Esta vez notó el rápido movimiento que hizo ella para eludirlo. Estiró los brazos con las manos abiertas y hasta llegó a rozarla, pero se le escapó.
Aparentando darse por vencido, se dirigió hacia la mesa de la cocina. Y en aquel momento le llegó de nuevo su olor, estiró los brazos y está vez sí la agarró.
Ella dio un chillido.
Él la había agarrado de un brazo con las manos y la atrajo hacia sí:
– Siempre fui muy bueno jugando a la gallina ciega.
El brazo de ella se quedó flojo entre sus manos.
– Sí, me has pillado.
Yeager frunció el entrecejo. Aquello ya no era divertido. Había esperado que ella se defendiera, que forcejeara y se resistiera. Que le obligara a pelearse duro con ella para conseguir arrebatarle aunque fuera un solo rayo de aquella luz con la que parecía que deslumbraba a todos sus huéspedes.
Decepcionado, Yeager tiró de ella y la atrajo aún más.
– ¿Cuál es ese nuevo perfume que te has puesto?
Luego volvió a acercar su cara hasta ella, la olió y sonrió con satisfacción.
– Agua de cebollas -dijo Zoe después de tragar saliva.
– No, no.
Él bajó la cara hasta llegar al lugar donde más fuerte olía aquel nuevo perfume.
– Es lavanda, ¿contento?
Zoe se zafó de su mano y al momento él oyó unos pasos que le decían que ella había puesto toda la distancia de la cocina entre los dos.
– ¿De color lavanda? -preguntó él sorprendido.
– No. De la planta lavanda. De vez en cuando arranco algunas flores y me las froto en… en la piel.
De vez en cuando se las frota en la piel, pensó él, y se imaginó la escena. Flores púrpura tiñendo con su fragancia la piel de Zoe. Si aquella imagen no encendía su deseo sexual, no era capaz de imaginar qué otra cosa podría hacerlo.
– ¿Qué sucede? -preguntó ella con ansiedad-. ¿Te duelen todavía los dedos?
Ella debía de estar en algún lugar desde el que podía ver la expresión de su cara.
– No se trata de ese tipo de dolor -dijo Yeager irguiendo todo el cuerpo.
– ¿Qué te duele entonces? ¿La cabeza?
Ahora él notó que Zoe se acercaba y le tocaba un brazo.
Aquello hizo que su sangre mandara un palpitante mensaje hacia la parte baja de su cuerpo y Yeager le agarró la mano.
– Ya te lo he dicho, no se trata de ese tipo de dolor -contestó él en voz baja notando el tono sensual que adquiría su voz.
Los dedos de ella estaban fríos y empezaron a temblar. Su respiración se hizo más nerviosa y entrecortada, con un matiz más sutil.
¿Temblando de frío? ¿Nerviosa y sutil?
De repente, le volvió a la memoria la noche anterior, cuando él había tenido agarrada aquella mano entre las suyas y se burlaba de sus secretos femeninos. También entonces había notado que Zoe tenía los dedos fríos. Y que le temblaban.
Esa no era la reacción de una mujer acostumbrada al galanteo y a la seducción.
Para comprobar aquella inquietante y recién descubierta idea, él le apretó los dedos. Seguían temblando. Una sensación de incomodidad le llegaba a oleadas.
Como una revelación, otra idea le pasó por la cabeza: a Zoe no le gustaba que él estuviera coqueteando con ella.
No le gustaba él.
Sintiéndose culpable, la soltó de golpe. Si su compás mental no le mentía, la mesa de la cocina estaba a noventa grados a su derecha. Con pasos cuidadosos se dirigió hacia allí. Llamándose a sí mismo imbécil redomado, se sentó ante su plato de tortitas de patata.
¡Maldita sea! ¿Qué más cosas podían salirle mal en la vida? Sí, le gustaba la excitación que Zoe provocaba en él, de hecho hasta le entusiasmaba. Pero no si eso significaba que ella se pusiera nerviosa o le tuviera miedo.
Él no era de ese tipo de hombres.
Ella hizo un chasquido metálico al dejar algo junto a su mano derecha.
– Un tenedor -dijo Zoe con voz apagada.
Él agarró el tenedor y tanteó por la mesa en busca del plato.
– Yo… lo siento. -No le resultó fácil pronunciar aquellas palabras.
