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Maldijo su inexperiencia. Eso la convertía en un blanco demasiado fácil para él. Pero no podía dejarse seducir de nuevo por aquel individuo y por sus encantos. Como bien había sabido desde el primer momento, aquel hombre era un peligro para ella. Tenía que mantenerse alejada y advertir a las otras mujeres que conocía que hicieran lo mismo.

A pesar de que se había prometido mantenerse alejada de su nuevo huésped, después del almuerzo a Zoe le pareció que podría ser bastante seguro aventurarse a salir al jardín de Haven House. Tenía que recoger albahaca para preparar más pesto para el almuerzo. Y de paso también podría recoger menta y perejil para un plato de alcachofas con pasta que pensaba preparar para la cena para ella y su hermana.

Con una cesta colgada del brazo, Zoe bajó la suave pendiente en la que había plantado aquellas hierbas aromáticas. El jardín de gradas estaba exactamente delante del apartamento Albahaca -de ahí su nombre-, pero Zoe no se permitió echar ni siquiera un vistazo en dirección al patio en el que se había encontrado la primera vez con Yeager.

En aquella parte del terreno soplaba algo más que la habitual brisa suave de la tarde. Zoe respiró profundamente la mezcla de aromas y olor a hierbas tostadas al sol. Una pareja de abejas revoloteaba por encima de la verbena de color limón. Agarró una hoja de aquella planta y la estrujó entre los dedos disfrutando del aquel olor ácido.

Se quitó la camiseta y dejó que el sol acariciara sus hombros desnudos y delgados por encima de su fino top. A su lado había un arbusto de lavanda púrpura y arrancó unos cuantos tallos para frotarse la piel con ellos. Las suaves flores le hacían cosquillas en el pecho mientras se las frotaba por el tórax. Cualquier otra mujer -alguna de las que aparecían fotografiadas con Yeager en la revista People, por ejemplo- se habría pasado aquel perfume natural por el escote, pero Zoe era tan plana que ni siquiera usaba sujetador.

– ¡Ahí estás!

– ¡Te encontramos!

Sobresaltada por aquellas voces inesperadas, Zoe dio un respingo y dejó caer las flores de lavanda. Se volvió en redondo con una sensación de desazón, segura de a quiénes pertenecían aquellas voces. Sí, eran Susan y Elisabeth.

Las dos rondaban los treinta años y ambas trabajaban en una de las inmobiliarias de la isla. Una era rubia y la otra morena, y vestidas con sus casi idénticas faldas negras y blusas de seda de color crema eran como un juego de salero y pimentero.

– ¿Qué hacéis por aquí? -preguntó Zoe alzando una mano.

Susan y Elisabeth parpadearon al unísono.

– ¿Tú qué crees? Como no has venido a visitarnos, hemos decidido hacerte una visita nosotras. Ya es hora de que nos hagas un informe completo sobre nuestros hombres.

A Zoe se le cayó el alma a los pies deslizándose lentamente hasta las suelas de sus zapatillas de deporte. Creía que a lo mejor se habían olvidado de su promesa.

– Bueno, yo… -Hizo un gesto hacia la cesta y las tijeras-. Ahora mismo estoy bastante ocupada.

Susan ignoró aquel comentario.

– No hay ningún problema. Tú haz tu trabajo, que nosotras podemos esperar aquí hasta que hayas acabado.

Al momento ella y Elisabeth estaban ya sentadas solo un par de metros más allá, en el banco de hierro forjado que había en una curva del camino que atravesaba el jardín.

– Oh. Vale. De acuerdo.

Zoe se resignó a tener que mantener con ellas una decepcionante conversación. Tendría que decirles que aquellos dos hombres -Yeager sin ninguna duda, pero no sería difícil incluir también a Deke- eran muy poco recomendables. En conciencia, no podía tratar de unir a Elisabeth o a Susan con un hombre que tenía un pasado tan célebre y que había estado relacionado con tantas mujeres famosas. Un hombre como Yeager -un astronauta, y además temporalmente ciego- nunca se podría conformar con los límites de la vida en aquella isla.

