que la hubiera visto hacer aquel gesto habría imitado su propio movimiento.
Cualquiera que pudiera verla, claro.
Aproximándose más a él, Zoe llevó a cabo un pequeño experimento. En lugar de respirar normalmente, trató de apretar los labios y soplar en dirección a la boca de él. Pero la obstinada migaja de queso no se movió del sitio.
– Más personal -insistió Yeager.
Ella volvió a entornar los ojos. Sin duda, debía de parecer tonto con aquella cosa pegada a la mejilla como… como si fuera un beso. Se echó hacia atrás. ¿De dónde le venían aquellas ideas traicioneras?, se preguntó.
– Venga, Zoe. Cuéntame algo que haga juego con el perfume Shalimar -dijo Yeager-. Una descripción.
Eso la distrajo de la migaja de queso. Aquel hombre quería una descripción. Ella entrecerró los ojos. Por supuesto, no hacía falta ser una mujer fatal para saber que algunos hombres son demasiado predecibles.
Zoe se cruzó de brazos. Después de todo, aquello iba a ser más fácil de lo que había imaginado.
– Cuéntame antes algo sobre ti. -Al intentar soplar a la vez que pronunciaba las últimas palabras, en un nuevo intento de quitarle la miga de la cara, estas adoptaron un tono aéreo y sensual-. Algo personal.
Yeager sonrió con la migaja de queso todavía en el mismo sitio como si estuviera encantado de la manera en que ella coqueteaba con él.
– Dime tú qué quieres que te cuente.
– ¿Cuál es tu fantasía? -preguntó ella-. ¿Largas piernas? -dijo, y continuó imaginando-: ¿Largo cabello moreno, grandes ojos oscuros, grandes… todo lo demás?
Él se dedicó a lamer todos aquellos adjetivos como si fuera un perro sediento delante de un tazón de agua.
– Sí, sí, sí… sí.
Ella se apoyó en el respaldo de su silla.
– Pues yo no soy en absoluto así.
Él sonrió dando a entender que ya se había dado cuenta de que estaba intentando tomarle el pelo.
– Vaya, eso no es ninguna novedad.
– ¿No lo es?
– Recuerda que te he tenido sentada sobre mis rodillas.
Oh, ya sabía ella que aquello iba a salir a colación tarde o temprano. Sintió que se le subían los colores de vergüenza.
– Pero déjame que intente una cosa. Algo que me contó uno de los tipos que conocí en la rehabilitación.
Sorprendida de que hubiera dejado de lado tan pronto el incidente de su caída sobre él, le preguntó entornando los ojos:
– ¿De qué se trata?
– Dame la mano.
– ¿Para qué?
– Tranquila, que no voy a morderte los dedos -dijo él aparentando indignación-. Venga -añadió colocando la palma de la mano abierta sobre la mesa.
Todavía desconfiada, ella puso tímidamente su mano sobre la de él.
Caliente. Fuerte. La palma de él abrazó toda su palma -solo durante un dulce y escabroso momento- antes de darle la vuelta. Le sujetó la mano con su gran mano y con los dedos de la otra empezó a trazar suavemente caminos sobre su sensible piel. Las yemas de sus dedos eran ásperas y ella hacía muecas mientras notaba que un escalofrío le iba subiendo por el brazo.
– Aquel tipo aseguraba que se puede ver a una mujer tocándole la palma de la mano -dijo Yeager.
Zoe frunció el entrecejo.
– Me parece que ese tipo era un timador -replicó ella.
El contacto de sus dedos hacía que a ella le ardiera la piel. Sentía chispas que pasaban de las terminaciones nerviosas de los dedos de él a su piel, y cálidas palpitaciones que le telegrafiaban un mensaje explícito: se-xo… se-xo… se-xo.
Indefensa e intentando luchar de nuevo contra sus temblores, Zoe se quedó mirando fijamente los cristales ahumados de sus gafas de sol y trató de comprender qué era lo que le hacía desear tanto ser acariciada por él, qué era lo que hacía que él la tocara de aquella manera. Pero lo único que vio allí fue su propio reflejo.
– Me parece que estoy empezando a ver algo -dijo Yeager alzando la cara hacia el techo como si así se concentrara mejor-. Sí, se está formando una imagen, aunque todavía es un poco borrosa.
De repente Zoe se dio cuenta de que la migaja de queso había desaparecido de su mejilla. Dejó escapar un suspiro cargado de pánico. ¡Aquel trozo de queso era su red protectora! ¡El cercado que podía mantener encerradas todas las peculiares y femeninas sensaciones que estaban empezando a embriagarla!
Ella tiró de su mano tratando de apartarla, pero él no la dejó escapar.
– Espera -dijo Yeager-. Ya está empezando a enfocarse.
Le seguía acariciando la palma de la mano con un gesto seguro de sí mismo.
– Sí -dijo él-. Ahora está muy clara.
Lo que estaba muy claro era que ella se había quedado paralizada. Se puso a respirar profundamente, intentando no pensar en aquellos dedos cálidos y en todos los lugares de su cuerpo al rojo vivo por los que le gustaría que se pasearan.
– Una mujer joven, de veintitantos años. Bajita y esbelta.
Zoe se dijo que no le importaba que hubiera adivinado aquello. Conocer su edad y su constitución física no era conocerla a ella en absoluto. Aquellos detalles no eran aspectos que ella prefería que no se conocieran.
Él todavía seguía moviendo los dedos por la palma de su mano, dibujando pequeños círculos sobre su piel. Unas cuantas chispas volvieron a atravesar su carne.
– Con el pelo corto, rubio y rizado, y con enormes ojos azules.
– ¡Eh!
– Vale, vale, esta parte me la han chivado los profesores del apartamento de al lado -admitió él sonriendo burlonamente.
Zoe cerró los ojos intentando que aquella sonrisa no le llegara hasta las entrañas que sentía cómo ya empezaban a humedecerse. Rubia y con ojos azules. ¿Y qué? Había un millón de mujeres con esas características.
– Una muchacha alegre y risueña. -Y de repente la yema de su dedo se paró en seco-. Pero me estás escondiendo algo.
A Zoe se le heló el corazón y se quedó sin aliento. Aquello no iba bien.
– Algo que has enterrado tan profundamente que crees que jamás lo descubriré.
Sintió un escalofrío en las puntas de los dedos. Aquello no iba nada bien.