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– Pero lo descubriré, Zoe -dijo él-. Lo descubriré.

Y entonces Yeager le golpeó la palma de la mano con la mano que tenía libre. Tres de sus largos dedos presionaron contra el pulso de su muñeca. A Zoe volvió a latirle el corazón con rapidez; el pulso empezó a palpitar salvajemente golpeando contra su piel y sintió que aquellas palabras que él acababa de pronunciar la asustaban tanto como la excitaban.

Aquel hombre radiante que no podía ver, pero que era capaz de adivinar tantas cosas, o que había encontrado una inquietante ventana en su alma, mantenía la mano de Zoe atrapada entre las suyas, apretándola y sujetándola de una manera firme, viril y cálida.

Sintió un torrente de calor que le recorría toda la piel y soltó el aire de los pulmones en un nervioso tartamudeo. Lo más sobrecogedor de todo aquello era que ella no tenía ningunas ganas de alejarse de allí.

Capítulo 4

A la mañana siguiente, Zoe preparó el desayuno para sus huéspedes -gofres, fresas, nata montada y lonchas de pecana- y luego se puso una camiseta y agarró las llaves para salir a toda prisa. Cuando Zoe abandonó la casa -antes de que llegara el primer huésped a desayunar- con la excusa de que tenía cosas que hacer para el Festival del Gobio, Lyssa no le replicó.

De todas formas, no mentía respecto de sus ocupaciones para el festival. Llegó zumbando en su ciclomotor hasta la esquina de la avenida Del Sol con Cabrillo Street, donde recogió de la copistería de Haven mil octavillas de color azul brillante que anunciaban el Festival del Gobio. Después fue dejando montones de ellas al lado de las cajas registradoras en las tiendas de las avenidas Del Playa y Del Sol, para que los turistas y los vecinos del pueblo pudieran estar fácilmente al corriente del programa de los dos días de festival.

La última parada la hizo en la peluquería El Terror de la Esquila, de la que era dueña Marlene, una de las mejores amigas de Zoe. Marlene le había puesto aquel nombre tan singular a su negocio porque decía que los habitantes de la isla eran como los primitivos indígenas. Decía que aquellos tenían miedo a cortarse el pelo porque creían que de esa manera perdían también parte de su alma. Así pues, pensó que todos los lugareños se sentirían mejor si les daba a entender que ella era perfectamente consciente de aquella superstición.

Por lo que recordaba Zoe, la idea de perder parte del alma al cortarse el pelo tenía más que ver con el miedo de algunos indígenas a ser fotografiados, y estaba segura de que «terror» era un nombre mucho más apropiado para la clínica dental del doctor Tom, aunque nunca había discutido esa idea con Marlene. Y la verdad era que, después de considerar los aullidos que se oyeron la primera vez que la pequeña Benny Malone se cortó el pelo allí, acaso pudiera tener razón Marlene.

Cuando Zoe dejó las octavillas sobre el mostrador, Marlene cerró la caja registradora con el codo, se despidió de su último cliente y ladeó la cabeza para observar la pila de programas.

– ¿Ya tenéis el programa listo? -preguntó.

Zoe se dejó caer en una silla de mimbre en la sala de espera de la pequeña tienda.

– Sí, este año nos hemos organizado mejor que nunca. -Pasó un dedo ociosamente sobre el montón de revistas que descansaban en una pequeña mesilla a su lado-. Te traeré más programas cada semana.

Marlene salió de detrás del mostrador y se sentó en una silla, delante de Zoe.

– ¿Estás segura de que será necesario? -Luego dudó un momento antes de añadir-: El sábado le corté el pelo a esa bióloga marina que ha estado visitando la isla.

Al oír mencionar a aquella molesta mujer, Zoe puso mala cara.

– Quizá tendrías que haberle cortado la lengua en lugar del pelo.

– ¡Zoe!

Para intentar evitar la mirada de Marlene, Zoe hizo ver que estaba muy interesada en las campanillas que colgaban de la ventana de la tienda. La ligera brisa hacía que los ornamentos metálicos repicaran entre sí: pequeñas tijeras que golpeaban contra diminutos cepillos y un peine que brillaban al sol de la mañana mientras chocaba contra un secador de pelo en miniatura.