Cuando se agachó para recoger el tallo de lavanda que se le había caído, vio que algo se movía un poco más allá. Exactamente por encima del banco de hierro estaba el patio del apartamento Albahaca. Zoe aguzó la vista. Desde donde se encontraba podía ver a través del cercado del patio. ¡Mecachis! Allí estaba Yeager, echado de espaldas sobre una tumbona, echando la siesta bajo el sol de la tarde; vaya, al menos ella esperaba que estuviera haciendo la siesta.

Zoe se puso en pie y forzó una radiante sonrisa.

– Chicas, ¿por qué no me acompañáis a la cocina? -Intentaba hablar en un tono de voz bajo y tranquilo-. Tengo té frío recién hecho en el frigorífico.

Por favor, por favor, por favor -dijo para sus adentros- que no se levante antes de que me haya llevado de aquí a Susan y Elisabeth y su conversación sobre hombres.

Pero Susan y Elisabeth ya estaban negando con la cabeza.

– No, gracias -dijo Elisabeth-. Si nos metemos en tu casa podrían interrumpirnos y no vamos a tener ocasión de hablar con calma de esos dos nuevos huéspedes que tienes.

– Y yo acabaré comiéndome todas tus galletas y mañana no podré abrocharme la falda -añadió Susan.

Zoe lanzó una rápida mirada hacia el patio de la cabaña.

– Tengo galletas recién sacadas del horno -dijo Zoe añadiendo un soniquete tentador a su voz-. Con chocolate blanco y almendras.

Las dos mujeres refunfuñaron en lugar de moverse de allí.

– No nos hagas esto, Zoe. Vamos, háblanos de esos dos tipos maravillosos que están a punto de cambiar nuestras vidas.

Oh, mierda. ¿Les había prometido una cosa tan estúpida?

– Vamos, Zoe.

Ella volvió a mirar hacia el patio de Yeager. Ahora él estaba tumbado de costado. Entre los huecos que dejaban los travesanos de la barandilla, podía divisar perfectamente su rostro. Se había quitado las gafas de sol y sus espesas y negras pestañas resaltaban contra el fondo de la bronceada piel de sus mejillas. Quería pensar que estaba dormido.

– No creo que realmente queráis saber…

– ¡Zoe!

Ella tragó saliva y a continuación dejó escapar un suspiro. Quizá lo mejor sería que dejara aquella conversación para otro momento.

– Mirad, lamento tener que deciros esto, pero resulta que han aparecido un par de problemas.

Eso era. Aquello sería suficiente para hacer que las dos mujeres volvieran a su oficina.

Pero en lugar de levantarse y marcharse de allí, Susan y Elisabeth se apoyaron más cómodamente contra el respaldo del banco.

– ¿Y cuáles son esos problemas? -preguntó Elisabeth.

Zoe lanzó otra mirada rápida en dirección a Yeager. ¿Debería hablar en susurros o hacerles algún tipo de señal a aquellas dos mujeres para darles a entender que el hombre del que hablaban podría estar despierto y escuchándolas? Pero el problema de hacer eso era que, instintivamente, Susan y Elisabeth se levantarían para echar un vistazo al maravillosamente atractivo rostro de Yeager Gates.

Y en tal caso no se las podría sacar de encima jamás.

– A ver, descríbenoslos. -Había un matiz de sospecha en la mueca de Susan mientras se cruzaba los brazos sobre el pecho.

– Puntuación muy baja -dijo Zoe pensando deprisa-. Dos sobre diez.

– Sé un poco más específica. -Susan no estaba dispuesta a tragárselo.

Zoe apretó los labios y mantuvo la mirada alejada del patio de Yeager.

– Bueno, eh, el más viejo, no está tan mal. Pienso que pasable. -Tragó saliva para aclararse la garganta-. Pero de todas formas no hay que fiarse de él. Ya sabéis, cuando se tienen amigos como ese…

Pensó que «ese» era la descripción más detallada que podía hacer de Yeager.

– ¿Y qué significa exactamente como «ese»? -preguntó Elisabeth alzando la cejas.

Zoe suspiró. Así que la morena era más lista de lo que parecía.

– Es…

Alto, radiante, atractivo. Oh, sí, y es astronauta. Un astronauta «herido». Con un historial militar impecable y más magnetismo del que se puede encontrar en el mismísimo centro de la tierra.