– ¿Por qué? -dijo ella de nuevo con voz apagada.
Yeager cerró los ojos. Cielos, antes del accidente las cosas no eran tan complicadas. La posibilidad de volar por el espacio le había ofrecido toda la libertad que le apetecía. La sensación de no tener límites formaba parte de su alma al igual que cuatro ventrículos formaban su corazón. La compañía de las mujeres era algo que él había tenido al alcance de la mano siempre que lo había deseado. Y cuando estaba con ellas, era capaz de leer en sus ojos y entender el lenguaje de su cuerpo. Pero ahora ya no podía ver nada -¡demonios, tenía que enfrentarse a ello!- y estaba realmente jodido.
– ¿Por qué? -preguntó ella de nuevo.
– Por… -Él se pasó la mano por la cicatriz de la cara-. Supongo que tienes alguna relación formal o al menos debes de estar saliendo con alguien. Al no poder verte, creo que he malinterpretado las señales que me estabas enviando. -O bien había sido tan redomadamente estúpido que las había imaginado.
La respiración de ella hizo de nuevo aquel gracioso sonido entrecortado. Yeager notó que ella no se había movido del sitio. Hasta ahora había creído que cuando Zoe se quedaba quieta quería decir que estaba confundida o desconcertada. Pero ya no estaba tan seguro de eso.
– ¿Qué…? -empezó a decir Zoe, pero se interrumpió y él la oyó tragar saliva-. ¿Qué señales te he estado mandando?
Yeager se encogió de hombros.
– Ya te lo he dicho, seguramente te he malinterpretado. Tienes novio, ¿no es así? Espero que puedas detenerle antes de que le dé una paliza a un hombre ciego.
– ¿Por qué tendría mi… mi novio que querer pegar a un hombre ciego? -dijo ella con cautela.
Él sonrió tristemente.
– Porque he estado coqueteando contigo, cariño. Y la parte en la que me estaba equivocando era en que creía que tú te lo estabas pasando bien. -Sonrió de nuevo-. Hazme un favor y dime que no te he parecido tan estúpido como ahora me siento.
– No me has parecido estúpido en absoluto.
Él sonrió tristemente.
– Ahora lo dices solo para ser amable.
– No -contestó Zoe en voz baja. Él oyó de nuevo cómo tragaba saliva-. Para serte sincera, no tengo novio.
Yeager alzó las cejas, pero enseguida se encogió de hombros.
– Está bien. Aunque imagino que si sales a ligar no voy a ser yo uno de tus pretendientes favoritos.
Ella se quedó de nuevo en silencio.
– ¿Zoe?
– No sé exactamente qué has querido decir, pero…, bueno, tampoco suelo ligar. Soy bastante… solitaria. No suelo tener compañías masculinas.
Yeager se obligó a pinchar un trozo de tortita de patata. Se metió el tenedor en la boca y tragó el bocado. El sabor extasió sus papilas gustativas, pero aquella delicia no hizo que desapareciera su sorpresa.
– Mira…, bueno, la verdad es que estoy muy ocupada -dijo Zoe-. No he encontrado… No he buscado… -Su voz se apagó-. Simplemente, no tengo.
Yeager se quedó helado, con un segundo bocado ensartado en el tenedor a medio camino entre el plato y su boca. ¿No tenía qué? Dejó el tenedor en el plato.
– Bien.
Demonios, ¿qué significaba ese «no he…»?, pensó él.
– Bien -repitió ella.
– Bien, pero todavía lamento que se me hayan cruzado los cables. -Aquellos dedos helados eran la prueba de que su ceguera le había hecho tan torpe como un novato manejando el brazo mecánico del transbordador espacial-. Deberías haberme dicho simplemente que no estabas interesada. O que no te atraigo en absoluto.
Ella seguía inmóvil y en silencio. Al cabo de un momento murmuró algo.
– ¿Qué? -preguntó él.
– No creo que hubiera podido decirte eso.
Aquella confesión en voz baja no debería haber sido para él una gran sorpresa. Pero durante un instante -un sorprendente e inesperado instante- él volvió a sentir la misma emoción de alto voltaje que sintiera la primera vez que vio su nombre en la lista de los tripulantes del transbordador espacial. Al oír aquella noticia, la sangre se le agolpó en la ingle.