El dulce y hechizante aroma de jazmín de la radiante noche los rodeaba. Una ligera brisa formaba olas en el cabello de Zoe y acariciaba la carne ardiente de sus mejillas, pero ella apenas si podía sentirla. Zoe se quedó mirando a Yeager y vio el reflejo de la luz de la luna en los cristales oscuros de sus gafas de sol.
El silencio se hizo más denso entre los dos y Zoe pensó que acaso debería decir algo, lo que fuera, para romper aquel momento de hechizo.
– Hoy hay luna llena -dijo ella susurrando las primeras palabras que le pasaron por la cabeza.
Puede que aquella enorme luna fuera la explicación del agobiante calor que sentía en la piel y del errático martilleo de su corazón golpeando contra las costillas.
Las manos de él se apretaron aún más alrededor de su brazo. Al cabo de un momento, Yeager alzó la cabeza hacia el cielo y por un segundo pareció que había olvidado de nuevo que ella estaba a su lado. Pero luego se puso a hablar otra vez:
– Descríbemela -dijo Yeager con una voz calmada pero tensa.
– ¿La luna? -preguntó Zoe tragando saliva.
– Todo. La noche. Los árboles. Pero sí, descríbeme también la luna. ¿Hay nubes? ¿Han salido ya las estrellas? -Su mano se apretaba de nuevo alrededor del brazo de ella urgiéndola a contestar-. Háblame de cómo es el cielo.
Había algo en el timbre de su voz que Zoe no había denotado hasta entonces. Acaso tristeza. O nostalgia.
El astronauta ciego quería que le hablaran del cielo. A ella se le detuvo el corazón por un momento y luego tuvo que volver a tragar saliva. Forzando a sus ojos a desviarse de la cara de él, Zoe miró hacia arriba tratando de recordar desesperadamente dónde estaba cada constelación. ¿Aquello era el fajín de Casiopea o el cinturón de Orion? ¿La estrella polar estaba en la Osa mayor o en la Osa menor?
– Yo soy una mujer pegada a la tierra -le confesó finalmente ella-. Soy más consciente de la isla que hay bajo mis pies que de lo que está por encima de mi cabeza.
Yeager sacudió su delgado brazo. No de mala manera, sino con impaciencia, como si realmente necesitara que ella hiciera aquello por él.
– Cuéntame, Zoe.
Ella tomó una profunda bocanada de aire.
– Puedo ver la luna y un montón de estrellas. Muchísimas más de las que puede ver la gente en el continente. Lo recuerdo de cuando fui a la universidad en Los Ángeles. La abundancia de luces de la ciudad no te deja ver el cielo.
Él asintió con la cabeza y volvió a apretarle el brazo.
Zoe trató de ignorar otra oleada de calor que le llegaba desde el lugar donde aquella mano la tenía sujeta, y que ascendía recorriéndole todo el brazo. Y lo que era todavía más raro, había empezado a temblar, a pesar de que ya no sentía frío en absoluto.
– El cielo. ¿De qué color es el cielo? -preguntó Yeager.
– No es negro. Al menos todavía. -Zoe intentaba encontrar las palabras para describir aquello que estaba más allá de la simple vista-. Es profundo, de un azul intenso. La luna es blanca y está enorme, pero parece tan delgada como los pirulíes que comprábamos de pequeños en el quiosco.
Volviendo la cara hacia Yeager, ella sonrió ligeramente.
– Con los ojos cerrados habría dicho que la luna está flotando en la superficie del cielo en lugar de estar suspendida de él.
Yeager no contestó y ella volvió a mirar una vez más hacia arriba.
– Y las estrellas… -Zoe se había quedado sin inspiración y se encogió de hombros- centellean. -Como él seguía sin decir nada, ella, sintiéndose incómoda, cambió ligeramente de posición-. Bueno, creo que tú las puedes describir mucho mejor que yo.
Zoe tiró del brazo que él tenía agarrado.
Pero Yeager no abrió la mano para soltarla.
– En el espacio, las estrellas no centellean -dijo él.
Ella se lo quedó mirando fijamente. La luz de la luna y su menor estatura le dejaban ver que Yeager tenía los ojos cerrados detrás de sus gafas de sol.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Zoe.