– ¿Te habló de nuevo de los gobios? -preguntó Zoe dejando escapar un suspiro.

– Todavía afirma que los peces no volverán este año.

Zoe sacó un ejemplar antiguo de People del montón y se puso a hojearlo. Los gobios tenían que regresar. Aquellos peces seguirían manteniendo la isla con vida. Había en Abrigo tres mil residentes fijos -como Gunther y Terrijean, como Lyssa y ella; residentes como Marlene, que había escapado del continente y de un marido que abusaba de ella, para encontrar seguridad y amistad en la isla de Abrigo, necesitados de esa pizca de magia que ya les pertenecía.

– Volverán -dijo Zoe con convencimiento.

Marlene se quedó callada durante un momento.

– Estás…

– Bueno, vamos a hablar de otra cosa -la interrumpió Zoe sin siquiera levantar la mirada de la revista mientras pasaba otra página con el dedo índice.

– ¿Acaso me quieres hablar de tus nuevos huéspedes? -preguntó Marlene con un suspiro.

Pero de repente Zoe se dio cuenta de que no podía hablar. Se le había pegado la lengua al paladar y tenía la mirada fija en la montaña de celebridades que aparecían en las páginas de la revista que tenía delante de los ojos.

Yeager. Vestido de esmoquin, con traje de piloto y vestido de uniforme con brillantes botones y aún más brillantes medallas. Eran fotos obviamente tomadas todas ellas antes de que se quedara ciego, porque en todas miraba a la cámara con unos amables ojos marrones y una deslumbrante sonrisa, con un carisma más embaucador, y brillante que las mismas páginas de la revista.

Tuvo que tragar saliva al recordar algunas de las intensas sonrisas que él le había dedicado cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina. Recordó las puntas de aquellos dedos recorriendo la palma de su mano y el dulce calor que sintió por todo el cuerpo.

¡Por Dios, cuánta razón tenía al intentar evitarlo! Aquel hombre la fascinaba con total facilidad. La hacía sentirse confundida. Atontada. Igual que las mujeres que estaban a su lado en tres de las fotografías que tenía ante los ojos.

Los titulares lo decían todo. Una de ellas era una supermodelo con un nombre propio impronunciable, la otra era una de las productoras de la MTV y la tercera, una joven actriz de pecho exuberante y cuerpo embutido en una especie de salto de cama, que había ganado un premio de la Academia a la mejor actriz secundaria por un papel de prostituta. Pero ni siquiera el brillo de aquellas mujeres podía compararse con el de Yeager.

– ¿Tus invitados? -la tanteó de nuevo Marlene.

– Ellos… él… -tartamudeó Zoe.

Deslumbrarla era lo que había hecho Yeager la tarde anterior en la cocina. Cuando Deke había venido a recogerlo, Yeager le había dado las buenas noches con una de sus seductoras sonrisas. Y ella se había ido a la cama con todo el cuerpo todavía echando chispas por la reacción que había provocado en ella aquella muestra de cariño.

Y se había levantado por la mañana sin estar todavía segura de lo que sentía.

– Son… interesantes -le dijo a Marlene.

Pero, interesantes o no, Zoe no tenía que olvidar que aquel astronauta estaba completamente fuera de su alcance. Y también era mejor que intentase olvidar su peligroso carisma. Porque era obvio, a poco que le echara una ojeada al artículo de la revista que tenía en sus manos, que aquel hombre tenía mucha experiencia con las mujeres. ¡De hecho, era un hombre que bien podría conocer todos sus secretos! Un hombre con ese pasado -actrices y supermodelos- no dejaría de hacer un comentario provocativo a cualquier mujer que se le pusiera a tiro.

Y conseguiría que todas ellas le creyeran.

Marlene le dirigió una mirada socarrona y Zoe se levantó a toda prisa y dijo que tenía que marcharse, cerrando de golpe la revista y aplastando así, la una contra la otra, las sonrientes imágenes de Yeager.