– Lo que hace que parezca que las estrellas centellean es la atmósfera de la tierra.
– Y desde el espacio ¿cómo son?
– Son claras y brillantes, aunque siguen estando todavía muy lejos de nuestro sistema solar. No es que te parezca que puedes acercarte a una de ellas para hacer una visita ni nada por el estilo.
Zoe tomó aliento llenándose los pulmones con el aire de la isla, que olía a jazmín y agua salada.
– Tú has estado ahí afuera -dijo ella haciendo un gesto con la mano que tenía libre-, ¿no es así?
– En varias misiones del transbordador espacial.
También ella había pasado varios años ahí afuera, en el continente. Zoe suspiró. Es verdad, él era Apolo, con cada uno de los dos pies apoyados en un cohete y la cabeza en las estrellas.
– ¿Y cómo es la Tierra vista desde allí arriba?
– En el transbordador espacial nunca estás lo suficientemente lejos como para verla toda entera. Sin embargo… -en su voz había un tono de exaltación-. Sin embargo, no deja de ser una visión impresionante. Océanos de un color azul brillante y desiertos rojos sobre el fondo de la oscuridad del cielo. Es como echar un vistazo a un reluciente mapa topográfico. También se ven las ciudades más grandes y algunos aeropuertos, y carreteras y puentes.
Zoe arrastró sus zapatillas de goma por aquel camino, que había sido abierto por las manos de su abuelo.
– Pero no Abrigo. Desde allá no habrías podido ver nunca la isla.
Yeager negó con la cabeza.
– Posiblemente no. Pero ¿qué significa eso a cambio de la compensación? Cada veinticuatro horas llegas a ver sesenta amaneceres y sesenta puestas de sol. Y desde la luna… -su voz se hizo tan suave que casi era un murmullo-. Bueno, quitémosle importancia al asunto y digamos solo que la visión de la tierra desde la luna debe de ser impresionante.
La luz de la luna parecía fría. Y el propio satélite parecía estar observándolos a los dos con no muy buenos ojos. Zoe tragó otra vez saliva.
– Yeager… -empezó a decir ella sin tener ni idea de lo que estaba intentando contarle.
Pero entonces Yeager se estremeció y la soltó del brazo, como si acabara de librarse de un hechizo hipnótico. Carraspeó y a continuación dijo:
– Aunque esa no es la razón por la que te he pedido que me acompañaras.
Ella tuvo que recuperar el equilibrio ahora que Yeager ya no la sujetaba del brazo.
– ¿O sea que tenías algo planeado?
– Por supuesto que tenía algo planeado. Yo siempre tengo un plan.
De repente el tono de voz de Yeager y su humor se habían hecho más radiantes, y Zoe se relajó -riéndose entre dientes- mientras echaban de nuevo a andar.
– De acuerdo, de acuerdo, me parece que he picado.
Ni siquiera su «Quiero que me prometas algo» la preocupó lo más mínimo.
Zoe se puso a reír de nuevo.
– Estoy dispuesta a tener en cuenta tu petición. ¿De qué se trata? ¿Quieres que te haga tu postre favorito? ¿Necesitas un juego extra de toallas?
– Se trata de esas mujeres.
Ahora Zoe se rio a carcajadas. ¡Oh, claro! Por supuesto que se trataba de aquellas mujeres. Todo aquel viaje por el espacio solo había sido para despistar.
– De acuerdo, dime.
Números de teléfono, los tenía. Y sabía el tipo de flores que prefería cada una. También sabía el tipo de comida que preferían. Bueno, no en el caso de Desirée, ya que no le había quedado del todo claro si simplemente odiaba la comida o si se alimentaba chupando la sangre de los hombres con los que salía.
– Esto no va a salir bien.
Ya habían llegado hasta el pequeño porche de entrada del apartamento de Yeager.
– ¿Qué quieres decir?
Ella oyó cómo salía de su garganta la chirriante pregunta. Pero se le hacía difícil pensar cuando sentía que el estómago se le encogía y cuando estaban tan cerca el uno del otro, en la intimidad de las sombras.
– Zoe. -Yeager apoyó uno de los hombros en la puerta de entrada. Luego alargó una mano y volvió a agarrada del brazo acercándola hacia él-. No me gusta ninguna de esas mujeres.